Cultura

«Escribiendo obtengo un aprendizaje técnico; lo psicológico me sale bastante fácil»

Fotografía

Pau Fabregat
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30
agosto
2024

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Pau Fabregat

Periodista, novelista y crítico literario, Colm Tóibín (Enniscorthy, 1955) ha levantado un portentoso universo narrativo que indaga en experiencias personales como la homosexualidad, la convivencia con una madre que enviudó pronto o la robusta identidad irlandesa. En 2009 publicó ‘Brooklyn’, una novela sobre el viaje y la adaptación a la Nueva York de los años cincuenta de Eilis Lacey, una joven de su mismo condado. El relato lo encumbró como uno de los grandes narradores de la migración europea a Estados Unidos y ahora ha decidido continuarlo. Esta segunda parte se titula ‘Long Island’ (Lumen, 2024) y retoma la historia veinte años después. Tóibín también acaba de publicar una selección de sus escritos sobre arte en la editorial catalana Arcadia. Hablamos con él por videollamada.


¿Por qué ha escrito esta continuación?

Una de las razones es la adaptación al cine que se hizo en 2015. En Irlanda y en América, me invitaban a hablar sobre la historia después de la proyección y en un determinado momento las emociones volvieron a mí muy poderosamente. Pero tenía un problema: aunque no necesitaba el dinero, si finalmente hacía la novela, iba a interpretarse como una decisión comercial, porque vendería más que otras que he escrito. Así que le di vueltas durante un tiempo. Quería saber si secretamente estaba volviendo sobre la historia por esa razón. En ese caso, habría sido algo grave.

 Y descubrió, entiendo, que no era así.

Correcto. Creo que junto a esas emociones que la película revivió, también fue determinante un curso que doy en Columbia centrado en la trama como concepto narrativo. En él, los alumnos y yo discutimos a escritores como Jane Austen, Thomas Hardy, Joseph Conrad, Edith Warton… En España habéis tenido a Javier Marías, que es el autor reciente más brillante que conozco construyendo tramas, entrelazamientos de los acontecimientos. Ahí está su Corazón tan blanco. Pero es una excepción: la trama ha sido confinada a la novela de misterio. Mi intención era hacer el camino contrario: mostrar que aún es posible escribir una novela en la que una acción genera consecuencias impredecibles, variadas, extrañas, pero consecuencias al fin y al cabo. No quería dejar espacio para la atmósfera, ni para la desviación, ni para los personajes secundarios, solo lanzar una flecha en una dirección.

«Vemos a los emigrantes venir en oleadas, pero nos falta un gran estudio de qué les ocurriría si se quedaran donde están»

En el origen de esta historia está la emigración. ¿Cómo diría que cambia a las personas dejar un país?

En gran medida, de eso no hay duda. En mis novelas he indagado en esos comportamientos, así que entiendo la pregunta, pero lo que realmente he entendido de la migración como fenómeno tiene que ver con qué la causa y se lo debo al historiador Kerby Miller y a una conferencia que dio hace unos años en Buenos Aires. Explicó que en Irlanda del Norte, en el siglo XIX, había tres iglesias, la católica, la protestante y la presbiteriana, una rama de la protestante con orígenes en Escocia e Irlanda. ¿Y sabes cuál fue la única que no vio a sus fieles emigrar? La protestante. Eso te dice que quien no tiene una presión, del tipo que sea, para emigrar, no lo hace: si dejas a la gente a su suerte en un tiempo de relativa prosperidad, se queda donde está. Es una intuición asombrosa. Vemos a los emigrantes venir en oleadas, pero nos falta un gran estudio de qué les ocurriría si se quedaran donde están.

En esta segunda parte, sin embargo, indaga en el viaje contrario, en qué pasaría si la protagonista vuelve a Irlanda.

