Sociedad

«Históricamente, los hombres han querido colocar una carga de culpabilidad en el cuerpo femenino»

Fotografía

Miguel Lorenzo
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23
noviembre
2023

Fotografía

Miguel Lorenzo

Hace cinco años, mientras paseaba por el cementerio de su localidad, Puri Mascarell (Xàtiva, 1985) se encontró con el panteón de un hombre y una mujer fallecidos en 1855 con solo un día de diferencia. Eran Ramón Simarro, un prometedor pintor que murió prematuramente por tuberculosis, y Cecilia Lacabra, su esposa, que se suicidó a continuación tirándose por una ventana con su hijo de tres años, Luis, en brazos. Luis sobrevivió y acabó convirtiéndose en uno de los fundadores de la psicología experimental en España. Amigo de la generación del 98 e implicado en movimientos revolucionarios de su época, vivió unos años en París, donde asistió a los infames tratamientos que se ponían en práctica para «curar»una supuesta enfermedad, el histerismo, «que era sobre todo una forma de dominación masculina». Ahí arranca una de las dos tramas que Mascarell, autora del libro de relatos ‘Cartilla de redención’ (Altamarea, 2021) y profesora de Teoría de la Literatura en la Universidad de València, trenza en su primera novela, ‘Mireia’ (Editorial Dos Bigotes, 2023).


La narradora de esta historia recuerda en un determinado momento que «histeria», en griego, es la misma palabra que «útero». Eso ya lo dice casi todo, ¿no?

Sí, es un hecho bastante revelador y sintetiza lo que, en parte, he tratado de hacer en esta obra: una genealogía de la histeria desde los clásicos hasta el siglo XIX. Históricamente, los hombres han querido colocar una carga de culpabilidad y de mal en el cuerpo femenino, y el útero era, por razones obvias, el órgano ideal para realizar esa operación. Los primeros fueron los clásicos, que decían que se desplazaba internamente, causando estragos y enfermedades rarísimas. Ahí arranca un discurso cultural interesado que quería hacer pasar por un mal lo que no era más que un mal cultural achacable, además, a los hombres, porque la histeria se debía a una represión sexual en el cuerpo femenino que provenía de una forma de entender a la mujer como un ser sin deseo sexual. Esto se exacerbó muchísimo en el siglo XIX con la figura del ángel del hogar, que exaltaba a la mujer consagrada al cuidado de los otros.

Hoy la histeria ya no se considera una enfermedad, pero en el habla común los trastornos nerviosos siguen siendo mayoritariamente femeninos. Cuando escuchamos que alguien está de los nervios, ese alguien suele ser una mujer. 

Es cierto. Por una parte, expresiones como esa recogen el triste legado de la histeria y de otras estigmatizaciones y se emplean para desacreditar. Pienso, por ejemplo, en la multitud de mujeres políticas, de izquierda y de derecha, que han tenido que aguantar comentarios en esa línea. Pero, por otra parte, también pueden remitir a una realidad perversa: el consumo de ansiolíticos y otros medicamentos para dolencias mentales es superior en mujeres, lo que muestra la propensión de la medicina a catalogar a las mujeres de enfermas mentales de forma más veloz que a los hombres. En el caso de ellos, se tiende a pensar que su situación puede explicarse por algo exógeno; en la mujer, no: parece que el mal lo portamos dentro constantemente.

Ese sesgo, por lo demás, se repite en otros ámbitos de la salud. Por citar solo dos ejemplos, no hay buenos diagnósticos de enfermedades tan comunes en mujeres como la cistitis y, como se pudo ver durante la pandemia, los estudios clínicos sobrerrepresentan a los hombres. ¿A qué atribuyes que el avance de la igualdad en el ámbito sanitario esté siendo lento?

Es obvio que la razón fundamental es que el discurso médico, como muchos otros discursos, ha estado en manos masculinas hasta hace muy poco. En el caso de la historiografía literaria, el campo en el que trabajo a diario, esto es muy evidente. ¿Por qué Elena Fortún o Ernestina de Champourcin comenzaron a ser recuperadas hace no tanto? Porque los catedráticos que hasta ahora han escrito historias de la literatura tenían escaso interés en ellas. Y hay cientos de ejemplos. No conozco en detalle el ámbito médico, pero sé que la sintomatología del infarto que se estudia en las universidades es la masculina, que no es la misma que la femenina. A veces pensamos que hemos avanzado mucho, pero aún estamos descubriendo cómo se ha construido todo un discurso cultural donde las mujeres no tenían cabida y abriendo en él las primeras grietas.

«La dominación no se ejerce mediante el algoritmo, es algo mucho más visceral»

Denunciar el carácter pretendidamente objetivo de saberes científicos y hacerlo, además, poniendo negro sobre blanco las relaciones de poder que hay detrás ya lo hizo Foucault en los años 60 y otros antes que él. ¿Qué sentido tenía hacer algo parecido ahora?

