Sociedad

Cuando la soledad es un sello en el pasaporte

Irse fuera implica, a menudo, distanciarse de la familia y los amigos. Es lo que les ocurre a muchos expatriados, quienes sufren la falta de compañía incluso en un mundo hiperconectado.

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Fundación-Colección Thyssen-Bornemisza
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17
abril
2024
‘Habitación de hotel’, Edward Hopper

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El mensaje apareció un día cualquiera. Era claro, directo: «Busco gente con la que poder compartir algunos momentos», decía, aclarando que no quería nada más allá de la amistad y detallando algunos rasgos de su biografía, edad, lugar de origen, profesión. Lo llamativo estaba al final. Después de este anuncio sin ambages, y de asegurar que se sentía sola, la autora zanjaba: «Y la soledad duele».

Quedó registrado unos segundos en el muro. Al poco tiempo, se esfumó. Se trataba de un grupo de expatriados en Facebook, «Españoles en Londres». A pesar de su fugacidad, el reclamo obtuvo decenas de comentarios y una invitación a crear otro chat en WhatsApp, un canal más instantáneo. Entre las respuestas se leían juicios semejantes: dentro de aquel foro –por el que habían pasado 61.400 personas desde su fundación, en 2006, según indicaba el apartado de información– cundían las ganas de juntarse, de impulsar actividades comunes. De abandonar, por unos instantes, esa lacerante sensación de soledad.

Ocurría en una metrópoli de casi nueve millones de personas y en una época donde plataformas como las citadas permiten la comunión perpetua con miles de usuarios, que basan su potencial en una inacabable lista de amigos. Nada palia, sin embargo, la soledad. Ni siquiera en un país cuyo idioma utiliza dos términos para definirla, como señala Ramón Lobo en el ensayo Las ciudades evanescentes: por un lado está la que se busca voluntariamente (solitude) y, por otro, la que viene impuesta (loneliness).

Y se podrían nombrar más variantes, huérfanas de diccionario, como la soledad que se experimenta súbitamente en medio de una multitud, la que estruja las entrañas sin motivos aparentes o la que se estampa en el pasaporte ante el abismo de un aeropuerto. Según un estudio publicado en 2023 por el Observatorio Estatal de la Soledad no Deseada, se estima que, en España, el 13,4% de las personas la sufren y que afecta más a mujeres (14,8%) que a hombres (12,1%). En jóvenes de entre 16 y 24 años, el porcentaje sube al 21,9%. Y en Londres, la urbe que protagonizaba aquel post de Facebook, las cifras son parecidas: 1 de cada 12 residentes se sentía solo, tal y como exponía en marzo de 2022 una encuesta de un organismo para el bienestar.

En España, el 21,9% de los jóvenes entre 16 y 24 años sienten soledad no deseada

No era de extrañar, por tanto, que a aquella botella tirada al mar de Zuckerberg le salieran compinches. O que, unos días más tarde, intentando localizar a quien escribió aquellas líneas, se multiplicaran las opiniones en la misma dirección. «En Reino Unido, la soledad es una pandemia», rezaba una. «Aquí es una constante, incluso para los ingleses», ratificaba otro. «Ese es, con diferencia, el punto más negativo del país», achacaba un tercero. Las causas, el porqué, se resumía en una escueta lista: el ritmo de vida, las distancias, la carga de trabajo o razones más idiosincrásicas como anteponer el éxito laboral a las relaciones personales o una precoz emancipación: «Se considera un síntoma de madurez salir de casa a los 18 años, y se fomenta ese individualismo», coincidían varios miembros.

Por privado, Esther narraba su caso: 43 años, cinco de ellos en la capital de Inglaterra; una ruptura sentimental en Zaragoza, su ciudad, y una merma en la calidad del empleo. «Me sentía estancada emocional y laboralmente», confiesa, «y me pareció buena idea empezar de cero». Al principio se le hizo cuesta arriba: por distintas circunstancias, apenas se terciaban los planes. «Me descargué Tinder por primera vez en mi vida. En España nunca me había hecho falta porque vas al bar y conoces gente. Aquí, en el pub, los amigos de sientan en mesas aisladas y veo más complicada la interacción. Y salir de fiesta no me apetecía», añade.

Últimamente, Esther ha «congeniado» con algunas compañeras. «Soy introvertida, aunque la gente piensa que no. Si me dan pie y me siento incluida, puedo parecer la más extrovertida del mundo», aduce, «pero he observado que aquí cada uno va a su bola». Lo mismo recalcaba Odette Aguirre, que se sumó a la conversación virtual desde Berlín. Con una hija y un marido alemanes, esta chilena admite que la ausencia de sus allegados ha sido muy dura, «tremenda». Había vivido antes en varios países de Europa, pero en este ha notado con furia esa desazón: «No les interesa conocer a extranjeros y, por dar un ejemplo rápido, prefieren tomar una cerveza y leer un libro solos en casa los fines de semana que quedar», explica, aportando una expresión corriente: Ich brauche meine ruhe (necesito mi tranquilidad).

Aguirre analiza este fenómeno barajando algunos factores. Juega a favor «la permanente costumbre de estar mirando las redes sociales». También la brecha del idioma, el clima, el carácter («carecen de espontaneidad», sostiene) o el poco interés en «conectar con otras culturas». «Tienes una vida un poco mejor, pero es un precio muy alto que hay que pagar», concluye esta mujer, que, con pesar, ha terminado acostumbrándose a esa «difícil y extraña» sociedad.

Una aflicción bastante habitual entre los denominados expatriados. El gabinete psicológico Thamar, con sede en Madrid y Dublín, realizó una encuesta con más de 100 participantes que residían fuera y la mayoría, aunque se mostraban integrados, experimentaba en alto grado (un 65%) estas emociones: nostalgia por los seres queridos o la tierra dejada, soledad, ansiedad y preocupación por el futuro, miedo a no alcanzar las metas, tristeza, impotencia, desarraigo y culpa. Un cóctel explosivo que se acentúa con otros ingredientes: la edad, un diseño urbanístico contemporáneo poco dado al abrazo o hasta los bajos niveles de natalidad.

Barreras «invisibles» que abocan a ese hiriente sentimiento y que impulsan mensajes como el descrito, arrojado al algoritmo como si fuera un océano donde solo hay dos opciones: el rescate o el naufragio.

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