Economía

Los límites del crecimiento

Crecer y prosperar no solo es una aspiración innata del ser humano, sino también la base del capitalismo. En un momento de crisis climática y escasez de recursos, muchos sectores realizan fuertes inversiones en tecnología para buscar soluciones innovadoras, frente a una corriente de economistas que teoriza con el decrecimiento económico global. En este contexto, el crecimiento verde surge como una forma de desarrollo más responsable y se convierte en la apuesta principal para hacer frente a los acuciantes retos sociales y ambientales, pero ¿hasta dónde puede llegar?

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Óscar Gutiérrez
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18
septiembre
2023

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Óscar Gutiérrez

«Renunciar al progreso es socialmente inaceptable. El hombre se diferencia por su capacidad de progresar, innovar y desarrollar nuevas cosas», asegura Enrique Dans, profesor de Innovación en el IE Business School, respecto a las teorías decrecionistas. Lo tiene claro: la innovación tecnológica es el camino para encontrar respuestas a los desafíos sociales y medioambientales que apremian a las sociedades del siglo XXI. Y así lo señalan las evidencias, al menos desde un punto de vista estrictamente económico: los países que mejor están afrontando la emergencia climática son aquellos que consiguen mayores niveles de eficiencia a través de la tecnología y la innovación.

Valga como ejemplo Suecia, que, según The Global Carbon Project, ha conseguido duplicar sus ingresos medios mientras ha visto reducidas sus emisiones de dióxido de carbono gracias a la tecnología. Se trata de un país pionero: su apuesta en los años 70 por un modelo energético no dependiente del petróleo lo ha convertido en líder europeo en la transición ecológica y en una economía mucho más robusta. Junto con Suecia, destacan Dinamarca y Finlandia, países prósperos que llevan años invirtiendo en energías renovables y que hoy se alzan como referentes de la revolución verde. Según un análisis de la consultora Rystad Energy, estos tres países nórdicos sumarán en 2030 un 18% de la capacidad de electrolizadores de Europa para producir hidrógeno verde, lo que, junto con el potencial danés para almacenar carbono en el mar del Norte, supondrá un gran impulso a la descarbonización de la economía comunitaria.

Precisamente, reducir la dependencia de la industria de los combustibles fósiles es uno de los principales objetivos –y retos– de las democracias modernas en la lucha contra el cambio climático. Limitar la temperatura de la Tierra a los 1,5 ̊C estipulados en el Acuerdo de París es una labor titánica que requiere de una fuerte inversión en innovación tecnológica.

Dans: «Renunciar al progreso es socialmente inaceptable. El hombre se diferencia por su capacidad de progresar, innovar

Algunas corrientes teóricas abrazan las tesis decrecionistas para alcanzar esta meta, pero, tal como se pregunta Dans, ¿es razonable pedirle a la sociedad de un país que renuncie a determinadas tecnologías que le proporcionan bienestar y, en definitiva, la vida que desea tener?

La teoría decrecionista lleva sobre la mesa desde que un grupo de investigadores del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) publicara en 1972 Los límites del crecimiento, obra en la que advertían de los peligros de los sistemas agrícolas y ganaderos, las producciones industriales y los métodos de extracción de los recursos naturales. Prácticas, aseguraban, que alimentaban un modelo de producción y consumo que no respetaba los límites planetarios. Medio siglo después, en medio de una crisis climática sin precedentes, algunas voces defienden esta solución, que pasaría por la merma de la economía de las sociedades modernas.

«No es cierto que el crecimiento en sí mismo sea incompatible con la reducción de emisiones y la lucha contra el cambio climático. La economía puede crecer de forma mucho más sana que hasta ahora, basada en energías limpias que permiten satisfacer las necesidades materiales y las mejoras de progreso de crecientes capas de la población mundial sin perjudicar el planeta», opina Toni Roldán, economista, exdiputado y profesor de Esade. «El decrecimiento no solo es equivocado porque no está fundamentado en la realidad económica, sino que tampoco es compatible con la voluntad y los derechos de la sociedad a tener mejoras», añade. Y es que, según señala, «muchas partes del mundo tienen derecho a desarrollarse y nosotros a seguir mejorando nuestra calidad de vida».

Desarrollo armónico

La sostenibilidad no solo es compatible con el desarrollo tecnológico, el progreso o el bienestar, sino que impulsa un ecologismo ilustrado basado en el conocimiento científico empujado por la innovación, si bien algunos expertos insisten en la falta de alternativas. «El decrecimiento es la única manera de acercarnos a una cierta sostenibilidad y una prosperidad al alcance de todos, donde los países del sur global sigan progresando en lo económico mientras los del norte global reducimos nuestra generación de PIB y crecimiento continuo en términos de producción y consumo», opina Fernando Valladares, profesor de investigación del CSIC.

La sostenibilidad no solo es compatible con el desarrollo tecnológico, el progreso o el bienestar, sino que impulsa un ecologismo ilustrado

Una afirmación que hace que los detractores de esta visión se revuelvan, alegando que se trata de una formulación más teórica que práctica. Aun así, algunos expertos como Andreu Escrivá, ambientólogo y doctor en biodiversidad, insisten en su defensa, y es que, según opina, «el decrecimiento es la única vía realista para conseguir el progreso». Desde su punto de vista, habría que empezar a aplicarla antes de que sea demasiado tarde. Propone tres medidas para arrancar: «Políticas redistributivas más fuertes, con tasas impositivas mayores para la gente con un poder adquisitivo muy alto; limitaciones claras de comportamientos insostenibles, como el uso de jets privados, y políticas de distribución del tiempo». La falta de tiempo, a su juicio, es uno de los motores de la insostenibilidad: «Se necesitan políticas que nos garanticen poder disponer del tiempo para ir más lentos y conseguir disminuir nuestro impacto», en vez de ir siempre a contra reloj y consumiendo de forma inconsciente, llevando a la extenuación los límites planetarios.

Hay algo, sin embargo, en lo que todas las partes coinciden, y es la defectuosa efectividad del PIB, esa brújula que guía las economías mundiales y que hoy se encuentra cuestionada en su papel como único indicador para medir el crecimiento de las naciones. «Hablamos de una métrica que solo tiene en cuenta lo que pasa por el mercado y que no incluye el trabajo de las amas de casa o el cuidado a nuestros mayores», apunta Jordi Sevilla, economista y exministro de Administraciones Públicas.

Ya se estudian alternativas que pudieran complementarlo, como ocurre con índices como el de bienestar social o el de desarrollo humano. Este último indicador, por ejemplo, creado por la ONU a finales del siglo XX, contempla aspectos como la salud, la educación o los ingresos de un Estado, todo ello fundamental en el desarrollo de un país. Según sugiere Sevilla, incluso se podrían llegar a «utilizar los ODS, un modelo de indicadores de desarrollo y no de crecimiento», para medir las riquezas nacionales. En definitiva, asumir una noción más amplia de desarrollo que no se limite a la cuestión económica, la cual debe apoyarse en un crecimiento verde guiado por la necesaria transición ecológica. O dicho de otro modo: reformular la idea de progreso.

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