Haber elegido la histeria como tema para un libro seguramente responda a una obsesión muy personal. Realmente me asusta darme cuenta de cómo se hace pasar por neutro lo que es profundamente ideológico. La medicina, en tanto ciencia, tiene un marchamo de verdad con mayúsculas; pero yo donde me encuentro cómoda es en las antípodas de esa pretensión, en la literatura, que parte de un pacto tácito con el lector por el que el autor ofrece algo que no es verdad, solo verosímil. Acepto que en otros ámbitos, como el historiográfico, el periodístico o el científico, que es el que tendemos a situar más arriba en la jerarquía, el pacto sea de otro tipo, pero no nos olvidemos de que siempre hay componentes políticos presentes. Y en cuanto al abordaje, si he decidido hacerlo a la manera genealógica es porque en el siglo XIX surgen los primeros movimientos feministas organizados, los de las sufragistas; y aumenta el número de mujeres artistas, mecenas del arte, viajeras y periodistas. Hay muchos ámbitos en los que están abriéndose paso discursos no controlados por hombres. Hacer una historia de la histeria exigía manifestar todo ese poder emergente, porque si no se tiene presente, no se entiende lo que ocurrió.

Lo preguntaba porque hoy los paradigmas desde los que abordamos la falta de libertad individual son otros: la sobreinformación, las fake news, la tiranía del dato…

Es cierto, y son enfoques fértiles, pero hay que tener claro que la dominación no se ejerce mediante el algoritmo; es algo mucho más visceral. En este sentido, hay que darle la razón de nuevo a Foucault: el poder es esencialmente algo poroso, corporal, estructuras opacas en tus relaciones familiares o de pareja que te envuelven y definen tu manera de ver el mundo. Cuando hoy pensamos en qué es el poder, rápidamente nos viene a la mente la imagen de una pantalla, pero hay realidades mucho más orgánicas y que suponen mucho mayor control, como que tu pareja te coja el móvil y vea lo que tienes dentro. Cada semana conocemos casos de mujeres asesinadas en España y detrás de cada una de esas historias hay sobre todo dominación física, no abstracta o mediada por dispositivos.

El punto de contacto entre las dos tramas que componen la novela es el personaje de Luis Simarro. Sobre él pivotan tanto la trama de ficción como la de no ficción.

Sí, aunque la estructura final no se parece mucho a la primera idea que tuve, que era hacer una especie de vida novelada, porque el personaje es apasionante. Conoció y trató a Unamuno, a Giner de los Ríos y a Juan Ramón Jiménez, fue maestro de la francmasonería, cofundó la Institución Libre de Enseñanza, seguramente ayudó a Cajal en su gran descubrimiento científico… Pero quería que, de algún modo, la narración llegara a la actualidad, porque, bien mirado, el siglo XIX es un siglo de gran empoderamiento femenino, con muchas similitudes con la actualidad, y la trayectoria biográfica de Simarro permitía rastrear eso. De ahí que finalmente optara por incluir una trama de ficción en la que dos personajes, Mireia y Neus, continúan esa historia hasta el presente.

«Bien mirado, el siglo XIX es un siglo de gran empoderamiento femenino»

Son contadas las obras en las que hay una separación tan clara entre ficción y no ficción. Parece una opción a contracorriente de las muchas novelas históricas que se escriben, pero también de buena parte de la historia de la literatura. ¿Hay una razón detrás de esa elección?

Es una pregunta que me he hecho. Del mismo modo que escribir una no ficción pura hacía que esta historia no pudiera llegar al presente, si solo hacía ficción sentía que me quedaba a medias. Quizás eso se deba a que soy profesora y sobre todo me dedico a enseñar. Incluir fragmentos de no ficción me permitía compartir píldoras de didactismo que al lector le pueden llevar a indagar por su cuenta, algo que para mí era importante porque quiero que quien lea este libro aprenda de psicología, de psiquiatría, de historia del arte y de historias reales de mujeres sometidas a bestialidad por parte de la ciencia o de otros artistas. Hacer literatura a partir de no ficción me genera dudas porque ese aprendizaje no es posible: como lectora, me lo puedo pasar muy bien, pero como amante del periodismo o la historia, no sé qué me aporta.

La novela también combina géneros en otro sentido: hay un terror placentero que remite a la novela gótica; también hay trazas de novela detectivesca… Sorprende esa variedad en una narración de solo 120 páginas. ¿Qué efecto buscabas?

Quería que fuera un relato concentrado en el que los géneros convivieran en una pequeña horma, pero con salidas hacia fuera, es decir, con intertextualidades, vínculos o guiños que se expandieran en la historia de la literatura. Por eso hay referencias a Arthur Conan Doyle y la novela detectivesca: como lectora devota del canon holmesiano me gustan esas tramas que avanzan como a golpe de cuchillo. También está mi amor por las novelas góticas inglesas, de ahí que la Xàtiva del relato no sea la de la pirotecnia, la alegría y la fiesta valencianas, sino un escenario nebuloso y fantasmal. O mi pasión por la novela erótica, con la que quería jugar narrativamente, pero con sensualidades y sexualidades transgresoras, por eso hay personajes bisexuales y voyeurismo. Y quería que al final se llegara con cierto misterio, como en esas novelas de Daphne du Maurier en las que sabes que se va a desvelar un gran secreto. Muchas de mis filias literarias tienen que ver con la tensión narrativa, seguramente por eso me gustan tanto los cuentos. Horacio Quiroga, que escribió algunos muy buenos, decía que la historia ha de ser como una flecha directa a la diana del lector: cogerlo en la primera línea y no abandonarlo hasta el final. Esta novela ha sido un intento de lanzar yo esa flecha.

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