Ciudades

«Los procesos de urbanización son una esfera de luchas sociales»

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16
enero
2024

A primera vista puede parecer sorprendente, pero no lo es: para hablar de urbanismo, Álvaro Sevilla-Buitrago arranca abordando los cambios de propiedad de la tierra en el rural inglés del siglo XVIII. La desaparición de los regímenes comunales consolidó a las élites, que asumieron ese cercamiento de tierras y generó mano de obra para la Revolución Industrial, ya que los habitantes del campo perdieron una fuente de sustento y se vieron abocados a ser asalariados. «No es solo acaparar la tierra por parte de una élite, es además romper los vínculos que buena parte de la población tiene con ella», explica al otro lado del teléfono. Es el primer capítulo de ‘Contra lo común’ (Alianza, 2023), el ensayo en el que este profesor de la Politécnica de Madrid aborda la progresiva desaparición de los comunes, esos espacios que eran usados por toda la población. La modernidad –y las eficiencias capitalistas– los hizo desaparecer, pero, como ocurrió en el caso inglés y como cuenta Sevilla-Buitrago, esto supuso un cambio social mucho más profundo. Y también perfiló las ciudades.


¿Se pueden recuperar los espacios comunes o forman parte ya de un tiempo y unas necesidades de otra época que ahora resulta más difícil de ver? Por ejemplo, los montes comunes hoy no se usan para lo mismo que hace 100 años, pero los habitantes de esas zonas tampoco tienen las mismas necesidades.

El común es ese recurso que la comunidad necesita para preservar ciertos grados de autonomía. Y lo que las comunidades necesitan para ser autónomas varía a lo largo de la historia. En el pasado más remoto, los aspectos más cruciales y vitales de los comunes tenían que ver con el sustento material. Esto sigue siendo la realidad en muchas partes del planeta. Pero, ciertamente, en contextos más urbanos o más «avanzados» las formas del común han adoptado nuevas configuraciones y se ponen al servicio de otras necesidades; de socialización, de construcción de una identidad propia, culturales o simbólicas.

En general, lo importante es ver que, cuando esta figura aparece, normalmente juega un cierto papel político en la autonomía o en la autodefinición de esas comunidades; como un ente político con una cierta capacidad de autogobierno y de resistencia respecto de dinámicas más gobernadas por los mercados. Los comunes no son solo una cosa del pasado. Los estamos viendo reaparecer. Hay una forma de común que se destruye, pero inmediatamente vemos como esas formas de autoorganización reaparecen en otros contextos cada vez que las comunidades, especialmente las más vulnerables, tienen necesidad de recurrir a ellas para sobrevivir y para preservar una cierta centralidad en la capacidad de decidir sobre su vida cotidiana.

¿Y podrían las necesidades del siglo XXI la epidemia de soledad, la necesidad de reverdecer las ciudades, los desiertos alimentarios… hacer que los comunes tuviesen un revival en los entornos urbanos?

No sé si todas, pero desde luego buena parte de las que comentas son fruto en cierto grado de la desaparición de este tipo de espacios. Estás hablando de la sensación de soledad o hambre en el mundo urbano contemporáneo…

… la muerte de los parques públicos…

No solo los parques públicos. La ciudad y la urbanización bajo el capitalismo son procesos muy contradictorios y un poco paradójicos. La urbanización es un proceso de aglomerar personas, bienes y materiales. Es paradójico que al mismo tiempo ese proceso esté nutriendo esta forma de distanciamiento de otros individuos, de erosión de la comunidad. Creo que esto tiene que ver, en parte, con esta historia de «descolectivización» de las ciudades. La destrucción de los comunes es parte de esta construcción de una urbanización «descolectivizada». Esto se refleja en los espacios –el espacio público, el barrio como espacio de sociabilización–, pero también a otros niveles, como nuestros comportamientos o nuestras formas de socializar, nuestras formas de imaginar la ciudad como espacio de vida cotidiana.

«La urbanización es un proceso de aglomerar personas, bienes y materiales. Es paradójico que al mismo tiempo ese proceso esté nutriendo el. distanciamiento entre individuos»

En ese sentido, también diría que hay que tener cuidado. Cuando se habla de comunes urbanos el tema del espacio público siempre surge. Pero hay que recordar que lo que está en juego en esta pelea no es solo un espacio de titularidad de la administración pública, sino lo que yo llamo en el libro los propios regímenes de publicidad. Es decir, los imaginarios que acotan y deciden dónde empieza y termina lo público o el espacio que se usa colectivamente, quién tiene derecho a formar parte del público que hace uso de estos espacios, qué prácticas son legítimas y cuáles no, etcétera. Porque a veces la producción de espacios públicos viene asociada a una agenda de diseño de los comportamientos que tenemos en ellos. En este sentido, la historia del urbanismo es bastante interesante. En el libro hablo de Central Park [donde se establecieron normas y multas por malas prácticas una vez el parque se creó de forma oficial, desplazando a sus usuarios y habitantes previos], pero también de parques de barrio, vinculados a una agenda que buscaba influir en las conductas de los usuarios para eliminar aquellas prácticas que dan los ingredientes básicos de la socialización subalterna de las clases populares en la ciudad industrial. En buena medida estos imaginarios están diseñados a partir de las políticas de reforma urbana del siglo XIX.

