¿Pensar mal o no pensar siquiera?
En ‘Pensar con claridad’ (Planeta, 2023), Shane Parrish, exespía y gurú de Wall Street, reflexiona sobre la importancia de aprovechar los momentos ordinarios para pensar más claramente en la toma de decisiones.
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La racionalidad se desperdicia si no sabes cuándo utilizarla. Cuando pides consejo para mejorar tu forma de pensar, normalmente te señalan numerosas herramientas diseñadas para ayudar a pensar de manera más racional. Las librerías están llenas de libros que asumen que el problema es nuestra capacidad para razonar. Enumeran los pasos que deberíamos dar y las herramientas que deberíamos emplear para juzgar mejor. Y puede ser de ayuda, pero para eso tienes que saber que deberías estás pensando.
Lo que yo he aprendido observando a personas reales en acción es que, como ese director ejecutivo enfadado, normalmente no son conscientes de que las circunstancias están pensando por ellas. Es como si esperáramos que nuestra vocecilla interior nos gritara: «¡para! ¡este es un momento en el que necesitas pensar!».
Y como no sabemos que deberíamos estar pensando, cedemos el control a nuestros impulsos.
En el espacio entre el estímulo y la reacción, pueden pasar dos cosas. Puedes hacer una pausa consciente y aplicar la razón a la situación. O puedes ceder el control y responder con un comportamiento predeterminado.
El problema es que nuestro comportamiento predeterminado suele empeorar las cosas. Cuando algo nos ofende, arremetemos con palabras de enojo. Cuando alguien nos interrumpe, asumimos que lo hace por fastidiar. Cuando las cosas van más despacio de lo que nos gustaría, nos frustramos y nos impacientamos. Cuando alguien es pasivo-agresivo, picamos el anzuelo y dejamos que la situación se agrave.
En momentos de reacción, no nos damos cuenta de que nuestra biología tiene secuestrado a nuestro cerebro
En estos momentos de reacción, no nos damos cuenta de que nuestra biología tiene secuestrado a nuestro cerebro y el resultado va en contra de nuestros intereses. No nos damos cuenta de que acaparar información para aventajar a los demás es perjudicial para el equipo. No nos damos cuenta de que nos estamos aviniendo a las ideas del grupo cuando deberíamos estar pensando por nosotros mismos. No nos damos cuenta de que nuestras emociones nos están haciendo reaccionar de modos que acaban generando problemas.
De manera que nuestro primer paso si queremos mejorar nuestros resultados es entrenarnos en identificar los momentos en los que conviene aplicar el juicio antes de nada y hacer una pausa para crear espacio para pensar con claridad. Este entrenamiento lleva mucho tiempo y esfuerzo, porque implica contrarrestar las reacciones biológicas predeterminadas que hemos desarrollado en el transcurso de muchos siglos. Sin embargo, dominar los momentos ordinarios que hacen el futuro más fácil o más difícil no solo es posible, sino que es el ingrediente básico para el éxito y para conseguir tus objetivos a largo plazo.
El elevado coste de perder el control
Reaccionar sin razonar empeora cualquier situación. Pensemos en una escena habitual que he presenciado infinidad de veces. En una reunión, un colega del trabajo menosprecia un proyecto que tú estás liderando. Por instinto, contraatacas con un comentario que los socava tanto a él como a su trabajo. No has elegido de manera consciente responder, simplemente lo has hecho. Sin ni siquiera ser consciente de ello, el daño ya está hecho. Y no solo afecta a vuestra relación, sino que la reunión descarrila.
Y luego hay que invertir mucha energía en volver al punto previo. Hay que reparar la relación. Hay que reprogramar la reunión que ha descarrilado. Y tal vez tengas que hablar con los demás asistentes para despejar el ambiente. E incluso después de todo eso, podrías seguir estando peor de lo que estabas antes. Cada testigo y cada persona a quien le hayan explicado lo ocurrido ha recibido una señal inconsciente que ha erosionado su confianza en ti. Reconstruir esa confianza lleva meses de conducta coherente.
Todo el tiempo y la energía que inviertes arreglando tus errores espontáneos son a expensas de avanzar hacia los resultados que persigues. La ventaja de invertir más energía en alcanzar tus objetivos que en arreglar tus problemas es enorme. La persona que aprende a pensar con claridad acaba destinando más parte de su esfuerzo global a conseguir sus metas que la que no.
Pero es poco probable que pienses con claridad si no eres capaz de dominar tus condicionantes predeterminados.
Instintos biológicos
No hay nada más potente que los instintos biológicos. Nos controlan, a menudo sin que lo sepamos siquiera. Y no dominarlos solo te hace más susceptible a su influencia.
Si te cuesta entender por qué a veces reaccionas a situaciones de la peor manera posible, el problema no está en tu mente. Tu mente está haciendo exactamente aquello para lo que la biología la ha programado: actuar de manera rápida y eficaz en respuesta a amenazas, sin malgastar un tiempo precioso en pensar.
Si alguien irrumpe en tu casa, el instinto te lleva a interponerte entre esa persona y tus hijos. Si alguien se te acerca con expresión amenazante, te tensas. Si tienes el presentimiento de que tu trabajo está en riesgo, tal vez empieces a ocultar información inconscientemente, porque tu cerebro animal cree que no podrán despedirte si eres el único que sabe desempeñar esa labor. La biología, y no tu mente racional, es la que te dicta qué hacer.
Como todos los animales, por naturaleza tendemos a defender nuestro territorio
Cuando las reacciones irreflexivas empeoran la situación, nuestra vocecilla interior nos machaca: «¿En qué estabas pensando, idiota?». Pero lo que ocurre es que no estabas pensando. Estabas reaccionando como el animal que eres. Tu mente no estaba al mando. Era tu biología.
Tenemos inculcadas tendencias biológicas. Dichas tendencias eran útiles para nuestros antepasados prehistóricos, pero para nosotros, hoy, suelen ser un engorro. Filósofos y científicos, desde Aristóteles y los estoicos hasta Daniel Kahneman y Jonathan Haidt, han descrito y analizado estas conductas intemporales.
Por ejemplo, como todos los animales, por naturaleza tendemos a defender nuestro territorio. Tal vez no defendamos un trozo de tierra en la sabana africana, pero el territorio no es solo físico, también es psicológico. Nuestra identidad forma asimismo parte de nuestro territorio. Cuando alguien critica nuestro trabajo, nuestro estatus o la idea que tenemos de nosotros mismos, de manera instintiva nos cerramos o nos defendemos. Cuando alguien cuestiona nuestras creencias, dejamos de escucharle y nos lanzamos al ataque. Y ahí no hay pensamiento: actuamos por puro instinto animal.
Este texto es un fragmento de ‘Pensar con claridad’ (Planeta, 2023), de Shane Parrish.
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