Sí, la trama empieza con este personaje enterándose de que su marido espera un bebé de otra mujer, pero poco a poco empecé a preocuparme por la dependencia que la experiencia mantiene con la estancia en un determinado lugar. ¿Qué pasaría con el amor o la lealtad, que son tan contingentes, tan dispuestos a disolverse, tan poco claros en sí mismos, cuando uno se cambia de país? En un principio, lo formulé así: «Estoy aquí; te amo. Dejo de estarlo; ya no siento esa emoción». Y cuando empiezas a trabajar narrativamente con eso, te das cuenta de que tienes un drama maravilloso.

«Hay una toxicidad constitutiva en torno a la familia de la que debes separarte y con la que debes trabajar desde bien pronto»

¿Sirve también ese planteamiento para las relaciones familiares? De su obra parece desprenderse lo contrario, que con la distancia esos vínculos se intensifican.

Responderé de esta forma: debo lo que pienso sobre las relaciones familiares a Ivor Browne, el mayor psiquiatra de Irlanda durante cuarenta años, que murió en enero. Obviamente fui paciente suyo, pero nuestra relación iba más allá: me hice muy amigo de él y de su mujer. Él decía que hay una toxicidad constitutiva en torno a la familia de la que debes separarte y con la que debes trabajar desde bien pronto. Hago mías esas palabras. No significa vivir de espaldas, pero su teoría subrayaba que si en el momento de afirmar tu independencia, que él colocaba a los quince o dieciséis años, te atascas, entonces tendrás un problema que surgirá repetidamente. En la novela lo que tenemos es a una protagonista que no ha resuelto eso: no se ha separado de su madre, pese a que lleva sin verla veinte años. Esa es la gran diferencia con su familia política italiana: su marido y los hermanos de este sí se las arreglan. Para ellos la familia no supone un conflicto.

Las relaciones familiares, ¿pueden sustituirse por los vínculos de amistad cuando naufragan? El faro de Blackwater (1999), una de sus primeras novelas, parece apuntar a que no completamente.

Los escritores decimos habitualmente que no partimos de ideas fijas cuando nos ponemos a escribir. Y está bien que sea así. Pero además hay veces que ni siquiera concluimos nada, así que no puedo responderte. En esa novela hay un personaje femenino que, efectivamente, no ha administrado bien la relación con su madre. Y luego está su hermano, un hombre gay que no lo ha hecho mucho mejor y que en la última fase de su enfermedad congrega a toda la familia y a unos pocos amigos. Ese es el escenario. Ahora bien, ¿qué significa? No tengo mucha idea. Simplemente me dejo llevar por lo que cuento instintivamente.

«Quien diga que sus personajes se independizan y saben cómo actuar, miente»

¿Hay una rebeldía común en los protagonistas de sus novelas? Ninguno es un marginado, pero están lejos de estar plácidamente integrados en la sociedad.

De nuevo, no sabría decirte, porque digamos que lo que los escritores hacemos es manipular continuamente a los personajes. Donde hago a uno decir una cosa, puedo hacerle decir la contraria. Quien diga que sus personajes se independizan y saben cómo actuar, miente. Eso no existe. Por eso sacar conclusiones es muy difícil.

Pero podrá calificarlos, ¿no? ¿O no hay un conocimiento que se va generando mientras se escribe una novela?

Si hablamos de un aprendizaje cotidiano, práctico, al margen del que tiene que ver con cómo contar mejor una historia, no. El aprendizaje que yo consigo escribiendo novelas es sobre todo técnico; la cuestión psicológica me llega con bastante más facilidad. Para mí, se trata de cómo usar párrafos; de cómo usar a los personajes, pero eso es todo.

Es poco habitual esa respuesta. No le hablo de simpatía, sino de llegar a algún lugar distinto al de partida.

Puede ser. Pero en mi caso es absolutamente así. Por eso comentaba al principio que la película me impactó enormemente. La película sobre mi novela; no mi novela.