¿Podríamos establecer entonces un vínculo directo entre las normas de uso de Central Park y los bancos antipersonas sin hogar?

Por supuesto. Desde los años 90, existe una generación de políticas de tolerancia cero. Esto lo inaugura Nueva York y luego lo vemos extenderse como la pólvora. Lo de tolerancia cero es una etiqueta nueva, pero tiene que ver mucho con acotar quiénes pueden ser protagonistas de la vida pública y quiénes son elementos «indeseables», a quién se desplaza a otros espacios para que no estén presentes. Estas políticas se concentran en la zona central de la ciudad, espacios estratégicos para el turismo y para la imagen que se quiere vender. Todo esto tiene que ver directamente con esa tradición de producción del espacio público. Por eso, es fundamental luchar contra su privatización y mercantilización, pero también no olvidarnos de cómo se le da forma, tanto material como simbólicamente, a través de las políticas urbanas.

Una de las palabras que está muy presente en tu libro es gentrificación. Aparece en cada capítulo. ¿Esto nos debería dejar claro que no es algo nuevo, algo inventado en 2005, y que está muy conectado con todos estos procesos de destrucción de los espacios comunes y de movimiento de esa población que se quiere desplazar?

Sí, de hecho, la palabra gentrificación viene de gentry, que es una clase de burguesía agraria que emerge precisamente en Inglaterra hacia el siglo XVII-XVIII y que contribuye a gentrificar los espacios rurales. Los procesos de urbanización bajo el capitalismo son una esfera de luchas sociales. Distintas clases sociales intentan consolidar o imponer su visión del espacio, la visión de la configuración de su organización que le resulta más oportuna desde el punto de vista económico, social, identitario o cultural. Estas luchas son desiguales y normalmente las clases altas llevan las de ganar. Entre otras cosas porque cuentan con el apoyo de los estados y de las políticas espaciales.

Gentrificación viene de ‘gentry’, que es una clase de burguesía agraria que emerge en Inglaterra hacia el siglo XVII

Aun así, comentas en tu libro –por ejemplo, cuando hablas de la emergencia de las zonas de juego en Estados Unidos hace un siglo– que muchos de estos cambios urbanos que gentrificaron barrios también formaban parte en principio de las reclamaciones de los grupos obreros.

Sí, efectivamente. Esto es, por un lado, por la inteligencia de ciertos grupos dentro de las clases dominantes, que se dan cuenta de que es necesario un movimiento de reforma, de equilibrar y compensar a las clases que peor lo están pasando en los procesos de reestructuración económica. Por otro lado también, vamos a decirlo, por la nobleza de parte de los protagonistas de esos movimientos [del urbanismo], que realmente dedicaron su vida a intentar mejorar las condiciones materiales de las clases trabajadoras. Hay episodios muy oscuros en la historia del urbanismo, pero también luminosos.

El problema, incluso en los momentos más progresistas de la disciplina, es que esas iniciativas –aunque intentan responder a las demandas de las clases más humildes– formulan la respuesta en unos términos incapaces de escapar a su mentalidad de clase. Desarrollan las respuestas incorporando no solo estos servicios, sino también al mismo tiempo un programa que busca corregir o transformar esas comunidades. El problema en este tipo de dinámicas es que incluso los más bien intencionados de los humanistas históricos a veces son incapaces de ver las ventajas que residen en esa capacidad de autoorganización del espacio. Se eliminan buena parte de esos recursos que estas comunidades habían desarrollado de forma más o menos espontánea en su intento de sobrevivir. Es una especie de despotismo ilustrado –«todo para el pueblo, pero sin en el pueblo»– estar elaborando esas medidas sin contar con la participación activa de esas comunidades y sin atender a sus destrezas, sus capacidades o su potencialidad.

Aun así, me pregunto, quizás tampoco deberíamos idealizar la vida en los antiguos barrios obreros de las ciudades. ¿Cómo evitamos aplicar ese filtro color de rosa de la nostalgia y quedarnos solo con esas cosas buenas? También había hacinamiento y miseria.

