Sociedad

«Dependiendo de cómo contemos lo que estamos viviendo, así lo vamos a interpretar»

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24
abril
2024

Mamen Horno Chéliz (Madrid, 1973) es profesora de Lingüística en la Universidad de Zaragoza y divulgadora sobre temáticas relacionadas con el lenguaje. Acaba de publicar el ensayo ‘Un cerebro lleno de palabras’ (Plataforma Editorial, 2024), en el que analiza cómo influye nuestro diccionario mental en lo que sentimos y pensamos.


En tu libro explicas que es posible pensar sin palabras, contrariamente a lo que se creía hasta hace unos años, pero que un vocabulario rico nos ayuda a pensar «mejor». ¿Cuál es la relación entre el uso de las palabras y nuestra capacidad para razonar?

En la actualidad tenemos claro que el pensamiento existe sin necesidad de palabras. Por un lado, los animales tienen una cognición mucho más parecida a la nuestra de lo que pensábamos; por otro, los seres humanos que no han adquirido una lengua natural también tienen ideas, las relacionan, son capaces de aprender, recuerdan… Ahora bien, eso no evita que el pensamiento con palabras difiera de manera importante al que se da sin ellas. En primer lugar, porque existen algunos conceptos que difícilmente podríamos tener sin una lengua, como el concepto de jueves, por ejemplo; además, las palabras nos permiten reconocer de un modo más sencillo los matices del mundo extralingüístico. Podríamos decir que mejoran nuestra percepción del mundo (por ejemplo, las diferencias entre dos colores se perciben mejor cuando los categorizamos con dos palabras distintas) y también nos permiten profundizar en los conceptos (reflexionar sobre el significado de palabras como «libertad», por ejemplo). Por último, tener palabras permite tener un pensamiento proposicional, que es un tipo de pensamiento distinto a todos los demás. Al combinarlas de forma recursiva y formar sintagmas y oraciones, podemos razonar de un modo mucho más potente: buscar argumentos a favor y en contra de determinadas ideas, etc.

El primer capítulo lo dedicas a exponer cómo se organizan esas palabras en nuestro cerebro. ¿Qué es el lexicón mental?

Es el conjunto de todas las palabras que conoce un hablante. En el laboratorio psicolingüístico trabajamos para saber cómo se procesan y cómo se almacenan formando redes, de tal modo que cuando accedemos a una de ellas, aquellas con las que se relaciona (por su significado, por su forma o simplemente por nuestra experiencia del mundo) aparecen en nuestra conciencia con mucha más facilidad.

«Las palabras mejoran nuestra percepción del mundo»

Un dato sorprendente que aportas es que, cuando aprendemos una nueva lengua, por mucho que nos esforcemos en usar un diccionario monolingüe, la forma más eficaz de aprender una palabra es traducirla a nuestra lengua materna. ¿Por qué?

Esto ocurre porque cuando aprendemos una palabra nueva esta se incorpora a la red léxica de la que hablábamos antes. Cuando sabemos muy poco de una lengua extranjera, las palabras que la reciben y la acogen son las que tenemos de nuestra(s) lengua(s) materna(s) (o de otras lenguas que hayamos aprendido antes). Hace unas décadas la consigna era no usar jamás la lengua materna en el aula de segundas lenguas, pero ya hemos visto que, haga lo que haga el profesor o la profesora en el aula, los aprendices siempre van a recurrir a ellas. Otra cosa son los avanzados, que ya han de ser capaces de operar directamente en la lengua que están aprendiendo.

¿Es el multilingüismo una condición natural para nuestro cerebro?

A muchos de nosotros, que crecimos en un ambiente monolingüe, nos parece lo contrario, pero sí, el cerebro humano es multilingüe. Lo habitual en nuestra especie es aprender y usar varias lenguas y todo el «cableado lingüístico» de nuestro cerebro (si me permites la metáfora) está preparado para ello.

En gallego hay más de 70 palabras para describir la lluvia, los inuit tienen otras tantas para hablar de nieve… Tiene lógica que el entorno influya en las palabras que necesita un pueblo, pero, ¿las lenguas determinan también en cierta medida el pensamiento de sus hablantes?

