Opinión

Recorra con calma los museos, señor Urtasun

Sorprende mucho la solemnidad con la que el ministro de Cultura, Ernest Urtasun, plantea «superar un marco colonial». Llega tarde, ministro. Los museos le sacan años de ventaja en autocrítica, contexto y meditación. Si por descolonizar se entiende desarmar las colecciones porque hieren alguna sensibilidad, mal vamos.

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25
enero
2024
Ramón de Zubiaurre, ‘Los intelectuales de mi aldea’ (1912-1913). Museo de Bellas Artes de Bilbao.

Los intelectuales de mi aldea es un collage de 2007 de José Ramón Morquillas, un artista vizcaíno que se mueve entre la sátira y la crítica contundente. El título alude a una obra homónima de otro pintor vasco de principios de siglo XX, Ramón de Zubiarre, fechada en 1919. En ella, Zubiarre ironiza sobre el estilo costumbrista y el paisajismo tan de moda entre los pintores regionalistas del momento (esos cantores de los pueblos y las gentes típicas, a lo Sorolla y Zuloaga), y retrata a unos paisanos que aparentan ser gente sofisticada de ciudad, con chisteras y camisas, en una tertulia animada en la que comentan unos libracos. Parece una escena de Amanece que no es poco o el episodio de la Academia de Argamasilla del Quijote.

El collage de Morquillas, sin embargo, no tiene esa inocencia ni se agota en el chiste del campesino que se indigna porque han plagiado a Faulkner: en un paisaje campestre vasco, coloca un Guggenheim, monjas con trabucos y coches-bomba reventados. En los paneles laterales —es un tríptico—, un insecto y una pistola. Es una obra dura que apunta a la hipocresía social y a la violencia política. Lo es por sí misma, pero el contexto de su exposición la hace aún más dura: en la misma sala del Museo de Bellas Artes de Bilbao donde cuelga le acompañan pinturas de José Arrue, el pintor del costumbrismo vasco por antonomasia, quien se dedicó a retratar romerías, pueblos, caseríos, marineros, pastores y demás expresiones folclóricas de Euskadi. Las obras de Arrue apuntalaron el imaginario nacionalista complaciente de un pueblo milenario, tradicional e ingenuo. El tríptico de Morquillas rompe en pedazos ese idilio autocomplaciente.

Morquillas y Arrue no están en la misma sala por casualidad. La dirección del museo (del muy admirable Miguel Zugaza, que ya dejó huella en el Prado) busca con ello una reacción en el visitante. El Bellas Artes de Bilbao no se puede recorrer pensando en las musarañas, pues cada sala plantea un dilema y exige un pensamiento. Los cuadros no se disponen aséptica y acríticamente, sino que intentan contar cómo los artistas se han enfrentado a realidades parecidas en diferentes épocas y cómo su sensibilidad ha servido para ocultar o desvelar vergüenzas. A veces, el arte es propaganda. A veces, verdades cegadoras. A veces, estiliza el mundo. Otras, lo desnuda.

A veces, el arte es propaganda; a veces, verdades cegadoras; a veces, estiliza el mundo; otras, lo desnuda

Zugaza es un museógrafo de vanguardia, un referente mundial y de primera clase, pero no es una excepción en su oficio. No hay ni un solo museo importante que no proponga una reflexión sobre su colección, que no relacione y contextualice las obras que expone y que no se esfuerce por incorporar los discursos intelectuales y las preocupaciones morales y políticas de la sociedad en la que se enclava.

Por eso sorprende mucho la solemnidad con la que el ministro de Cultura, Ernest Urtasun, plantea «superar un marco colonial o anclado en inercias de género o etnocéntricas que han lastrado, en muchas ocasiones, la visión del patrimonio, de la historia y del legado artístico». Llega tarde, ministro. Los museos le sacan años de ventaja en autocrítica, contexto y meditación. El marco colonial y todas esas inercias están ya superadas porque los museos, sin hacer ruido ni responder a mandatos políticos, no solo se han acompasado a los debates actuales, sino que han contribuido a enriquecerlos con la forma en la que enseñan sus colecciones y atraen al público.

Escuchando a Urtasun parece que vivimos en tiempos de zoológicos humanos o de gabinetes de curiosidades de ultramar, y que urge limpiar los museos de negros disecados (como el de Banyoles) y de tesoros comprados a ladrones de tumbas.

La política de exposiciones temporales del Prado es la mejor refutación de estos delirios. Algunos de sus últimos hitos son reflexiones profundísimas y admirables sobre la función del arte y el significado del patrimonio. En El espejo perdido, en colaboración con el Museo Nacional de Arte de Cataluña, enseñó la historia del antisemitismo español y cómo el arte construyó la imagen satánica de los judíos desde los últimos siglos de la Edad Media hasta la expulsión de 1492. El catálogo de esa muestra es un ejemplo insuperable de cómo enseñar y comprender el lado más siniestro y oscuro de la historia española. En Reversos —quizá la exposición más divertida, chocante y antiacadémica que se haya visto en el Prado—, se proponía una reflexión sobre la dimensión física del arte, con sus soportes y sus materiales.

