Opinión

Meat is murder?

El himno vegetariano esgrimido por Morrisey y The Smiths aún permanece vigente, y es que el consumo de carne encierra un problema que aún no ha recibido la suficiente atención social.

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11
agosto
2023

Carne. Así se titulaba un impresionante cómic de ciencia ficción que leí en su día, hace ya unos años. En esa ficción, sus autores planteaban la posibilidad de que, en un futuro distópico, hubiera granjas de carne humana dedicadas a producir esa chicha que tanto parecemos necesitar los seres humanos para subsistir. Huelga decir que, aunque fueran dibujos, las viñetas en las que se presentaba a todas aquellas personas hacinadas tal como hacinamos nosotros a ciertos animales resultaban perturbadoras. Y sobre todo, daban que pensar, que es lo que debe hacer una buena ficción. 

Ello viene a cuento de la creciente sensibilización de nuestras sociedades occidentales con respecto a los animales que matamos para alimentarnos. Meat Is Murder fue el título del segundo álbum de The Smiths, publicado allá por 1985 y tomado de una canción que todavía hoy es un himno vegetariano. Desde entonces, su cantante, Morrisey, no ha dejado de repetir esa frase a lo largo de su vida de activista beligerante en pro de los derechos de los animales. Es una frase que pone al animal al mismo nivel que el hombre y que hace equivalentes la matanza del cerdo y del ser humano. 

Y es que en esa nivelación está el meollo del asunto: los animalistas buscan hacer extensible a los animales los derechos básicos de los que puede gozar el ser humano, principalmente el derecho a la vida. Y es una lógica inclusiva, dinámica y que poco a poco debería ir abarcando el resto de seres vivos. Hace poco leí un ensayo de Michel Serres, El contrato natural, en el que este autor planteaba extender los derechos de protección jurídica a las plantas. A primera vista, la tesis resultaba chocante, pero cuando uno seguía sus argumentos, la lógica era implacable. Igual que un abogado puede defender los derechos de una persona sordomuda, pongo por caso, también es igualmente capaz de defender los derechos de un árbol al que un ayuntamiento quiera talar por algún motivo espurio. Solo hace falta un abogado dispuesto y que se le reconozcan derechos legales al árbol. Entonces, la planta pasará a tener una defensa tan legítima como la de cualquier persona. 

«Yo por lo menos desconfío de quien aborrece los toros pero disfruta tranquilamente de un buen solomillo de buey»

El caso suena todavía un tanto estrafalario, pero no se trata más que de una cuestión de educación y de ampliar el prisma de nuestra conciencia jurídica. A fin de cuentas, las empresas son entes abstractos y tienen personalidad jurídica, ¿verdad? Aun así, lo más interesante de cualquiera de estos casos es que plantean la cuestión, siempre peliaguda, de los límites. ¿Hasta dónde deben extenderse los derechos básicos de los seres vivos y, para volver a nuestro asunto, dónde está el límite entre la vida y la no vida? Tenemos una clara conciencia de que los mamíferos sufren y vivimos mal que los maten, pero ¿no sufrirán igualmente los peces y las plantas? ¿Cuál es la frontera a establecer entre unos y otros? ¿Son tan claras y nítidas esas fronteras? ¿Dónde están los límites, no ya taxonómicos, sino éticos? Ahí está la madre del cordero. 

Volviendo a nuestro punto de partida, permitidme que os relate mi experiencia de la vez que –influenciado por Morrisey, lo reconozco– quise dejar de comer carne y los muchos problemas de toda índole con los que me topé. Yo sabía que había que tener algunas nociones de nutricionismo, y por supuesto estaba dispuesto a hacer el esfuerzo de reflexión necesario para cambiar de dieta. Al mismo tiempo, no estaba preparado para que mi experiencia alimentaria se convirtiera en un problema filosófico, casi taxonómico. Reconozco que siempre fui aprensivo a la hora de comer y el veganismo se me antojaba coherente con esa sensación de culpa que experimento cada vez que me siento ante un buen pedazo de carne, por muy exquisito que esté. 

