Opinión

La alegría como revolución

Los grandes emporios económicos y no pocos sectores del ‘establishment’ político nos quieren tristes y abatidos. Por ello, es fundamental reactivar los nexos sociales de un pensar alegre que enarbole los lazos de solidaridad y las dinámicas de cuidado mutuo.

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21
junio
2023

Se cuenta que, en una de sus numerosas conversaciones con público, al que concitaba con mucho éxito en sus lecciones de antropología, y al ser preguntado por la felicidad, el filósofo Immanuel Kant aseguró que «el ser humano nunca es feliz, sino que siempre está por serlo». Porque, afortunadamente, siempre estamos en el camino.

Ese es hoy uno de nuestros mayores retos: aceptar y afrontar nuestra condición de seres en tránsito. Acoger una finitud que no es desnuda sentencia, sino abierta posibilidad, al decir de María Zambrano. A este respecto, encontramos una suerte de pedagogía de la finitud en Antonio Machado, en las líneas de su Juan de Mairena: «Sin el tiempo, esa invención de Satanás, el mundo perdería la angustia de la espera y el consuelo de la esperanza».

El tiempo pasa y, en su pasar, nos condena y a la vez nos esperanza. Resulta curioso este paradójico carácter bifronte del acontecer temporal. El tiempo es invención de Satanás, nos cuenta Machado, pero él es también Luzbel –el que trae la luz, su portador–, el ángel caído que se atrevió a desafiar a las hordas de Dios y a Dios mismo. La historia bíblica habla de la soberbia de este gesto, aunque John Milton, en su maravilloso El paraíso perdido, traza una figura antropomórfica de Satán que prefiere «reinar en el Infierno a ser un esclavo en el Cielo». La luz excesiva deslumbra, mas, en su justa medida, y aplicada en el momento adecuado, aclara e ilumina. 

En nuestra cultura cortoplacista, autofágica y narcisista, se considera únicamente feliz el canon productivista y rentabilista de la existencia, de manera que la felicidad, como el cielo prometido por Dios en el milenario relato, se convierte en un modo de gobierno emocional y, por tanto, de organización social. La felicidad es la promesa absoluta –pero nunca llevada a término– de un sistema absolutista; una promesa que sólo se da por cumplida si se culminan las inalcanzables condiciones que nos impone. Pero ¿y si esa enfermiza obsesión por lo feliz –camuflada de lo provechoso y lo conveniente– fuera una vía para imponer lo más deseable para las estructuras políticas y económicas de turno y así poder sostener las desigualdades entre individuos? Un absoluto estructural que necesita de un oportuno y alegre Satán que se atreva a cuestionar las condiciones de posibilidad de nuestro denominado Estado del bienestar. 

«En nuestra cultura la felicidad se ha convertido en un modo de gobierno emocional y, por tanto, de organización social»

En estas breves líneas quiero proponer un concepto de alegría, en contraste con el reinante imperativo de felicidad, que quizá extrañe a quien lea esta columna, porque no tiene que ver con melifluos sofismas que llaman a disfrutar del momento o a aprovechar las circunstancias agradables de la vida. Quisiera aquí plantear un concepto de alegría que tiene que ver con los lazos de solidaridad, con la responsabilidad social y con la libertad como ejercicio de autonomía de pensamiento. 

Habrá quien me diga que esto es una utopía: pero qué mayor alegría que la de practicar nuestro pensar crítico e independiente y nuestra capacidad –tantas veces silenciada, cuando no olvidada– para cuestionar aquellos aspectos de la realidad que nos resultan injustos, degradantes o intolerables. La alegría de poder erigir un discurso al margen y contra las narrativas imperantes, que desactivan nuestra capacidad para imaginar otros escenarios, es el sentir que precisamos para querer hacernos cargo de la realidad.