Bueno, hay mucho mito alrededor de esto. Es cierto que cuando una comunidad da mucha importancia a un determinado ámbito, esto tiene consecuencias en el léxico, pero también lo es que, en cuanto surge la necesidad, los hablantes añaden palabras a su lengua sin mayor problema, bien con préstamos, bien con neologismos. Hubo un tiempo en el que se creía que para poder pensar en determinados conceptos era necesario hablar una determinada lengua, pero hoy se sabe que esto no es así. La lengua que hablo no determina lo que puedo llegar a pensar. Dicho esto, tampoco es cierto que las lenguas no tengan ningún tipo de influencia en nuestra cognición. El hecho de que una variedad tenga una determinada palabra hace que sus hablantes se fijen con más naturalidad en ese concepto y que lo recuerden también con más solidez. Este efecto en la atención y en la memoria de los hablantes ha sido probado muchas veces en laboratorio y en entornos naturalísticos. Las lenguas no determinan, pero condicionan nuestra cognición. Por eso, entre otras razones, es tan saludable ser multilingüe.

«El cerebro humano es multilingüe»

Es habitual escuchar que las mujeres tienen, por regla general, un vocabulario más rico que los hombres. También que el hablante medio de determinadas lenguas como el español, por ejemplo, conoce más palabras que el hablante medio de inglés. ¿Son mitos o tiene algo de cierto? ¿Tendría algún tipo de implicación más allá del dato curioso?

Son muchas las variables que intervienen en la cantidad del léxico disponible de las personas, pero creo que la más importante es la cantidad de input a la que se exponen en su día a día. Más allá del género o de cuál es la lengua materna, lo relevante es qué hacemos con nuestro tiempo para enriquecer nuestro lexicón mental. Es posible que haya diferencias estadísticas como las que aludes, pero de manera individual está en nuestras manos tener un lexicón rico. Y esto no es baladí. Un lexicón lleno de palabras nos permite entender mejor tanto el mundo en el que vivimos como las emociones que sentimos; nos permite afrontar mejor el deterioro cognitivo que se produce con el tiempo e incluso procesos más graves asociados a distintos tipos de demencia y, por supuesto, nos permite ser mejores oradores y comunicar de forma más efectiva. Una sociedad democrática que está basada en el juicio y en las decisiones de la ciudadanía debería tener como una de sus prioridades que sus ciudadanos contaran con mucho vocabulario disponible. Y para ello es importante dedicar una partida presupuestaria digna a la cultura, a la educación, a la formación permanente y a una conciencia general de lo que nos jugamos si no lo hacemos.

Mencionas en tu libro la importancia del lenguaje inclusivo para visibilizar la presencia de la mujer. ¿Por qué no es útil usar expresiones como «el alumnado» y sí «las alumnas y los alumnos» o «les alumnes»?

Este es uno de mis viejos caballos de batalla. Mi postura con respecto al lenguaje inclusivo es clara: el masculino genérico nos incluye, pero no nos visibiliza. Exactamente lo mismo que ocurre con los términos colectivos. Si escucho que los profesores tienen un determinado complemento salarial me sentiré incluida. También si dicen que lo tiene el profesorado. Ahora bien. En ninguno de los dos casos se me habrá visibilizado como mujer. En un mundo en el que se nos ha obviado de todas las maneras posibles, utilizar un masculino genérico o un nombre colectivo no ayuda en absoluto a concienciar sobre que existimos y habitamos espacios que nos eran vedados hace nada. De hecho, si las mujeres no existiéramos, o si no nos dejaran ejercer como docentes, se podría seguir hablando de los profesores y el profesorado. Los términos que no me necesitan, no me visibilizan. Esta es la razón por la que creo que solo hay dos modos de hacer feminismo: o se visibiliza a las mujeres de forma explícita (hablando en femenino) o se usa una forma morfológica revolucionaria como la «e» para marcar que queremos hacer desaparecer el género del discurso. Ambos mecanismos son costosos y no es necesario usarlos de forma constante, pero son coherentes entre lo que quieren hacer y lo que consiguen.

«Una sociedad democrática debería tener como una de sus prioridades que sus ciudadanos contaran con mucho vocabulario disponible»

Un tema fascinante es el que relaciona las palabras que usamos con cómo nos sentimos. ¿Es posible influir positivamente en nuestro estado de ánimo (o en el de otra persona), escogiendo con cuidado las palabras que vamos a usar?

Desde luego. Las palabras afectan cómo nos sentimos al menos en dos sentidos: por un lado, porque si usamos las palabras que se sitúan en los extremos de las escalas (los superlativos, verbos como «odiar», etc.), hay un efecto directo en nuestros niveles de cortisol y en la sensación subjetiva de ansiedad; por otro, porque vemos la vida a través de la narración que nos contamos de lo que nos pasa. Dependiendo de cómo contemos lo que estamos viviendo, así lo vamos a interpretar (nosotros y nuestros interlocutores). Utilizar palabras moderadas y tratar de ajustar nuestro relato a la objetividad de los datos son dos consejos interesantes para controlar nuestras emociones y mantener relaciones sanas con los demás.