El problema fue que empezó dándome asco la chicha, y cuando al cabo de unas semanas fui eliminándola de mi mesa me empezó a dar asco el pescado: los peces, a fin de cuentas, también tienen ojos para mirarnos. Prescindí del pescado y entonces empecé a tener reparos con el huevo y los lácteos, y hasta empecé a observar con más atención a los árboles y a considerar con total seriedad si no sufrirían también las plantas. ¿Por qué la carne sí y el pescado no? ¿Por qué lo demás no, si también eran seres vivos? ¿Se debe limitar la empatía a lo que tiene ojos? ¿Cuál es la línea divisoria entre lo éticamente comestible y el resto, y quién tiene el derecho o el deber y sobre todo la sabiduría suficiente para marcarla? 

Mi mujer, que me siguió en la dieta, no se lo tomaba tan en serio. Ella decía que me obsesionaba, que perdía la perspectiva, que era sencillamente cuestión de jerarquía. «Si se puede escoger entre el hombre y los animales, mejor comer animales. Entre mamífero y ave, el ave. Entre ave y pez, pez. Entre pez y huevo, huevo. Y entre huevo y planta ya te tiene que dar igual», dijo. Pero yo no lo veía tan claro. 

«La problemática del vegetarianismo desborda inevitablemente sobre la concepción moral de la vida y sobre nuestra relación con los animales»

Las divisiones se me antojaban arbitrarias y le cogí tal asco a comer que al cabo de unas semanas tuve que abandonar la dieta porque me provocaba una confusión mental absoluta. Tomé una conciencia clara, eso sí, de que la problemática del vegetarianismo desborda inevitablemente sobre la concepción moral de la vida y sobre nuestra relación con los animales, algo que si pretendemos ser coherentes debemos considerar de manera global. Yo por lo menos desconfío de quien aborrece los toros pero disfruta tranquilamente de un buen solomillo de buey en el primer restaurante en el que entra. Su complicidad con el asesinato masivo –y en condiciones no tan higiénicas como nos quieren hacer pensar– de cientos de millones de reses que se produce cada día en el mundo (un auténtico genocidio ante el cual seguimos cerrando los ojos) me parece igual de aberrante que aplaudir la matanza de los toros. 

Se supone que lo primero es más aceptable so pretexto de que no hay tortura. Pero no tengo yo muy claro que la muerte en una cámara de gas, pongamos por caso, sea menos brutal que la de un gladiador sobre la arena. Hasta sospecho que, si se lo preguntásemos a las reses, a ellas la diferencia entre morir degolladas para ser zampadas y morir para que se jalee al torero en una plaza, a lo mejor no les parece tan evidente. Ya sé que este tipo de razones indigna a los carnívoros, que no entienden que se pueda comparar el matar por placer con matar por necesidad. Pero es que ponerse hasta arriba de carne como nos ponemos en los restaurantes o en nuestras casas no se puede considerar de ninguna manera una necesidad.  

Seamos sinceros: si esa fuera la razón del consumo, la industria cárnica hace tiempo que se habría venido abajo. La mayor parte del tiempo comemos por placer o por obligación o sencillamente por mimetismo social. Con lo cual ese consumo no necesario de carne no es en realidad tan diferente en lo moral de matar al toro por el puro placer del espectáculo, ya sea artístico o no. A mí al menos me parece bastante cínico preocuparse por los toros o por los animales abandonados, olvidando la realidad de los mataderos. Me parece que es como preocuparse por un charco mientras diluvia por doquier. 

En definitiva, los problemas que plantea el consumo de carne son muchos, y por el momento no siento que la sociedad española nos esté ayudando a resolverlos. Lo único que me quedó claro de mi pequeña experiencia con la dieta vegetariana es que este es un tema de conciencia que, ante la falta de atención social –hay muchos intereses empresariales en juego, supongo–, cada cual lo resuelve como puede o como quiere. Yo, por mi parte, he renunciado a preocuparme por si lo que como tiene ojos o no: he llegado a la conclusión de que los seres humanos somos destructivos por naturaleza, que necesitamos destruir para vivir y que lo moral no está en no destruir cierto tipo de seres vivos que nos sean más simpáticos que otros, sino en destruir lo menos posible. Pero insisto: es un tema que cada cual debe abordar a su manera. 

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