Sociedad

Tenerlo todo y no sentir nada

La insatisfacción crónica también afecta a los privilegiados, que a pesar de poder cumplir todos sus deseos materiales sienten un vacío existencial del que no consiguen deshacerse.

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07
septiembre
2023

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¿Cuántos filósofos del pasado, a pesar de pertenecer a la más alta nobleza, vivieron angustiados por la falta de «algo» que nunca supieron definir? Sus textos no solo muestran que el conocimiento puede generar frustración –según quien lo tenga y cómo lo use–, sino también que la riqueza material no es condición suficiente para evitar el tormento existencial.

Las personas, independientemente de su posición socioeconómica, poseen un nivel de bienestar «base» que suele ser constante. Esto quiere decir que cuando atraviesan un cambio significativo en sus vidas, sea positivo o negativo, al poco tiempo se adaptan a sus nuevas circunstancias y regresan a su nivel de felicidad original. En palabras de Jean-Jacques Rousseau, «las comodidades, al volverse habituales, dejan de ser placenteras».

A este acontecimiento se le llama adaptación hedónica. Es diferente en cada individuo y explica que la felicidad duradera requiera una comprensión más profunda sobre cómo la mente humana procesa las experiencias. Por tanto, si un individuo tiene por defecto un nivel base de bienestar bajo, no importa cuánto aumente sus bienes materiales, dado que la satisfacción será de corta duración y es raro que su felicidad aumentada perdure. Si la base es baja hasta el punto que el individuo se siente insatisfecho todo el tiempo –incluso en circunstancias en las que se podrían considerar objetivamente buenas–, entonces se le llama insatisfacción crónica.

Se puede comprender que aquellos que parten con una situación socioeconómica desfavorable disponen de menos herramientas para disfrutar de una vida sin tensión. No obstante, una de las peculiaridades de la insatisfacción crónica es que también se ceba con los privilegiados. ¿Tiene sentido que los más afortunados puedan ser menos felices que el resto? Se podría especular que tienen más tiempo libre y, por ende, más tiempo para ahogarse en sus pensamientos. Sin embargo, las causas parecen ser más sociales que individuales. En el sistema que vivimos se ha dicho siempre que con actitud y perseverancia todo es posible. La burbuja capitalista invita a romper muros y a perseguir unos sueños que no entienden de limitaciones. Es una posibilidad prometedora, y más para aquellos que tienen los recursos para elegir su futuro académico, profesional o social, pero la práctica no es tan sencilla.

A veces, el objeto de deseo no se puede satisfacer y, en lugar de reconocerlo, se comete el error de seguir fantaseando con un futuro hipotético en lugar de centrarse en lo atractivo del presente. En algún momento de la historia, la fantasía se convirtió en la representante de la paz mental, y para mitigar las decepciones de esta perspectiva, los humanos establecimos una sociedad «líquida» (término acuñado por el sociólogo Zygmunt Bauman) en la que se busca la satisfacción inmediata de necesidades materiales para mantener al individuo deseoso de «aquello que podrá ser». Este modus operandi funciona bastante bien en el siglo XXI, pero algunas personas, al reflexionar sobre su existencia, todavía sienten que tienen una vida predefinida por expectativas sociales, en lugar de tomar decisiones que le hagan disfrutar de «aquello que es ahora».

El privilegio que uno se atribuye depende más de con quién se compare que de valores estadístico

Asimismo, las personas tienden a comparar sus circunstancias con las de su grupo de referencia, que suelen ser similares socioeconómicamente hablando. Por ejemplo, aquella familia que vive en una casa de 300 metros cuadrados con piscina y jardín puede darse cuenta de que en su barrio todos viven en, al menos, 600 metros cuadrados, lo que puede provocar un sentimiento de inferioridad y, en consecuencia, hacerles sentir que no están a la altura de ciertos estándares de éxito. En psicología, este sentimiento se conoce popularmente como síndrome de Beverly Hills.

De este modo, el privilegio que uno se atribuye depende más de con quién se compare que de valores estadísticos. Esto hace que, ahora más que nunca, ser conscientes del mundo que nos rodea sea esencial. Al fin y al cabo, buena parte de los ciudadanos occidentales pueden cubrir las necesidades que Maslow propuso en su famosa pirámide (necesidades fisiológicas, de seguridad y protección, de estima y de autorrealización), y ese es un privilegio inalcanzable en demasiadas comunidades del planeta.

Dicho lo cual, tenerlo «todo» no está reñido jamás con la sensación de infelicidad, pues lo material no previene la presión social, la falta de propósito, la desconexión emocional, el miedo al fracaso ni cualquier otra condición que empuja a muchas personas, con suerte, al vacío existencial, y con menos suerte, a trastornos de salud mental.

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