Cultura
Cien años de surrealismo
El surrealismo, más allá de una vanguardia, más allá de un movimiento artístico, es antes que nada una poética vital. Una manera de estar en el mundo. Una búsqueda de ser uno mismo. De ahí que resulte una práctica que mantiene su vigencia, su flujo incesante, un siglo después.
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«Yo creo firmemente en la fusión futura de esos dos estados, aparentemente contradictorios: el sueño y la realidad, en una especie de realidad absoluta, de superrealidad», escribió André Breton en el Primer Manifiesto Surrealista, hace ahora cien años. Con esa intención dejaba claro que el surrealismo, más allá de una vanguardia, más allá de un movimiento artístico, es antes que nada una poética vital. Una manera de estar en el mundo. Una búsqueda de ser uno mismo. De ahí que resulte una práctica que mantiene su vigencia, su flujo incesante, un siglo después.
La palabra, por cierto, se la debemos a Apollinaire (atleta de los caligramas, sospechoso del robo de La Gioconda). Inventó el término en una carta fechada en 1917 al poeta belga Paul Dermée, y volvió a emplearlo ese mismo año, con motivo del estreno de su obra de teatro Las tetas de Tiresias, a la que calificó de «drama surrealista».
Muchos son quienes se reclamaron surrealistas. Estos son algunos, además del auriga, Breton: Magritte, Duchamp, Buñuel, Remedios Varo, Leonora Carrington, René Char, Cocteau, Louis Aragon, Artaud, René Crevel, De Chirico, Max Ernst, Giacometti, Julien Gracq, Miró, Benjamin Péret, Man Ray o Paul Éluard.
Lo que propone el surrealismo es un camino absolutamente distinto al racional, donde lo sobrenatural queda desplazado por lo maravilloso y donde se alcanza una armonía «entre el latido del corazón y el ritmo de las estrellas», en palabras de Pierre Mabille. Una experiencia transformadora que nos conduzca a la «plena vida», presidida por la libertad, el deseo y la poesía (sin que se altere el resultado permutando el orden de los fundamentos).
El poeta es ya todos
Un movimiento de liberación absoluta, no una escuela poética. El surrealismo guillotina la figura canónica del poeta, contemplado como alguien ungido por los dioses, elegido por las Musas. El poeta es ya todos. No hay un «yo creador», nos dice, sino una suerte de fuerza poética que nos atraviesa, que brota a su antojo, produciendo imágenes inexplicables, conmovedoras, turbadoras. «La poesía debe ser hecha por todos». El surrealismo asume la profecía de Lautréamont (altísimo poeta, batiscafo del mal y del desamparo, hacedor de aquellos inmortales versos: «Bello como el temblor de las manos del alcohólico»).
Lautréamont, uno de los custodios de Breton y los suyos, junto a William Blake, Novalis (su «flor azul», símbolo del infinito), Nerval, Rimbaud, Victor Hugo (sobre todo el de las mesas parlantes, el entusiasta de lo mediúmnico), Baudelaire.
El surrealismo asume la abolición de los contrarios, la superación de toda antimonia
La poesía (entendida no como subsidiaria del verso sino en cualquiera de sus manifestaciones posibles), ha de zafarse de los cánones, normas, códigos y otros atuendos racionales para discurrir por los meandros de lo irracional, del inconsciente. De ahí la escritura automática (cuyo Xanadú son Los campos magnéticos, de Breton y Soupault).
El azar objetivo
De Hegel, como de la mística (con perdón, pues el ánimo antirreligioso es, en la mayoría de ellos, una de sus bujías), el surrealismo asume la abolición de los contrarios, la superación de toda antimonia (comunicable/inefable, razón/delirio, sueño/vigilia, realidad/imaginación, vida/muerte…), para alcanzar el «punto supremo», utilizando el lenguaje hermético, tan de su gusto. El absoluto. De nuevo, la plena vida, la esperanza de que el hombre sea uno con su deseo.
De Hegel, asimismo, toman un concepto seminal, «azar objetivo», ese azar inevitable, esa manera de manifestarse la necesidad. La encrucijada mágica entre la libertad y el destino. Y de Marx, el fetichismo de la mercancía para derribarlo, destruirlo, derrumbarlo. Hay una luminosa querencia del surrealismo por lo inútil, por aquello que, bajo ningún concepto, es susceptible de cambio mercantil alguno. El amor, la poesía, el sueño. Lo que no tiene precio. Al fin y al cabo, la idea de «utilidad» no es sino la degradación moderna de la noción de bien.
El surrealismo y su método paranoico-crítico, enunciado por Dalí (antes de que Dalí se alistara en la rebeldía de franquicia), que consistía en conceder patente de corso a la paranoia para que descubriese analogías inverosímiles, de manera que se vinculasen objetos en apariencia irreconciliables (de nuevo, Lautréamont : «Bello como el encuentro fortuito sobre una mesa de disección de una máquina de coser y de un paraguas»). La analogía es al surrealismo lo que la palabra «sésamo» para Alí Babá, la apertura al prodigio, la llave del universo (o la llave de los campos, en el decir de Breton).
El amor como la promesa de un algo maravillo (ese «gesto de amor que traduce lenguas» y que permite «extraer constelaciones de la temperatura del cuerpo amado»), el ensueño diurno, la inspiración como circulación sanguínea, el descenso a la noche, la búsqueda de los mitos, del arte primitivo, el juego, el delirio, la locura y también el compromiso político (con el anarquismo y el comunismo, lo cual entrañó monumentales ciscos entre ellos) son algunos de los distintivos surrealistas.
Hubo quien decretó en octubre de 1969, en las páginas de Le Monde, el fin del surrealismo histórico. Pero el surrealismo, a día de hoy, sigue siendo una necesaria invitación y un signo. «Una invitación a la aventura interior, al redescubrimiento de nosotros mismos, y el signo del relámpago, pues bajo su luz convulsa entrevemos algo del misterio de nuestra condición», en palabras de Octavio Paz. Cien años para quien habita la edad del cosmos es un eón.
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