Sociedad

La vergüenza es revolucionaria

La vergüenza no solo es tristeza. Como demuestra el filósofo Frédéric Gros en su último libro, también puede ser portadora de ira, convertirse en un motor tanto vital como político.

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23
noviembre
2023

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Cuando le hablé a un amigo acerca de mi proyecto de escribir un opúsculo sobre la vergüenza, su respuesta fue: «Qué idea tan extraña. Sobre la culpa, vale; Dostoievski, Kafka… Pero sobre la vergüenza…».

Hoy en día me sorprende esa reacción, puesto que ahora considero que la vergüenza envuelve una experiencia profunda, más extensa, más compleja incluso que la culpa, y que implica múltiples dimensiones: moral, social, psicológica, política (y también porque me parece que Kafka y Dostoievski son sobre todo escritores de la vergüenza).

En mi vida personal creo que me ha embargado más a menudo la vergüenza que la culpa, creo haber tomado más decisiones doblegándome ante las imposiciones de la primera que ante los mandatos de la segunda.

Pienso en el fragmento de Rousseau sobre el robo de una cinta en Las confesiones. Se trata de una revelación difícil para su autor, que confía en contar esa historia por primera y última vez en su vida, como si decidiera exponer una herida y volver a cerrarla al instante (por lo menos a ojos de los demás). También le resulta una confesión difícil porque revela que dejó que acusaran a una joven cocinera de un robo, y a buen seguro tuvo que pagar un precio muy alto por esa acción (¿nos hacemos a la idea de cómo podía terminar una criada despedida por robo?).

La vergüenza envuelve una experiencia profunda, más extensa, más compleja incluso que la culpa

Vuelvo a la historia. A Rousseau le encuentran una cinta de color rosa y plata ya vieja que habían estado buscando durante mucho tiempo. Rousseau farfulla, balbucea (en efecto, él es el ladrón) y acusa a la joven Marion de habérsela dado. Todo el mundo se sorprende, puesto que la joven siempre había sido buena y leal. Se organiza un careo. El jovencísimo Jean-Jacques mantiene su acusación. Marion llora quedamente y, por supuesto, protesta. Rousseau se mantiene firme, reitera los cargos con una «diabólica audacia», se atrinchera en la mentira como si su vida dependiera de ello.

Antes la culpa eterna, antes la muerte, que un breve y cruel instante de derrota. El miedo a la vergüenza arrasa con todo. La fuerza del texto reside en el hecho de que no está presentando una escena en la que ha sufrido vergüenza, sino que describe el terror que siente un corazón que más que nada en el mundo quiere ahorrarse un momento de desnudez moral, y la asombrosa resistencia que conlleva.

[…]

En realidad, la reacción de mi amigo me infundió valor. Me dije a mí mismo que, si bien se pueden llenar bibliotecas con volúmenes dedicados al sentimiento de culpa, sobre la vergüenza se había escrito menos. Sin embargo, cada disciplina tenía su autor de referencia sobre el tema, y en todos los casos eran obras capitales: Serge Tisseron en psicología, Vincent de Gaulejac en sociología, Didier Eribon en sociofilosofía, Claude Jamin en psicoanálisis, Jean-Pierre Martin en crítica literaria, Ruwen Ogien en filosofía…

Llegaba tarde.

No obstante, me mantuve firme. Además, podía apoyarme en sensaciones propias, sin tener que revelarlas necesariamente, podía recurrir a las emociones experimentadas durante algunas lecturas (James Baldwin, Annie Ernaux, Primo Levi, Simone Weil), podía citar a esas mujeres que sufrieron la humillación de los hombres: Lucrecia, Fedra, Bola de Sebo, Anna Karénina, las obreras de Daewoo en el relato de François Bon y muchas más.

La vergüenza es el mayor afecto de nuestros tiempos, el significante de las nuevas luchas. Ya no gritamos ante la injusticia, lo antirreglamentario o la desigualdad. Gritamos ante la vergüenza.

