Opinión

Directamente Encarna

Desde que en los ochenta Encarna Sánchez diera forma a su mítica tertulia radiofónica ‘Mesa Camilla’, no hemos perdido el gusto por el despelleje ajeno, con la diferencia de que ahora cualquiera puede hacerlo sin necesidad de un micrófono delante.

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15
abril
2024

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En los ochenta la reina de las tardes se llamaba Encarna Sánchez. En la televisión podían poner dibujos, pero quien arrasaba de verdad con su programa, Directamente Encarna, era ella, en la Cope. Entre anises y tintineos de cucharillas de café se sacó de la chistera la primera tertulia de mujeres. Era la «Mesa Camilla» donde, con mucha risa y más mala baba, analizaban la crónica social y lo que surgiese.

La radio y la tele han cambiado mucho desde entonces, pero algo se ha mantenido inalterable. El ansia de crítica se conserva bien en formol. No hemos perdido el gusto por el despelleje ajeno, con la diferencia de que ahora cualquiera puede hacerlo sin necesidad de un micrófono delante.

«Entre anises y tintineos de cucharillas de café se sacó de la chistera la primera tertulia de mujeres»

Twitter, ahora X, se ha convertido en el vomitorio perfecto de improperios con el amparo, además, del anonimato. Humillar y vejar a otro en redes sociales sale gratis, sobre todo si el que lanza la piedra puede esconder la mano porque es un desconocido.

Pocas cosas gustan más que desollar a unos novios el día de su boda. Lo hemos visto hace unos días con el enlace del alcalde de Madrid y su novia aristócrata. Cierto es que facilitaron la tarea con una retransmisión en directo a costa del erario público, pero el evento en sí proporcionó una oportunidad única para que los hipócritas oficiales se quitaran un rato la careta y se mostraran como lo que realmente son: personajes con discurso.

No sorprende que la red se llenara de memes, lo que pasma es la facilidad con la que personas que tuvieron puestos de responsabilidad institucional se sumaran a la lapidación y humillación tuitera. La chapa machista a cuenta de los estilismos de los invitados –pero, sobre todo, las invitadas– a la boda de Almeida es digna de implosión de hemeroteca.

Porque se ve que se puede repartir carnés de feminista y, a la par, acribillar a las hermanas del novio o a una expresidenta autonómica a cuenta exclusivamente de su aspecto físico. Porque, y esto lo hemos descubierto con esta boda, se puede defender ir en chándal o con rastas al Congreso, pero no hortera a una Iglesia. Lo que ellos consideran hortera, chabacano y estrafalario en función de la clase a la que se pertenece, que esa es otra. Porque, en definitiva, lo que en este caso se convertía en objeto de risión era ser de derechas y rico pero, y ahí el regocijo, sin clase. Ay, la clase.

Ese mismo concepto de clase que, de forma rancia y apolillada, recelaba de los diputados de Podemos (tan elegidos en las urnas como los demás) porque no vestían de Emidio Tucci en el hemiciclo. El clasismo que ya apestaba cuando Celia Villalobos declaraba no tener problema en compartir escaños con chavales de rastas siempre y cuando no le pegaran piojos.

Fue precisamente la formación morada quien peleó con uñas y dientes hacer saltar por los aires lo «de toda la vida de Dios». Todavía está reciente el burdo ataque a Ione Belarra por atreverse (qué osadía, caballeros) a intervenir en un acto por la ley
del «solo sí es sí» sin sujetador. Sostener argumentos con la palabra no era suficiente para los guardianes de la moral y el estilo, que arremetieron contra la política por marcar pezón. Como si llevar sujetador fuera poco menos que una obligación moral. ¿Pero en qué siglo estamos? ¿Hemos recorrido las mujeres todo ese camino para llegar a la casilla de salida?

«¿Pero en qué siglo estamos? ¿Hemos recorrido las mujeres todo ese camino para llegar a la casilla de salida?»

A lo mejor la regeneración de la política solo consistía en eso, en un giro absurdo de 360 grados. ¿Qué le va a decir la que fuera delegada del gobierno contra la violencia de género a su compañera, Ángela Rodríguez Pam, para justificar sus comentarios bufonescos sobre las invitadas a la boda del alcalde? ¿Qué argumentos utilizará para convencerla de que sus emojis de risas a los atuendos de esas mujeres no es cosificación y violencia verbal?

¿Qué le parecerá a la exsecretaria de Estado de Igualdad que peleó incansablemente, a pesar de las mofas de la derecha tuitera, contra la gordofobia y la dictadura de los «cuerpos normativos», que Pablo Iglesias describiera en su tribuna mediática el enlace como un encuentro de «señoras con sombreros inviables y señores con la barriga al borde de hacer saltar por los aires los botones del chaleco del frac»?

Poco sirvió, a la vista está, la campaña que desde Igualdad se lanzó para reclamar lo obvio, el derecho a ser como se es. Es más, denunciaba Rodríguez Pam que el grueso de los insultos que le dirigían, venían no por el ejercicio de sus funciones, sino «por ser gorda, por ser fea» y confesaba haberse preguntado en alguna ocasión si su cuerpo era tan problemático «como para no merecer estar en el espacio público como están otros cuerpos».

Cuenta Esther Pineda en Bellas para morir que la gordura se utiliza como estigma y se asocia a la fealdad. Peor aún, que, si se es gordo, automáticamente se te cataloga como un ser inferior y supone carta blanca para la ridiculización, para ser avergonzado y violentado de forma verbal.

«Una parte de la izquierda ha entrado como elefante en cacharrería a disputar el título de dictador de la belleza»

Pero todo eso, tan interiorizado a priori en aquellos que ostentaban cargo público y abanderaban causas sociales, se dinamita cuando el objeto de burla es de una clase privilegiada. Si tiene dinero, no merece respeto. Es ahí cuando «el sentido del decoro de los fachas», al que se refería Iglesias se convierte en «el sentido del decoro del pueblo». Ahí ya cabe llamar gordo, fea, hortera, Doña Croqueta a los de apellido compuesto. Ahí se puede, como ha hecho Victoria Rosell, rescatar el argumento de la falta de clase sin que apeste a naftalina.

Decían con orgullo los morados en el Congreso que la Cámara Baja había dejado de ser «el coto privado de unos cuantos». El machismo y el matonismo tuitero, también. Una parte de la izquierda ha entrado como elefante en cacharrería a disputar el título de dictador de la belleza.

Si Encarna estuviera viva, tendría que hacerse con la mesa de Putin en el Kremlin para su mesa camilla. Hay partido.

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