La trampa del perfeccionismo
En gran medida, los ‘likes’ que recibimos a lo largo del día pueden marcar nuestro bienestar. ¿Qué se esconde detrás de ese esfuerzo diario por superarse a sí mismo que parece haber conquistado nuestra sociedad?
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COLABORA2023
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Una mañana cualquiera, en una estación aleatoria de la red suburbana de transportes de cualquier gran ciudad, podemos asistir al inquietante espectáculo ofrecido por decenas de ciudadanos que se dirigen a sus puestos de trabajo. La práctica totalidad de los mismos doblan su cuello para naufragar las pupilas en la pantalla de su smartphone. El espectáculo se tornaría más inquietante si pudiésemos observar qué observa cada uno en dicha pantalla: vídeos de personas que superan retos arriesgados, deportistas apuestos, fuertes y multimillonarios, mujeres de cuerpo esculpido por horas de gimnasio, bandejas del correo laboral que no cesan de parpadear con mensajes o fotos de personas exultantes mientras cenan en un restaurante exclusivo o pasean por una exótica playa. Imágenes e información que revelan el éxito –según los parámetros actuales– de personas a las que no conocen.
La presente sociedad parece empeñada en que el valor máximo del ser humano reside no solo en su capacidad productiva, sino también en su capacidad para ser feliz, uniendo ambos conceptos en no pocas ocasiones. Y para producir más y ser más felices, aparentemente, debemos superarnos día a día en busca de la perfección, razón por la que el perfeccionismo parece haberse adueñado de gran parte de la sociedad (revelando, de paso, sus más peligrosas consecuencias).
El año pasado, el psicoanalista Josh Cohen publicaba un extenso artículo en The Economist que se iniciaba con el siguiente párrafo: «La sociedad nos bombardea con instrucciones para ser más felices, estar en mejor forma y ser más ricos. ¿Por qué estamos tan insatisfechos con ser normales y corrientes?».
Este tsunami de perfeccionismo parece orientado no a la propia satisfacción, sino a la validación y el reconocimiento por parte de los demás
Según Cohen, el ansia del ser humano por ser perfecto viene de lejos, iniciándose con toda probabilidad con el advenimiento de la sociedad industrial, cuando la productividad comenzó a marcar las horas de muchas personas. Después, y para afianzar dicha necesidad, vendría en la década de 1930 la industria de la autoayuda. En la actualidad, todo esto no ha hecho más que intensificarse con la cultura del selfie: hemos erigido una nueva escala de valores en cuya cima habita el yo (y en la cual todos nuestros esfuerzos se orientan a satisfacerlo). Queremos mejorar en el trabajo y en nuestra productividad, lograr una economía más holgada e incluso ser más bellos y aparentar ser más jóvenes. Valores que transmitimos a nuestros hijos, impidiéndoles disfrutar de su infancia y transmitiéndoles una ansiedad impropia de su edad.
Lo más dramático de este tsunami de perfeccionismo que arrasa nuestra sociedad es que la necesidad de ser más y mejores parece orientada no a la propia satisfacción, sino a la validación y el reconocimiento por parte de los demás. De esta manera, y superado ya el antiguo espíritu perfeccionista orientado a ser igual que los demás, entramos en una nueva fase que implica ser siempre mejores que los demás, superiores a los demás y, por tanto, diferentes a los demás. Esto, unido al frenético ritmo con que el mundo digital acelera la pérdida de intimidad y la exhibición pública de lo que consideramos logros, lleva a gran parte de la sociedad a unos niveles de autoexigencia que generan ansiedad, inseguridad, insatisfacción, frustración, depresión, falta de sueño, dolores musculares y alteraciones fisiológicas varias.
Si retomamos la imagen con que se iniciaba este texto, podremos comprender que un elevado porcentaje de las personas se sumerge con tanta avidez en las imágenes que escupen sus smartphones para intentar suplir la falta de gana ante la jornada laboral o el cansancio de una mala noche cosechando likes en las redes sociales. Igualmente hacen quienes contestan e-mails de trabajo antes de haber iniciado el mismo: intentan refrendar que su esfuerzo merece la pena. El reconocimiento de los demás, así, se convierte en un potente estímulo para impulsar un nocivo perfeccionismo.
Como indicaba Cohen, «cuando estamos abrumados por la vida y nos castigamos por nuestras insuficiencias, mil ‘me gusta’ en Instagram pueden proporcionarnos la fugaz sensación de que todo está bajo control». Pero ¿estamos seguros de que el reconocimiento ajeno de nuestros logros nos permitirá tener todo bajo control? En realidad, ¿no será más fácil de alcanzar dicha felicidad si nos limitamos a ser, comprendiendo nuestras limitaciones y disfrutando de todo lo que la autoexplotación del perfeccionismo nos usurpa?
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