Sociedad

La base de la excelencia en la universidad

La adversidad siempre ha estado presente en la vida de las universidades: a lo largo de la historia se han sucedido los intentos de control de los Estados, las presiones impulsadas por intereses de variada naturaleza, las incomprensiones y las críticas. Alfonso Sánchez-Tabernero habla de todo ello en ‘Gobierno de universidades’ (Eunsa).

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08
Jun
2023

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Las personas y las instituciones se fortalecen cuando saben sobreponerse a las contrariedades. Los avances se producen no por la ausencia de dificultades sino por la disposición habitual a superar los problemas grandes o pequeños. Con tenacidad y talante deportivo, los obstáculos son percibidos como oportunidades de aprendizaje, como ocasiones propicias para crecer en espíritu de sacrificio. Algunas personas –como Nadal– pueden asumir esa actitud de manera heroica. Y todos –seres humanos y organizaciones– progresamos cuando renunciamos a buscar excusas, cuando dejamos de lloriquear, cuando nos empeñamos en saltar las trabas que encontramos en el camino.

La adversidad siempre ha estado presente en la vida de las universidades: a lo largo de la historia se han sucedido los intentos de control de los Estados, las presiones impulsadas por intereses de variada naturaleza, las incomprensiones y las críticas. Esos escollos han constituido la prueba del nueve de los centros de educación superior: el modo de reaccionar ante injusticias, infortunios y contratiempos ha marcado el devenir de cada institución.

En 2007 fui nombrado Vicerrector de Relaciones Internacionales de la Universidad de Navarra. No sabía muy bien cuál era mi cometido, qué objetivos debía lograr; y tenía menos claro aún qué tareas debía acometer, a qué debía dedicar cada jornada. Decidí entonces visitar algunas de las mejores universidades del mundo, hablar con sus directivos, estudiar sus decisiones y aprender de sus aciertos y de sus errores.

En ese recorrido tan interesante descubrí que no existían los caminos de rosas para nadie: todas las instituciones habían experimentado circunstancias adversas muy variadas que –en no pocos casos– habían puesto en riesgo su misma supervivencia. Pero –a diferencia de otras, que habían languidecido o ya no existían– los centros académicos que estaba analizando habían reaccionado bien, habían recompuesto su situación financiera, habían firmado la paz con gobiernos y ayuntamientos, o habían encontrado soluciones ingeniosas ante diversos enredos que, en su momento, parecían callejones sin salida.

Y todos –seres humanos y organizaciones– progresamos cuando renunciamos a buscar excusas, cuando dejamos de lloriquear

En mis reuniones en esos campus me planteaba qué actitudes –además del coraje y la tenacidad– les llevaban a ser excelentes. La respuesta no era sencilla: había conversado con gobernantes de universidades públicas (como Berkeley) y privadas (como Columbia); unas destacaban más por sus grados (Princeton) y otras por sus posgrados (MIT); unas eran omnicomprensivas (Oxford) y otras especializadas (London School of Economics); unas poseían gran tamaño (UCLA) y otras eran más pequeñas (Yale)… Por tanto, comprobé que existían muchas rutas posibles para alcanzar prestigio internacional: quedaba, por tanto, confirmado, que cada centro educativo debía encontrar su propio camino.

En cambio, muy pronto detecté cuatro circunstancias que no están presentes en ninguna de las mejores universidades del mundo: se trata de limitaciones o puntos débiles de los que se han protegido los campus de mayor reputación. Aunque no podamos indicar un itinerario válido para cualquier institución, ese descubrimiento permite señalar al menos cuatro peligros que, si no se esquivan, conducen de manera inexorable a la mediocridad. Dos de esos aspectos que conviene evitar tienen que ver con los recursos económicos –el ánimo de lucro y las fuentes de ingresos poco diversificadas– y otros dos con el modo de gobernar: la elección de los directivos por un procedimiento asambleario y la ausencia de incentivos eficaces.

Los recursos de la universidad

En primer término, los mejores centros de educación superior del mundo carecen de ánimo de lucro. Las universidades que pretenden obtener rentabilidad económica a cambio del servicio que prestan asumen una notable desventaja competitiva frente a las que no poseen fines lucrativos. Los campus de mayor calidad invierten todos los recursos que consiguen en investigación, en becas para estudiantes con talento, en la contratación de buenos profesores, en sus instalaciones: aulas, laboratorios, bibliotecas, museos… Si una parte de ese dinero lo destinasen a remunerar generosamente a los accionistas, perderían parte de su atractivo.

Las universidades que pretenden obtener rentabilidad económica a cambio del servicio que prestan asumen una notable desventaja competitiva frente a las que no poseen fines lucrativos

Una universidad puede convertirse en un negocio excelente: muchas, de hecho, lo consiguen; pero deben pagar un precio alto: nunca se encuentran entre los mejores centros académicos de su entorno. La calidad en el ámbito de la educación, como en el de la sanidad –y no existen muchas más excepciones– parece incompatible con la idea de proporcionar una alta retribución al capital.

Los ratios e indicadores ejemplifican bien el problema: el rendimiento económico mejora si hay más alumnos en cada aula, si los profesores dan más horas de clase cada semana, si se invierte escasamente en tecnología y en conservación de edificios, si se descuida la investigación, y si la biblioteca está infradotada. Y en los hospitales el beneficio crece cuando el tiempo medio de atención a cada paciente disminuye, cuando los médicos no cuentan con unas horas reservadas para estudiar o cuando los quirófanos se renuevan con escasa frecuencia.

En este terreno, como en otros muchos, junto al blanco y al negro se puede encontrar una amplia gama de grises; el afán de lucro puede ser desmedido: por ejemplo, cuando un fondo adquiere una universidad para venderla al cabo de un tiempo, tras haber realizado un ajuste de costes severo. En más de una ocasión, los inversores se desentienden por completo de la experiencia de los alumnos y del daño reputacional causado a la institución. En cambio, el interés económico puede ser moderado y supeditarse a los objetivos docentes e investigadores. Aun así, el tono gris pálido propio del afán de lucro más comedido nunca alcanza el resplandor del color blanco.

Por otra parte, las mejores universidades del mundo no tienen una alta dependencia de una misma fuente de ingresos. Ninguna organización prospera si le preocupa, más que ninguna otra meta, su supervivencia inmediata. La incertidumbre económica permanente atenaza a quienes gobiernan; la inquietud puede dar paso a la obsesión por garantizar el cumplimiento de los compromisos a corto plazo: remunerar a los empleados, pagar a los proveedores, cumplir las obligaciones con las entidades financieras…

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Los ingresos de las universidades públicas españolas provenían casi en un 80% de las aportaciones realizadas por las comunidades autónomas. Esa dependencia excesiva y la falta de experiencia para buscar recursos adicionales originó una gran parálisis en los campus públicos: además de perder talento docente e investigador, aumentó de manera significativa la edad media de los claustros y una generación de profesores en formación vio retrasada o impedida su incorporación a los departamentos universitarios


Este es un fragmento de ‘Gobierno de universidades‘ (Eunsa), por Alfonso Sánchez-Tabernero.

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