Creo, sinceramente, que hoy nos privamos de muchas alegrías porque no somos capaces de levantar la voz, de unir nuestras voces y que se escuchen. Que incluso tenemos miedo a hacerlo porque pensamos que nada cambiará, que es mejor dejar las cosas como están. Que se ha politizado cualquier atisbo de protesta y se ha catalogado de incendiaria, quimérica, inocente o descarada. Que, en definitiva, nos han transmitido un sentimiento de inutilidad que cercena nuestra potencia para pensarnos y nos coloca en situación de debilitados esbirros emocionales: es mejor «aprovechar las oportunidades», «sacar rédito de las crisis» o hacer un curso de mindfulness para sobrellevar la difícil realidad en lugar de polemizar y poner en duda el caldo de cultivo en el que se generan nuestros malestares.

Nos han sumido en una tristeza que tiene que ver con la incapacidad de pensar para después actuar. Nos dicen que la única vía de salvación es la felicidad alcanzada a través de la «adaptación» a lo prestablecido, lo que se trata de un absolutismo emocional que produce desidia, desinterés, apatía y, llegado el caso, graves trastornos emocionales y de conducta por no estar a la altura de lo que se espera de nosotros. Ello por no obtener la felicidad en un escenario que, aseguran, nos ofrece todas las oportunidades para «plenificarnos». Lo veo cada día con mis estudiantes de enseñanza media y superior, que a fuerza de aquel imperativo de adaptación están olvidando su capacidad de disfrutar y gozar de su juventud por tener que hacer frente a los ineludibles –¡y deseables!– cánones productivistas: constante actividad, permanente autoexigencia, malsana competitividad, aceleración en los procesos y rápida obtención de los logros.

«Hoy nos privamos de muchas alegrías porque no somos capaces de levantar la voz, de unir nuestras voces y que se escuchen»

Los grandes emporios económicos y no pocos sectores del establishment político nos quieren tristes y abatidos. No tienen ningún reparo en fomentar una continua sensación de desazón, zozobra y desasosiego en nosotros: tememos perder lo que tenemos y cuanto poseemos nos resulta siempre insuficiente, lo que, a su vez, nos convierte a todos en potenciales enemigos. La polarización, el conflicto ideológico y la suspicacia ciudadana entre iguales no son más que el normal resultado del miedo y de la pesadumbre de este modo de gobierno emocional.

No se trata de llamar a la rebelión, pero sí a la revolución o al despertar intelectual. Como un Satán abanderado de los vencidos, Walter Benjamin escribió que la única posibilidad para que se dé esa revolución se cifra en «organizar nuestro desánimo» para convertirlo en fuerza movilizadora. Cuando observamos la realidad con una perspectiva cuestionadora nos damos cuenta, primero, de que hay cosas por cambiar; si hay cosas por cambiar, se las comunicamos a nuestros semejantes; y si hay comunicación entre semejantes, hay lazos de unión social, y es ahí justamente donde se genera la alegría por un proyecto común. Me parece que la alegría tiene que ver con este pensar alegre, con un pensamiento común sobre lo que nos preocupa a todos, nuestros modos de vida y nuestras costumbres más arraigadas.

«Eres tu propia empresa», «Si no triunfas es porque no te esfuerzas», «Tú eliges tu tristeza»… son terribles mensajes que se difunden a diario en medios de comunicación y libros de autoayuda. Querer no es poder. Hay que convencerse, alegremente, de que previamente debemos poner las condiciones necesarias para que las cosas puedan suceder. La estrategia de rapto emocional que esconde el gobierno emocional del «no eres feliz porque no lo mereces» consiste en hacernos responsables únicos y privados de nuestro malestar, de forma que nos sintamos cada vez más solos, tristes, abatidos y –lo más importante– aislados. Es fundamental reactivar los nexos sociales de un pensar alegre que enarbole los lazos de solidaridad y las dinámicas de cuidado mutuo.

Concluyo con una cita de Fernando Pessoa que resume este pensar alegre, este ahínco por no dejar nunca de pensar y de aspirar a una realidad mejor. La cita es breve, recogida de El libro del desasosiego, y dice: «Que los dioses nos conserven los sueños incluso cuando sean imposibles». Todo se juega en esa conciencia de la imposibilidad: en hacer lo imposible cada vez más posible. Esa es, a mi juicio, la alegría que hoy necesitamos. La alegría de un Satán desorientado, pero alegre y acompañado, que apuesta por derribar los cimientos de un horizonte en el que sólo cumpliendo con las expectativas del gobierno emocional podemos llegar a ser felices.   

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