Si esto no es espíritu crítico, vanguardia, reflexión moral y cuestionamiento de las inercias tradicionales con las que se presenta el arte, no sé qué puede ser.

Entiendo que Ernest Urtasun, al residir desde hace poco en Madrid y haber pasado un tiempo en Europa, no ha tenido ocasión de frecuentar mucho el Prado ni el resto de museos del Estado en los últimos años, pero le aseguro que, si se da una vuelta por ellos, incluido el de América, que es una cosa sensacional y rarísima que casi nadie visita, se dará cuenta de que el trabajo que quiere hacer lleva años terminado. Los museos están a otra cosa. Van muy por delante de estas guerrillas culturales que se plantean en los centros cívicos de barrio de donde procede el activismo cultural del partido del ministro.

Pero para saberlo, claro, hay que visitarlos. No basta redactar decretos sobre ellos.

Cuestión distinta es que pretendamos corregir la historia. Si por descolonizar se entiende desarmar las colecciones o guardar obras en los depósitos porque hieren alguna sensibilidad, mal vamos.

Buena parte del patrimonio y de las colecciones expuestas procede de la guerra, el saqueo, la injusticia y la devastación. Una porción puede calificarse, sin exageraciones ni metáforas, de botín de guerra. Esto es una obviedad que apenas necesita explicación. El núcleo del Prado son las colecciones reales acumuladas por reyes absolutos e inclementes. En el Arqueológico o en el de América hay piezas que ilustran épocas de dominio, conquista, guerra y esclavitud. Algunos grandes museos del mundo, como el Británico, deben su existencia a imperios que ya no existen. En general, los grandes museos nacieron como una celebración del imperialismo y del poder político que los fundaba, pero hoy se encuentran en metrópolis abiertas y plurales, y son patrimonio de países democráticos con sociedades cultas y complejas en reflexión continua sobre su propio pasado y su presente. Esas colecciones forman parte medular de la identidad nacional, y desbaratándolas con restituciones inverosímiles (¿a quién se devuelve las piezas? ¿Al Imperio Inca? ¿A la Atenas de Pericles?) también se falsea la historia. Saber por qué un cuadro está en un sitio y no en otro es tan importante como apreciar el cuadro en sí. Desmontar una colección no restituye el mal de los antepasados, pero sí crea un vacío de amnesia e incomprensión.

Los grandes museos nacieron como una celebración del imperialismo y del poder político. Pero hoy son patrimonio de países democráticos con sociedades cultas

Ojo, no son debates fáciles ni están resueltos. Ni lo estarán. No pueden cerrarse porque no remiten a una verdad trascendente y objetiva, y cada época brega con ellos con sus armas y su sensibilidad. Nada cambia tanto como el pasado (es decir, la visión del pasado, que es lo mismo, porque del pasado solo tenemos los cuentos que nos contamos, no existe más que como narración, y las narraciones, como los comentarios al Talmud, son escritura y reescritura perpetua). Por eso la doctrina gubernamental aquí es muy peligrosa, pues lo que se expresa con leyes y decretos adquiere apariencia de verdad y cierra autoritariamente un debate que, por su naturaleza, es mutante y eterno.

Dicho lo cual, conviene leer a George Steiner cuando habla de la dimensión litúrgica y religiosa del arte expuesto en museos. Es decir, conviene no olvidar que un museo es un templo, y que visitarlo es un acto tanto intelectual como emocional. Los museos significan mucho incluso para quienes no los visitan nunca, porque cuentan la historia de cómo una comunidad ha llegado hasta el presente. Recogen lo más valioso del legado de los siglos y lo decantan: para bien o para mal, eso es lo que nos dejaron los antepasados. Ahí está, inerte y sacralizado. No nos puede dañar porque ya está muerto, y cualquier intervención descuidada o injustificada se interpretará como una forma de profanación.

Pero todo esto ya está superado. Los museólogos y los museógrafos hace tiempo que llevaron la discusión a sitios mucho más complejos e interesantes. Las exposiciones, los programas y las nuevas tendencias van por delante de las consignas de corto recorrido que parecen improvisadas en una asamblea de asociación de vecinos, por mucho que vengan de la Unesco (la Unesco parece a veces una asamblea de vecinos). Por eso es urgente que el ministro se deje guiar por los directores de los museos de su negociado, que le enseñen la audacia con la que juegan con sus fondos, las reflexiones insólitas que provocan y cómo enriquecen la conversación intelectual. Lo único que debería preocupar al señor Urtasun es que todos esos directores dispongan de medios y libertad de criterio para seguir haciéndonos pensar mientras preservan la parte sagrada de los templos donde ofician.

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