Enero de 2021, París, rue Saint-Guillaume. Olivier Duhamel, presidente de la Fundación Nacional de Ciencias Políticas, es acusado por Camille Kouchner, su hijastra, de haber abusado sexualmente de manera reiterada de su hermano mellizo a finales de los años ochenta, algo de lo que el director del Instituto de Estudios Políticos de París de la época ya estaba al corriente desde 2019. Ante el escándalo que golpea a su institución, los estudiantes se manifiestan y publican una carta abierta titulada «La vergüenza» para exigir la dimisión del director; Olivier Duhamel ya había dimitido por voluntad propia al enterarse de que se iba a publicar próximamente el libro.

Domingo 6 de septiembre de 2020, Bielorrusia. En las calles de Minsk, miles de manifestantes desfilan coreando «¡Vergüenza!» contra Alexandr Lukashenko, su presidente.

28 de febrero de 2020, París, sala Pleyel, cuadragésima quinta ceremonia de los César. Cuando nombran mejor director a Roman Polanski, Adèle Haenel abandona la sala con gran estrépito gritando: «Vergüenza, vergüenza, es una vergüenza».

En el mes de enero de 2020, Jean Ziegler, antiguo relator especial de la ONU sobre el derecho a la alimentación, proclama tras una visita al campo de refugiados de Moria, situado en la isla de Lesbos, que es «la vergüenza de Europa».

Ya no gritamos ante la injusticia, lo antirreglamentario o la desigualdad; gritamos ante la vergüenza

Más allá incluso de estos hechos, ha florecido un nuevo lenguaje para ilustrar nuevas militancias, nuevas indignaciones: «flight shame», «digital shame», expresiones que sirven para alertar acerca del coste que le supone al planeta la aviación civil y la digitalización.

Véanse, además, tres enunciados fundamentales, tres mandatos contemporáneos.

«¡No os avergoncéis más de vosotros mismos!». Es un estallido de rabia y de vida contra la vergüenza tristeza, esa que envenena la existencia, obstaculiza la confianza en el otro y la alegría de vivir; que constriñe a su víctima a un mutismo doloroso y a despreciarse a sí misma; que se nutre del odio hacia la diferencia, de la arrogancia de los advenedizos, de la idiotez machista, y que dificulta la resiliencia. Vergüenza ante las discriminaciones y las estigmatizaciones.

Es un llamamiento para denunciar abiertamente, para la reapropiación afirmativa de sí mismo con el fin de liberarse. Aquí los comerciantes de autoestima, los coaches de crecimiento personal, se multiplican para vender técnicas de superación de la vergüenza y de autoaceptación. Una única consigna: no dejéis que nada ni nadie os impida ser vosotros mismos. Quereos, estad orgullosos de quienes sois (pero, seguramente, más allá de las promesas permanece una herida fruto de intimidades quebradas).

«¡La gente ya no tiene vergüenza!». Es un grito de indignación usado por los moralistas, los pedagogos, los psicólogos formadores. Dicha constatación se repite mil veces. Reinan por todas partes la exhibición y el descaro. Es de lamentar que ni en la escuela, ni en el trabajo ni en la calle existan los límites o los escrúpulos, y que se ignoren las barreras de la intimidad. Las redes sociales se nutren de una exhibición de sí mismo sin ningún pudor. Las faltas de cortesía y las groserías se multiplican.

Se hace un llamamiento a la recuperación del sentido de la reserva, de la contención, de lo íntimo. Se sueña con volver, muy por debajo de las morales de la culpa, a las éticas antiguas que veían en la vergüenza (aidōs, pudor) una palanca para la obediencia política, una consigna social, un principio de estructuración interior.

«¡La vergüenza tiene que cambiar de bando!» o incluso «¡Debería daros vergüenza!». Es un grito de rabia. Va dirigido a los maltratadores, a los violadores, los que cometen abuso sexual intrafamiliar, pero también a los políticos cínicos, a los jefes corruptos, a los millonarios insolentes. Se oye en las manifestaciones, en los movimientos de protesta pública. Toma parte toda una dialéctica de la rabia y la tristeza, una propagación de la indignación, una configuración de la ira colectiva. Y la vergüenza se convierte en una chispa, en dinamita, en un explosivo.


Este texto es un fragmento de ‘La vergüenza es revolucionaria’ (Taurus, 2023), de Frédéric Gros.

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