Opinión

El peligro de la ‘cultura psi’

El malestar ha colonizado nuestra vida y nuestra forma de hablar, aunque esa no es la auténtica tragedia: estar enfermos, sentirse mal, se ha normalizado hasta pervertir nuestra calidad de vida.

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16
marzo
2023

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La inquietud por la salud mental de la población se ha convertido en un recurrente tema de conversación en nuestro día a día. Hablamos con mucha frecuencia y naturalidad del creciente número de trastornos emocionales y de la conducta que la ciudadanía padece en su vida cotidiana, de malestares que se han transformado en un efecto usual y colateral del hecho de participar de la cultura contemporánea. Estos malestares han colonizado nuestro modo de vida y nuestro lenguaje. Términos como «ansiedad», «distimia», «trastorno de la conducta alimentaria», «anhedonia», «autolesiones», «conductas autolíticas», «trastorno límite de la personalidad» o «depresión» son hoy, entre otros muchos conceptos, moneda corriente de cambio en contextos no especializados. Y lo más preocupante: se han apoderado del normal transcurrir en el día a día de colegios e institutos, entre adolescentes y jóvenes. 

La urgente pregunta que deberíamos hacernos de la mano de esta normalización es qué está ocurriendo para que nos hayamos habituado peligrosamente a considerar como algo usual el hecho de que, en general, sentimos que algo anómalo está ocurriendo con nuestra salud mental y que, además, debemos vivir con ello. Que, a pesar de todo, tenemos que continuar en una carrera sin meta definida en la que nos vemos obligados a participar. Como si nada. Porque no queda otro remedio. Porque –nos confesamos unos a otros– «todos estamos igual».

Podríamos denominar o caracterizar la actual cultura occidental como «cultura psi». Todo síntoma, emoción, sentimiento o afecto que se siente como extraño o incómodo tiende a psicologizarse o psiquiatrizarse, y los especialistas en salud mental más críticos ya comienzan a inquietarse ante los efectos de posibles «contagios emocionales», sobre todo entre población adolescente. El problema a discutir aquí no es, como se ha defendido durante largos años, el efecto contagio de conductas suicidas (el llamado «efecto Werther»), sino el problema aún más inquietante de la estandarización de nuestra conducta. Es decir: cuando alguien ha sido diagnosticado en términos psicológicos o psiquiátricos, tiende a comportarse de una manera en la que pueda adecuar su personalidad, emociones, relaciones y conducta al trastorno que le haya sido «encomendado». Este es el verdadero problema: existe un extraño encariñamiento con el trastorno diagnosticado, y esto no ocurre por casualidad.

«Nuestros ritmos frenéticos, la necesidad de vivir hiperconectados y el miedo a perdernos algo son sólo algunas de las presiones a las que nos vemos sometidos de continuo»

Seré claro: en una cultura enferma, enfermar es un síntoma de salud. Nuestros ritmos frenéticos, la necesidad de vivir hiperconectados y el pavor a perdernos algo, el imperativo de la permanente rentabilidad en todos los ámbitos de la vida, la tecnologización de todos los procesos vitales, el creciente sentimiento de soledad o las recurrentes crisis económicas son sólo algunos de los factores de presión a los que nos vemos sometidos de continuo. Pero el auténtico drama nos sacude cuando, para poder sobrevivir, debemos reconocernos enfermos y, aun así, continuar. Porque lo normal es estar mal. Porque lo normal es sentirse cansado, avasallado… y nunca rendirse. A esto me refiero con «cultura psi»: necesitamos ayuda psicológica o psiquiátrica para sentir que, en el fondo, no estamos tan mal como parece porque, al menos, tenemos un diagnóstico que certifica que no podemos vivir al 100% continuamente. A fin de cuentas, esta es la tragedia: el diagnóstico «psi» (en psicología o en psiquiatría) nos reconcilia con el perverso modo de funcionar que nos hace enfermar. 

