Salud
¿Soy ‘workaholic’?
La presión por alcanzar el «éxito laboral», la meritocracia y el miedo a que nos reemplacen pueden desembocar en situaciones de adicción al trabajo. Esforzarnos por cumplir el horario y usar de forma más comedida el teléfono móvil pueden ayudarnos a desconectar.
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Quizá el término nos suene extraño, pero si hablamos de «adicción al trabajo» resultará sencillo saber a qué hace referencia. Y es que el workaholismo se trata precisamente de esto: tener obsesión con el ámbito laboral y no cesar de llevar a cabo labores relacionadas con el empleo. En español se podría traducir por «trabajólico» y no pasa desapercibida la cercanía de la palabra con otras que sí nos resultan familiares y que se vinculan con el consumo de sustancias.
En 1971, el psicólogo Wayne Oates acuñó el término en su libro Confessions of a workaholic (Confesiones de un adicto al trabajo), donde hacía alusión a la dependencia del trabajo. Equiparó sus síntomas con los que tienen las personas alcohólicas con la bebida: una necesidad constante e incontrolable de trabajar que, prolongada en el tiempo, deriva en perniciosas consecuencias en los ámbitos personales, familiares y de salud, pues para cubrir esa adicción al trabajo se dejan de lado los espacios y tiempos dedicados al ocio.
Llegar a esta situación no es tan difícil. El peso que le otorgamos a la vida laboral, el anhelo por conseguir éxito profesional y la falacia de la meritocracia –esa que dice que los logros se consiguen con frecuencia en función del esfuerzo individual– conllevan un impulso permanente a seguir rodando, puesto que echar el freno supone «perder oportunidades». Por ello, el principal obstáculo para detectar el workaholismo es que sus síntomas se confunden con facilidad con la responsabilidad, la dedicación y el entusiasmo. El mercado en la sociedad del siglo XXI se ha configurado de tal forma que, en muchos casos, asociamos connotaciones positivas a la dependencia al trabajo, al contrario de lo que sucede con otros tipos de dependencias. La obsesión por el trabajo es vista en muchos casos como un valor deseable: personas competitivas, productivas, leales al empleo, volcadas en lo que más les conviene.
Cuando la cultura del trabajo lo impregna prácticamente todo, resulta complicado abandonar el engranaje e identificar que estamos pasando una línea roja
En su libro Frágiles (Anagrama, 2021), Remedios Zafra exponía: «El trabajo en una cultura-red capitalista se está convirtiendo en una práctica de prácticas indefinidas que trascienden aquella actividad central que buscaba disciplinarnos y describirnos socialmente (¿qué eres?), para en su lugar derramarse y desbordarnos. Hoy el trabajo se hace de una lluvia de tareas mediadas por tecnología y tejidas con comunicación y números, actividades dispersas que van cambiando y que combinan gestiones que se describen con los lenguajes afectivos de la nueva cultura, ya sabe, ansiedad, contingencia y precariedad, expandiéndose líquidas de forma que el trabajo no siempre lo parece». Es decir, cuando la cultura del trabajo lo impregna prácticamente todo, resulta complicado abandonar el engranaje e identificar que estamos pasando una línea roja.
Algunas señales que pueden alertar de que estamos cerca de obsesionarnos con el empleo podrían ser: pensar constantemente en la propia actividad laboral, dedicar tiempo adicional al que establece el contrato, o a las ocho horas, o tener el cuerpo en un estado de activación permanente –probablemente, estrés–. También es posible que desarrollar una adicción al trabajo esté alertando de que existen otros problemas subyacentes. Mientras ocupamos el tiempo con esa actividad, no indagamos en otros ámbitos vitales que pueden estar suponiéndonos conflicto. Por otra parte, el refuerzo de los jefes ante las personas que dedican horas extras e invierten parte de tu tiempo libre al trabajo supone un hándicap añadido para apartarse del workaholismo. El sentimiento de culpa y el miedo a que nos reemplacen termina de hacer su parte: la autoexplotación o la explotación siempre parecen mejor opción que la posibilidad del desempleo.
Pero siempre se puede poner de nuestra parte para frenar este tipo de situaciones. Una de las medidas pasaría por intentar poner límites, es decir, establecer unos horarios de trabajo y cumplirlos a rajatabla. Y es que la vida personal no tendría que pasar a un segundo plano durante un largo período de tiempo. En segundo lugar, la búsqueda de hábitos saludables también ayuda a prevenir esta obsesión por el empleo: practicar ejercicio, comer de forma equilibrada y dedicar tiempo a la gente cercana son acciones que proporcionan sensaciones placenteras. Dejar el teléfono móvil a un lado también puede fomentar nuestra relajación. Muchos de los trabajos contemporáneos nos llevan a estar permanentemente disponibles y resulta habitual combinar lo personal y lo profesional en el mismo aparato. Un uso más relajado del teléfono móvil derivará en un paulatino distanciamiento de aquello que no es urgente. Y, con un poco de perspectiva, comprobaremos que, la mayoría de las veces, nada relacionado con lo laboral es tan urgente que no pueda esperar unas horas o hasta el siguiente día.
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