Es evidente que las palabras por sí solas no nos pueden curar, pero comentas que las palabras malsonantes pueden ser casi tan útiles como un analgésico, ¿a qué se debe?

Las palabras malsonantes son palabras tabú, esto es, hemos aprendido que no debemos decirlas. En este sentido, cuando las usamos estamos, de algún modo, transgrediendo las normas y de ahí el efecto inmediato que produce en nosotros. Usar palabras no permitidas libera adrenalina. Ese es el modo en el que se reduce de forma inmediata el dolor que sentimos (físico y moral).

Si el uso de unas palabras u otras condiciona nuestro pensamiento y nos hace fijarnos más en determinadas implicaciones que en otras, ¿cuál es la responsabilidad de las figuras públicas o de los medios de comunicación a la hora de tratar temas sensibles? ¿Cómo mantener el espíritu crítico para detectar las trampas del lenguaje o de las metáforas que se usan?

Todos tenemos una responsabilidad con las palabras que usamos, puesto que afectan, como hemos visto, a nuestros interlocutores, pero evidentemente aquellos que llegan a más público y los que tienen un mayor prestigio y poder social, mucho más. Es importante reducir la crispación de la esfera social, utilizar una forma de expresión más moderada, ser más sutiles en las apreciaciones, evitando la superficialidad de los extremos y crear relatos esperanzadores para describir la realidad. Y, de un modo paralelo, todos somos también responsables del modo en el que recibimos e interpretamos las palabras de los demás. Está en nuestra mano reducir el impacto de las voces más dañinas, no alentar su discurso, ni amplificarlo. Y, por supuesto, no aceptar de forma acrítica todo lo que nos dicen. En este caso, la responsabilidad es especialmente alta en las figuras de referencia de los más jóvenes: los padres y las madres, profesores y profesoras y las figuras relevantes de las redes sociales y el mundo de la cultura.

«Todos tenemos una responsabilidad con las palabras que usamos»

Algunos animales pueden identificar y emitir ciertas palabras. Incluso algunos primates han demostrado que son capaces de usar de manera creativa palabras en lenguas de signos. ¿Sería posible que los animales aprendieran a hablar una lengua humana? ¿Es nuestra capacidad lingüística la que nos hace diferenciarnos del resto de animales?

Para aprender y usar una lengua humana hacen falta dos capacidades distintas: por un lado, es necesario tener una capacidad semiótica, de tal modo que a un determinado significante (un sonido, un gesto con la mano, etc.) se le vincule un significado concreto («comer», «plátano», «gracias»…). Esta capacidad la compartimos con nuestros parientes más cercanos y de ahí que los primates hayan demostrado ser capaces de aprender cientos o miles de signos de distintos tipos. La otra capacidad necesaria es la computacional. Dependiendo de cómo se organizan los signos (de la sintaxis), el significado de la expresión completa cambia. Algunos primates han demostrado tener una cierta sintaxis lineal, de tal modo que atribuyen significado a la posición de los signos en la cadena (Juan da un regalo a María es distinto a María da un regalo a Juan). Sin embargo, lo que distingue la sintaxis humana de todas las demás es que la nuestra está organizada del modo más eficiente posible: esto es, de forma jerárquica, binaria y endocéntrica. Así, para los humanos una misma linealidad («unas botas de piel de niño») puede tener varios significados dependiendo de cómo se jerarquice la información (de niño se puede adjuntar a botas o a piel). Esta diferencia es la que sostiene toda la gramática de las lenguas (pensemos en fenómenos como la concordancia, las anáforas, las oraciones de relativo, etc.) y la que permite que nuestro pensamiento sea verdaderamente proposicional y recursivo. Ahí radica la diferencia.

Además de este libro, escribes a menudo en medios sobre temas de lenguaje: ¿en qué nos beneficia al público general la divulgación sobre lingüística, que a menudo se interpreta como un campo de conocimiento árido?

El lenguaje humano es una herramienta fantástica de organización del pensamiento y está presente de un modo importante en nuestras comunicaciones. Entender cómo funciona y cómo afecta, por tanto, lo que pensamos y sentimos es el modo más eficiente para entendernos a nosotros mismos y a los demás. Creo que no es necesario que sea árido, además. Si los especialistas hacemos el esfuerzo de relacionar lo que sabemos con la vida cotidiana, los resultados de la investigación en Lingüística son interesantes y útiles. No me cabe duda.

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