Sí, por supuesto, y esto en el libro lo recalco en varias ocasiones. No hay que romantizar estos espacios. De hecho, estas formas de organización comunal muchas veces derivan de la necesidad de sobrevivir, sustentarse y cooperar en contextos muy hostiles y, materialmente, repletos de conflictos y problemas. Sin embargo, es también curioso cómo encontramos a veces testimonios de esa propia población en los que, cuando tienen ocasión de cambiar el lugar en el que viven, deciden quedarse o manifiestan que prefieren vivir allí a pesar de la miseria material. Eso tiene que ver con esta dimensión de la comunidad.

La pregunta no es tanto de carácter intelectual –cómo no romantizamos estos espacios del pasado–; es la de preguntarnos qué hubiera sucedido si hubiéramos tenido políticas urbanas orientadas a acabar con la miseria material sin destruir las formas claramente positivas de autoorganización que estaban desplegando estos grupos. Creo igualmente que ese es el horizonte al que hay que caminar. Si nos planteamos que este tipo de perspectivas pueden ser útiles para el futuro, para pensar en el futuro de nuestras ciudades, es cómo hacemos para incorporar esas destrezas y competencias y para ayudar a facilitar la reconstrucción de estas capacidades, que en muchos casos han sido sistemáticamente neutralizadas. Ahora es un poco difícil recuperarlas, porque nos hemos acostumbrado a vivir en sociedades urbanas muy distintas a las que describe el libro.

En Contra lo común hablas de Milán y de cómo muchas de estas cosas se convirtieron en algo muy visible en los 70, con espacios autogestionados por la población, pero luego desaparecieron. ¿Es inevitable en el mundo actual  que estas formas acaben siendo arrasadas o todavía se puede ver de una manera diferente?

No, de hecho, yo creo que, ya que mencionas ese capítulo, lo que muestra [Milán] es que estas esferas, los comunes, están en una situación muy distinta en las políticas urbanas respecto a lo que podíamos observar hace un siglo. En las últimas décadas, las políticas urbanas han empezado a adoptar otra posición. Buscan integrar esos comunes, porque la administración pública, los inversores y los promotores han descubierto que en esas esferas reside una capacidad de revalorización del espacio muy importante. El caso de Milán ofrece ejemplos interesantes en los que directamente la administración está cediendo suelos a las comunidades para que animen durante dos o tres años espacios que estaban un poco estigmatizados, abandonados o que tenían una posición mala en el imaginario local, para que sean los vecinos los que les cambien un poco el rostro. Esto estaría muy bien si esta cesión fuera permanente. El problema es que tras esos años se activa la máquina de promoción inmobiliaria más convencional para transformarlos en residencias para clases medias-altas, espacios de oficinas, etc.

«Hay una situación de hartazgo de ciertas formas de vida cada vez más individualistas, más desvinculadas del entorno»

Por lo menos partimos de una situación algo más ventajosa en la que hay un cierto margen de maniobra para estas iniciativas comunales, en la medida en que la administración y ciertos actores del mercado están tanteando la posibilidad de cooperar. Esto es una vía muy contradictoria, compleja y repleta de conflictos para el futuro, pero lo que significa es que los comunes siguen ahí mostrando su energía para transformar el espacio.

¿Y crees que esa recuperación es también una muestra de que ha cambiado la visión que la ciudadanía tiene de lo común? Estoy pensando en cómo se está intentando que la Unesco declare patrimonio las «charlas al fresco» en la calle las noches de verano. ¿El siglo XX nos ha llevado a verlos con nostalgia o a apreciarlos?

No se trata de nostalgia o de mirar al pasado con un filtro. Mirar el pasado es importante para rescatar las cosas buenas que se perdieron, por supuesto identificando igualmente las malas. Creo que hay una situación de hartazgo de ciertas formas de vida cada vez más individualistas, más desvinculadas del entorno, que se han promovido no solo en la esfera del urbanismo, sino a nivel social y cultural de forma más amplia. También hay una insatisfacción muy grande con la incapacidad de la Administración pública de responder a las demandas de producir espacios más vitales y ricos, que propicien la capacidad de generación de vínculos y apegos a los lugares.

Los comunes están de moda. Desde hace mucho tiempo se habla cada vez más de esto. Desgraciadamente, lo que sucede es que buena parte de este fenómeno tiende a gravitar hacia estratos de población que no necesariamente son los que más necesitan este tipo de despliegues comunales para sobrevivir. Lo que nos muestra la investigación en estudios urbanos es que normalmente son de sectores de las clases medias y no necesariamente de las más vulnerables. Lo deseable sería caminar hacia espacios en los que la administración permita la proliferación de este tipo de dinámicas entre aquellas comunidades que más pueden beneficiarse directamente de su despliegue.

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