Cultura

El lenguaje abstracto de la música

La música es la más perfecta de las abstracciones, porque funciona como el mayor contenedor de pensamientos, emociones y expresiones. Es un lenguaje libre y puro y quizás eso la convierte en la más perfecta de las artes.

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28
septiembre
2023

«¡Qué descansada vida / la del que huye el mundanal ruido, / y sigue la escondida / senda por donde han ido / los pocos sabios que en el mundo han sido!» Estos versos, escritos en el s. XVI y procedentes del poema renacentista de Fray Luis de León Oda a la vida retirada, poseen ciertamente un claro componente místico o espiritual –la necesidad de la quietud y el silencio para favorecer la práctica de la fe– pero también una reflexión filosófica en torno a la búsqueda de la verdad por medio de la meditación, auspiciada por la soledad. El ruido diario presente en una vida artificiosa y frívola, necesitada de distracciones materiales con las que acallar la verdadera forma de felicidad, asentada en la sencillez y sosiego que ofrece la naturaleza. Es decir, la vida primera; aquella de la que el individuo proviene, formando parte de su esencia, de su misterio. La poesía posee, gracias a su dependencia matemática, la simetría de la que también hace gala lo natural. La rima, la sonoridad, resultado de la repetición de un número de sílabas y sonidos similares, tiene igualmente musicalidad.

En la Tierra, deducimos que el primer instrumento fue la voz humana, el timbre procedente de la vibración de las cuerdas vocales mediante el paso del aire. Más allá de nuestro planeta, si hacemos caso a las teorías pitagóricas, la música tendrá una importancia clave en la conformación del universo. La conocida como «armonía de las esferas» defiende la idea de que este se encuentra compuesto de proporciones numéricas armoniosas, rigiéndose el movimiento de los cuerpos celestes por proporciones musicales. Algo que puede resultar paradójico pues, según los principios de la acústica, en el espacio no puede haber sonido tal y como lo concebimos –no hay moléculas en el espacio para vibrar y transmitir ondas sonoras–. Y eso que Josef Strauss trató de evocar la belleza matemática del cosmos en su vals Sphären-Klänge («La música de las esferas»).

Aunque pueda resultar contradictorio, música y silencio pueden encontrarse más cerca de lo que parecen. Frederic Mompou buscaba el mutismo presente entre dos notas, el espacio donde nada acontece, el minimalismo más certero en sus composiciones musicales, como vemos en su Música callada (1959-1967). Su personalidad introvertida le hacía a su vez deudor de los grandes místicos como San Juan de la Cruz, incluso de los eremitas como San Jerónimo.

Acaso el ejemplo más visceral de música y silencio sea el del compositor John Cage, cuando en 1948 buscó encontrar el silencio absoluto recluyéndose en una sala totalmente insonorizada –la cámara anecoica de la Universidad de Harvard–. Allí, descubrió la imposibilidad de lo que pretendía, pues seguía escuchando dos sonidos, uno alto –correspondiente a su sistema nervioso en funcionamiento– y otro bajo –la circulación de la sangre en sus venas–. El propio cuerpo será el que impida el silencio, debido a los sonidos que emite como parte de sus mecanismos y funciones fisiológicas. Son ruidos imposibles de evitar, por cuanto del correcto funcionamiento del organismo humano depende la existencia del individuo.

Platón pensaba que si bien el cuerpo limita al alma, también puede conducirla a su perfección

A todo esto habría que sumar los múltiples pensamientos y sentimientos que transitan la mente.​ Como diría Antonio Machado en su Retrato, se trata de la conversación mantenida con el hombre que siempre va con nosotros. La manifiesta imposibilidad de dejar la mente en blanco. Conviene, pues, buscar la mejor manera de tratar con nosotros mismos, consiguiendo dominar el pensamiento para evitar que sea éste quien tome las riendas de la situación. Ser, como refería Platón en su diálogo Fedro, un buen «auriga» capaz de conducir con mano firme el carro tirado por ese par de «caballos alados»: uno blanco –representante de los deseos espirituales– y otro negro –que integra las necesidades corporales–.

Para el filósofo griego, el cuerpo es la «cárcel» del alma, pues la segunda depende de las necesidades del primero, encargándose de administrar sus deseos y pasiones. Por contra, el cuerpo alimentará las «alas» del espíritu, buscando hacerlas crecer correctamente para alcanzar la divinidad. Es decir, si bien el cuerpo limita al alma, también puede conducirla a su perfección –o a su imposibilidad para lograrla–. Deben ambas cosas ir de la mano en la forma mortal del ser humano. La razón o inteligencia será crucial para ello, no en vano una «mente sana» favorecerá un «cuerpo sano». Así al menos lo expresaba Décimo Junio Juvenal en uno de sus poemas latinos.