Otro punto que llama la atención en su escritura es que permite al lector acceder no solo a lo que los personajes hacen o dicen, también a lo que piensan, temen, ocultan…

Es así ahora, en realidad. En mi primera novela era todo lo contrario. Hay pasajes largos en los que solo cuento lo que un personaje hace. Me prohibía, incluso, decir qué veía o tocaba. Pero luego me di cuenta de que me estaba perdiendo elementos completos en la construcción del personaje. Me pasó sobre todo en el libro en el que hice un retrato del novelista Henry James. Entendí que si no avanzaba en lo que recordaba, en lo que notaba, en lo que sentía, no tendría suficiente. Pero acabé haciéndolo de mala gana, solo porque no veía una alternativa.

Lo mencionaba porque esa forma de contar, ¿no implica, de algún modo, afirmar que los pensamientos, deseos, esperanzas de cualquier persona deben ser escuchados? No sé si estará de acuerdo.

Creo que sería ir demasiado lejos, pero hay algo cierto en eso. Cuando empiezas a fijarte en todas estas emociones, entonces aspiras a conseguir un nivel de precisión absoluto. Ese es tu esfuerzo: ser capaz de presentar una conciencia de una manera verosímil. ¿Que eso implique decir «efectivamente, esto es importante»? Sí, pero relativamente.

«Lo que uno escribe tiene mucho que ver con lo que conoce»

Hablando de la relación entre autor y obra, ¿cuál fue su primera reacción al anuncio de la hija de Alice Munro de que su padrastro la había agredido sexualmente? [Andrea Skinner reveló en julio que el segundo marido de su madre abusó de ella repetidamente y tanto su padre como la Nobel canadiense lo sabían y no hicieron nada. Los hechos fueron probados judicialmente en 2005].

Es una autora a la que he leído bastante. Lo que inmediatamente me vino a la mente fueron dos historias suyas que en su momento me sorprendieron por su gran profundidad y oscuridad. Puedo equivocarme en algún detalle, pero una de ellas iba sobre una mujer de unos sesenta años, creo que antropóloga, que se reencuentra con otra a la que conoció cuando ambas eran niñas. Hablan de que ahogaron a una chica y de que una de ellas debería decirlo públicamente, aunque suponga arruinar su presente. Recuerdo que me impactó enormemente, porque conocía personalmente a Munro y me encantaba lo poco que mostraba en las distancias cortas: su afecto, su encanto, su gran belleza; así que pensé: ¿cómo una abuela tan glamurosa puede escribir esta historia? ¿De qué lugar de su mente ha salido? Todas esas reflexiones volvieron el otro día.

Ahora se está abriendo un debate en torno a cómo leer a Munro.

Sí, es verdad que con los escritores que están tan arriba, ganadores del Nobel y así, algunos lectores tienden a pensar que escribieron sus grandes obras desde la bondad de sus corazones, la dulzura de su temperamento y la naturaleza perfumada de sus vidas. Pero… ¡ja! Esa es mi respuesta a eso. Lo que uno escribe tiene mucho que ver con lo que conoce; y la culpa, el horror, la autoacusación han estado muy presentes en los textos de Munro. Todo estaba ahí.

Una última cuestión: reveló hace una temporada que había tenido cáncer y que no había aprendido nada del proceso, frente a lo que habitualmente se cree.

Sí, pero tiene algo de trampa lo que dije, o tal vez no me expresé bien. Mi cáncer era testicular, no grave. Me dijeron desde el principio que el objetivo era curar, no cuidados paliativos, entonces mi experiencia conviviendo con la enfermedad ha sido diferente. Si hubiese sido terminante, habría sido otra cosa. Dicho eso, es cierto que un día el médico que venía diariamente a mi habitación en el hospital me dijo: «¿Sabes, Colm? Eres el único paciente que está completamente ausente cuando paso a hacer revisión». No sé por qué pero aquello me gustó.

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