Sociedad
Turismo de catástrofe: la desgracia ajena como entretenimiento
El turismo de catástrofe es una variante del denominado ‘turismo oscuro’ en que los escenarios de la desgracia se convierten en el principal aliciente para el visitante.
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La fotografía de un paisaje devorado por las llamas. Un pedazo de magma volcánico extraído a golpe de piqueta. Un selfie en el campo de exterminio de Mauthausen. Las múltiples variantes con que la tecnología nos exhibe, a día de hoy, el exceso de interés por el drama de miles de viajeros supone únicamente la constatación de un hecho que acompaña a la humanidad desde hace lustros. Fue en 1996 cuando los investigadores Malcolm Foley y John Lennon acuñaron el término «turismo oscuro» para describir el fenómeno que abarca la presentación y el consumo, por parte de los visitantes, de lugares donde ocurrieron desastres con muertes reales que son, de esta forma, mercantilizadas.
Este tipo de «turismo oscuro», obviamente, es muy amplio. Desde el que practican quienes no dejan de visitar un cementerio de cualquier lugar al que lleguen, hasta los asiduos a los campos de concentración, lugares de memoria de fallecidos en conflictos armados o prisiones, pasando por todos aquellos que sienten profundo interés por zonas geográficas donde ha ocurrido algún tipo de catástrofe natural. Un turismo motivado, al fin, por la necesidad de vivir experiencias únicas o impactantes.
Los numerosos desastres que la naturaleza ocasiona amplían la forma de asomarse al rostro más amargo de la vida
La cuestión es que, a día de hoy, el turismo de catástrofes puede que sea la vertiente más amplia del denominado «turismo oscuro». Los numerosos desastres que la naturaleza ha ocasionado en los últimos tiempos ha ampliado de forma exponencial el número de experiencias turísticas que se ofrece a todo aquel interesado en asomarse al rostro más amargo de la vida.
No obstante, podríamos considerar el epítome de este tipo de excursiones extremas al que tiene por objeto una zona geográfica donde la catástrofe fue causada por el ser humano. Nos referimos a Chernóbil.
En 1986, la central nuclear Vladímir Illich Lenin sufría una explosión que provocaría el accidente nuclear más grave de la historia. En la región de Chernóbil, donde se hallaba la central, los núcleos urbanos cercanos a la misma permanecen en la actualidad como verdaderas ciudades fantasmas que reciben diariamente la visita de cientos de turistas ansiosos por fotografiar la memoria del desastre. Al llegar a la denominada zona de exclusión de Chernóbil, el visitante es informado de que no hay peligro de radiación. No obstante, se le recomienda no acudir en pantalones cortos y únicamente se permite deambular por dicha zona durante 10 minutos.
Obviamente, además de lo que, de inicio, podría parecer simple morbo por parte de los visitantes, en este caso puede contener un alto grado de necesidad de ponerse en riesgo. En un mundo cada vez más globalizado, cuando el turismo se ha democratizado hasta límites extremos, encontrar esa «autenticidad» de la que muchos desean revestir sus períodos vacacionales, puede ser una de las razones del turismo de catástrofe.
Quienes defienden estas prácticas siempre destacan que las visitas turísticas a lugares que han sido golpeados por catástrofes naturales pueden ayudar económicamente a las comunidades locales. Mucho de esto se habló cuando, tras el tsunami que arrasó las costas indonesias en 2004, las playas de Tailandia, uno de los países más afectados, comenzaron a convertirse en unas de las más populares a nivel global. Las más de 5.000 muertes registradas en el país tras la catástrofe ya parecen estar olvidadas. Pero no hay turista que no se haga una foto junto a uno de los carteles que advierte de la necesidad de huir en busca del lugar más elevado en caso de sentir un temblor de tierra, por pequeño que este sea.
Queda en entredicho la ética de estos visitantes y la de empresas que se lucran con el turismo de catástrofe
Poco más de dos años han pasado desde que nuestro país sufriese una de las erupciones volcánicas más devastadoras. Ocurrió en la isla canaria de La Palma, y mientras sus pobladores huían y contemplaban horrorizados el avance del magma, cientos de turistas se acercaban lo máximo posible para hacer fotos y lanzar exclamaciones más cercanas a las que se escuchan en un parque de atracciones que a las de alguien que teme por su vida.
Ciertamente, los turistas aportan a la economía local de las zonas dañadas, pero queda siempre en entredicho la ética de estos visitantes. También la de las empresas que invierten grandes sumas de dinero y se lucran aumentando el número de amantes del turismo de catástrofe. Más si tenemos en cuenta la proliferación, en países como Japón, de parques temáticos donde el visitante puede experimentar la fuerza de un tsunami, un tifón, un terremoto e incluso un incendio de gran calibre. Es obvio que, en estos casos, poca ayuda, ni económica ni moral, reciben los habitantes de lugares que han sufrido realmente la demoledora fuerza de la naturaleza.
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