Quién no tiene alrededor a alguien que le haya comunicado que habitualmente no tiene ganas de levantarse de la cama por la mañana, que no encuentra sentido a su vida o que le cuesta mucho seguir adelante (incluso cuando tiene todas sus necesidades cubiertas) pero que, «bueno, hay que continuar a pesar de todo». «Me han dicho que es una incipiente depresión», «nada me causa placer, pero todo pasará», «sólo es ansiedad, tengo medicación de rescate para que no vaya a más» o «nada preocupante, sólo es una racha». Puede que, incluso, esa persona seamos nosotros mismos.

En paralelo, toda una industria felicifoide, en ocasiones fraudulenta en términos psicológico-científicos pero multimillonaria de libros de autoayuda, seduce a sus consumidores con melosos y sugestivos conceptos como el de «resiliencia», «viajes interiores de autoconocimiento» o «crecimiento personal», por no mencionar las nuevas prácticas chamánicas con sustancias psicoactivas que prometen «limpiar» nuestras «impurezas» (como la ayahuasca o el peyote); una industria que, en definitiva, se lucra gracias a nuestro cotidiano sufrimiento. Tan terrible como cierto. La cultura psi se nutre de consumidores que se consumen a sí mismos: porque hay que seguir y porque, además, estoy diagnosticado (es decir, «estoy controlado») y debo continuar pase lo que pase. Y hay quienes, tras este alarmante escenario, están sacando un jugoso rédito económico de nuestros malestares. Incluso me atrevería a decir que los promueven. 

«Nada cambia mientras nos hacemos resilientes, mientras hacemos nuestros ‘viajes interiores’ o acudimos al ‘coach’ emocional»

Porque mientras leemos «el arte de no amargarse la vida», «vive sin miedo con diez sencillos pasos», «cómo encontrar a tu persona vitamina» o el último manual de autoayuda de turno, todo permanece igual ahí fuera. Nada cambia mientras nos hacemos resilientes y nos adaptamos a todo; nada cambia mientras hacemos nuestros viajes interiores o acudimos al coach emocional (que se ha sacado su título con un curso de un mes sin ningún tipo de certificación científico-psicológica).

A la vez, también, perdemos la alegría de vivir mientras nos enganchamos a una terrible carrera por alcanzar la felicidad a través de métodos salvíficos auspiciados por el último gurú de turno, que promete «hacernos olvidar todos nuestros problemas». Aunque no hay problema, porque estamos diagnosticados: tenemos la etiqueta, y eso nos calma, nos da tranquilidad. Por tanto, la cultura psi da voz a quien no la debe tener: a todo tipo de charlatanes que perpetúan la injusticia y las desigualdades sociales. Como apuntó la filósofa Agnes Taubert en el siglo XIX, «quienes sólo buscan la felicidad no piensan en el dolor general ni se inmutan frente a él. Esos egoístas sólo promueven la irreflexión para que nadie tome conciencia de su situación».

No sé a ustedes, pero a mí me preocupan enormemente los permanentes anuncios en la televisión que ofrecen asistencia psicológica online, la llamativa normalización con la que charlamos sobre trastornos emocionales o de la conducta, la naturalidad con la que hemos asumido que estamos enfermos y que, a pesar de todo y de todos, debemos continuar. Eso sin contar con toda la industria que se enriquece con nuestras inseguridades: cámaras en casa, alarmas y videovigilancia, relojes que miden todas nuestras constantes. Todo ha de estar medido, pautado, controlado: bajo sospecha.

Sí, por supuesto, debemos continuar, quién lo duda, pero es urgente trazar un análisis crítico de nuestro estado actual junto con especialistas en salud mental, pero también con filósofos, antropólogos, profesores, orientadores y sociólogos. ¿Qué nos ha hecho pensar que estar permanentemente enfermos, cansados, hastiados, carentes de deseo o sentirnos solos son síntomas de una vida normal? Es más, ¿qué nos ha hecho pensar que debemos ser resilientes porque todo eso es, sin más, cuanto debemos aguantar y a lo que nos debemos adaptar para vivir?

Continuar: sí, por supuesto. Para cambiar el escenario o, al menos, poner las condiciones para que suceda. Sin pasiva adaptación. Con activa resistencia y comprometida rebeldía intelectual.

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