Sociedad

Elogio de la ‘checklist’

Bien sea por organización, por pulsión productiva o por mera ilusión de control, usar listas de tareas pendientes puede ayudar a liberar la carga mental y, en general, contribuir a la sensación de logro, ¿a la sensación de infinitud?

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30
septiembre
2024

«La lista es el origen de la cultura». Así lo afirmó a Spiegel Umberto Eco cuando a finales de 2009 fue el curador de una exposición en el Museo del Louvre sobre el valor de las listas en el desarrollo cultural. Un material que luego fue recopilado en el libro El vértigo de las listas (Lumen), donde el semiólogo italiano demostraba que las listas sirven especialmente en el arte y la cultura, aunque, en general, también para casi todo.

«¿Qué es lo que quiere la cultura?», se preguntaba Eco, «hacer que la infinidad sea comprensible. También quiere crear orden –no siempre, pero a menudo–. ¿Y cómo, como ser humano, uno puede hacerle frente a la infinidad? ¿Cómo puede uno intentar agarrar lo incomprensible? A través de las listas, de catálogos, de colecciones en museos y a través de enciclopedias y diccionarios».

De hecho, en Confesiones de un joven novelista (Lumen), el italiano les dedica a las listas todo un capítulo, distinguiéndolas entre prácticas y poéticas. Las listas pragmáticas serían, por ejemplo, la lista de la compra, el menú de un restaurante o el inventario de un almacén, y tienen una función referencial. Por su parte, las listas poéticas son abiertas y su propósito es sugerir una infinidad de personas, cosas o acontecimientos.

Umberto Eco: «El único propósito verdadero de una buena lista es transmitir la idea de infinidad y el vértigo del etcétera»

Las listas confieren unidad a un conjunto de objetos, independientemente de lo disímiles que sean, pues «están sujetos a una presión contextual»: la lista como lugar y como criterio propio para que los elementos se enumeren allí. Asimismo, las listas poéticas muestran la vastedad del tema que esté tratando el escritor, y por lo general se muestran como enumeraciones acumulativas, llenas de términos que parecen carecer de homogeneidad.

Al fin y al cabo, dice Eco, «el único propósito verdadero de una buena lista es transmitir la idea de infinidad y el vértigo del etcétera».

Sin embargo, las listas también pueden servir para anclarse en la vorágine, para dar cierta estructura al aparente desorden. Porque, más allá de lo estéticas o literarias que puedan llegar a ser, hay gracia en las clásicas checklists para organizar tareas. Hablamos de esa lista que sirve, sobre todo, para tachar pendientes. Porque carga en ella cierta higiene, cierta ilusión de control ante el caos.

En 1988, John Sweller formuló su teoría de la carga cognitiva, mediante la cual establecía que nuestra memoria de trabajo tiene una capacidad limitada. Hay solo una cantidad de información que nuestro cerebro es capaz de almacenar al mismo tiempo para usarla de inmediato. Así, Sweller hablaba de la importancia de reducir la carga cognitiva de los estudiantes para no saturar la memoria de trabajo con demasiadas tareas.

En cierto modo, esto es precisamente para lo que sirve la checklist en términos cognitivos: ayuda a externalizar la memoria. Al anotar y enumerar las tareas pendientes nos liberamos de la urgencia de mantener toda esa información en la mente. En otras palabras, liberamos carga mental. Además de que proporciona mayor claridad para ver el panorama completo de lo que falta por hacer, reduce también la confusión, facilitando la toma de decisiones y favoreciendo la división de tareas en pasos más pequeños y manejables. De esta manera, a nivel cognitivo, las listas ayudan a aumentar el enfoque, favorecen el trabajo paso a paso y contribuyen a evitar las distracciones y mejorar la concentración.

Las listas ayudan a aumentar el enfoque, favorecen el trabajo paso a paso y contribuyen a evitar las distracciones

Además, permiten hacer que el progreso, de cierta manera, sea tangible. Ir tachando las tareas terminadas ayuda a la sensación de logro, de que se está avanzando, lo cual no solo reduce la incertidumbre ante el proceso sino que también puede aliviar, así sea un poco, la ansiedad y el estrés ante lo que falta. Con saber que se avanza, que está claro el panorama, que está ayudando a una mejor gestión del tiempo –y evitando así la sobrecarga–, puede aumentar también la sensación de autoeficacia.

La checklist, entonces, como herramienta, como clasificación de prioridades y urgencias, como manejo de objetivos y subtareas, como forma de mantenerse al día –y con ánimo para enfrentarlo–. Y quizás hasta como cheerleader laboral. Así, la lista parece decir: «Mira, esto es todo lo que tienes que hacer, pero se puede, solo tienes que ir casilla tras casilla, un check a la vez».

Aunque esto, valga decir, solo sucedería en caso de que la lista sea corta y realista. Pues, de lo contrario, diría exactamente lo opuesto: «Esto es todo lo que tienes que hacer, es demasiado, no hay tiempo suficiente, etcétera». Como en todo, siempre es sana una buena gestión de expectativas. Para que no aplaste y frustre, la lista no debería idealizarse, más bien debe mantenerse siempre entre los corchetes de lo alcanzable.

Porque no hay que dejar de lado que, en el imperativo de la hiperproductividad, algunos «productivity bros» han puesto en un trono a la checklist, exponiéndola como la panacea de la eficiencia y como el antídoto absoluto para la procrastinación. Spoiler: no lo es. Ni tiene por qué serlo. Que el elogio no aterrice en la tiranía.

Ya lo decía el semiólogo italiano: adonde sea que se mire en la historia de la cultura, podemos encontrar listas, de santos, de armadas y de plantas medicinales, de tesoros y de obras literarias. Tenemos listas para la compra del mercado, de trabajos por hacer, de libros por leer, de sitios por visitar, de restaurantes que probar, listas para aliviar el vértigo, listas para sentirnos capaces. En palabras de Eco, «nos gustan las listas porque no queremos morir».

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