¿Cómo ennoblecer al cuerpo desde el alma? Obviamente, desarrollando las capacidades que humanizan al individuo, camino de su perfección. También, claro, asumiendo sus contradicciones, errores y defectos, tan humanos. El péndulo oscilará de un lado o de otro dependiendo de los valores asumidos como positivos desde distintas épocas y culturas. Por encima de ese equilibrio entre espíritu y razón, estará aquello difícil de explicar y que, sin embargo, ha sido entendido como bueno o civilizador; algo que nos acerca a la perfección porque, como decíamos, nos acerca a la naturaleza divina: lo equilibrado, armónico y estético: la música.

En Tous les matins du monde, Pascal Quignard primero –con su novela (que partía de una de las tres historias del libro La leçon de musique)– y Alain Corneau después –con su adaptación fílmica homónima– fabulan en torno a dos biografías bien particulares: la del reputado compositor del barroco francés Marin Marais y, sobre todo, la de su maestro Monsieur de Saint-Colombe. El primero se presentará como la sombra del segundo, pues buscará la fama y la fortuna que brindaba la corte, mientras que el segundo, a imagen del poema de Fray Luis de León, escogerá el retiro más extremo, alejado de toda vanidad y socialización –mostrando incluso dificultad para relacionarse con sus dos hijas–.

La música es la más perfecta de las abstracciones, el mayor contenedor de pensamientos, emociones y expresiones

«No se me da bien el hablar […] Yo no disfruto con el lenguaje ni con la compañía de la gente, ni de los libros», afirmará su personaje. Tras la muerte de su esposa, se hará construir una pequeña cabaña cercana a su antigua mansión, donde se dedicará quince horas al día a la composición y estudio de la viola de gamba. En esa incapacidad para las relaciones y, en concreto, la comunicación verbal, Saint-Colombe buscará otro lenguaje más afín. Allí donde las palabras no son suficientes, el poder de la música permitirá expresar sentimientos más profundos: «Le Blanc, el viejo, decía que lograba imitar todas las inflexiones de la voz humana. Desde el suspiro de una joven, hasta el sollozo de un anciano. Desde el grito de guerra de Enrique de Navarra, hasta la dulzura del aliento de un niño durmiendo». De hecho, será enseñando sus conocimientos musicales como el músico se comunique mejor como padre, teniendo como únicas discípulas a Madeleine y Toinette. Frugal, austero y estricto –influido claramente por la doctrina jansenista que profesaba–, rechazará toda riqueza exterior que se le ofrezca desde la monarquía y el clero a cambio de su magnífica música.

Marais será quien más persistente se muestre en ser aceptado por Colombe, buscando emular con la música «un pequeño abrevadero para quienes el lenguaje ha abandonado, para la sombra de los niños, para suavizar los martillazos de los zapateros, para lo que hay antes de la niñez, cuando se vive sin aliento y sin luz». Será en lo indecible, lo irrepresentable a través de la escritura, la voz o las otras artes, donde la música resonará victoriosa, más poderosa que cualquiera de los otros lenguajes. Y lo hará porque, ante todo, es la más perfecta de las abstracciones, el mayor contenedor de pensamientos, emociones y expresiones. Nadie ha conseguido representar tantas cosas con una simple melodía. Lo que evoque a cada cual será distinto e igualmente válido.

A pesar de haber surgido muy probablemente a raíz del habla –desde la poesía primero y el canto después–, la música ya independizada de las formas que la impulsaron obtiene el rango de «absoluta», «pura» o «abstracta» cuando no busca ninguna relación salvo consigo misma. Como excepción queda la denominada música «programática» –que busca emular o describir imágenes en la mente del oyente–, del mismo modo que la impresionista evocará elementos naturales como lo hizo el género pictórico de misma denominación. No nos encontramos en la situación de encasillar la música como lenguaje en categorías de este tipo –podríamos también referir a la música sacra, escénica, cinematográfica o al lied, todas dependientes de un libreto o guión escritos con contenido propio (aunque también pueda generar, dentro de este contexto, un diálogo o discurso propio respecto del tema a ilustrar)– sino en la de referir a ella como lenguaje libre y puro. Más allá del encorsetamiento temporal —la música se desarrolla sonoramente en el tiempo—, no depende más que de ella misma y del instrumento o instrumentos escogidos para interpretarla. Como diría el gran compositor e intérprete Jordi Sabatés, en la música «forma y fondo coinciden», algo que no ocurre en ninguna otra disciplina, siendo la más perfecta de las artes.

Escribiendo estas líneas, teme su autor traicionar la idea que defiende como tesis, pues si la música no necesita más que de su propio lenguaje para existir, sobra cualquier palabra o texto que venga a justificarla como ente abstracto. Solo resta cerrar los ojos y dejar en esa negrura abismal que su influjo penetre dentro de nosotros, sumiéndonos en una especie de hipnosis que parezca detener el pensamiento, el espacio y el tiempo.

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