Economía

Economía con sentido

Necesitamos un cambio de mentalidad y un nuevo paradigma, y la economía de impacto ofrece un gran punto de partida: creará inercia y se irá multiplicando exponencialmente conforme vayamos siendo más conscientes de que realmente se consiguen sus objetivos.

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25
enero
2023

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Vivimos en un momento extremadamente complejo y muy interesante. Los referentes tradicionales, las élites intelectuales y los poderes clásicos han ido perdiendo su lugar, incapaces de sobrevivir a una velocidad que los dinamita. No es que ya no convenzan sus respuestas: incluso las preguntas han quedado obsoletas. Los jóvenes huyen de un mundo que no les gusta y buscan, huérfanos, redefinir una idea de éxito que no solo no entienden, sino que rechazan de principio a fin.

Aparentemente, individuo a individuo, somos más conscientes que nunca de que lo que necesitamos hacer como sociedad. Hasta nos creemos que tenemos más medios para conseguirlo. Sin embargo, cuando leemos los periódicos, nos invade un escepticismo vital, un cinismo militante que nos lleva a sobrevolar el vacío con un sinsentido todavía más cortoplacista, inmediato e irreflexivo.

Con esta sensación de desencanto –para qué, son todos iguales…– vivimos, especialmente los más jóvenes, en la huida hacia la frivolidad, incapaces de sostener nuestra mirada ante un espejo que no sea nuestro avatar en las redes. Quizás por ello, paradójicamente, hablamos más que nunca del propósito; es decir, del sentido que le queremos dar a lo que hacemos.

A lo largo de mi carrera profesional, como ejecutivo primero y después como consultor con acceso a comités de dirección en temas de estrategia y cultura de empresa, he sido testigo de las conversaciones importantes que anteceden decisiones críticas de las compañías en las que el protagonismo del corto plazo y la maximización del crecimiento y la rentabilidad eclipsan cualquier otro criterio, que ni siquiera ocupa un tímido lugar en la agenda.

¿En cuántas decisiones estratégicas se tiene en cuenta el impacto real en las personas y el planeta? Es más, ¿cuáles son los incentivos de las personas que toman las decisiones y cómo valoramos el éxito de una empresa y sus ejecutivos? Las respuestas son obvias y ya nos hemos acostumbrado a ellas, como si no nos quedara más remedio que seguir alimentando un sistema autodestructivo.

La economía con sentido nace de la necesidad de sentir que contribuimos en positivo y cambiamos paradigmas fuertemente arraigados

Es en este contexto donde nace la economía de impacto. A mí me gusta llamarla «economía con sentido»: nace, por un lado, de la necesidad personal de sentir que contribuimos en positivo, que tiene sentido la cantidad de horas que trabajamos y la energía que le dedicamos; por otro, nace con la vocación de cambiar paradigmas muy arraigados, como el éxito de la empresa y sus ejecutivos (basado exclusivamente en la rentabilidad) y el del inversor (que sólo valora el retorno de su inversión sin preocuparle a qué contribuye su dinero). Necesitamos urgentemente una transformación sistémica: un cambio de mentalidad, otra forma de evaluar qué tendencias queremos apoyar como sociedad y para qué.

De ahí, y esto es clave, la necesidad de nuevos incentivos que provoquen que el dinero y el talento se sienta atraído por resolver desde la empresa problemas reales y retos clave a medio y largo plazo. En definitiva, que se sienta impelido a contribuir a revertir nuestra tendencia autodestructiva de una forma consciente y sistemática. La economía de impacto, así, pretende incentivar el nacimiento, el crecimiento y la consolidación de empresas que, siendo rentables, tienen como objetivo hacer un mundo mejor; empresas que miden cuánto, pero también cómo lo consiguen, y que no renuncian a tomar decisiones con ese criterio como protagonista.

Hace diez años estaba todo por hacer: por un lado, los inversores no comprendían el concepto (en su mentalidad, o invertían para maximizar retorno o daban dinero a fondo perdido para fundaciones y oenegés); por otro, apenas había proyectos que, teniendo un fin social o medioambiental, buscasen la rentabilidad y tuvieran el potencial y la intención de crecer.

Hoy, la conversación ha evolucionado drásticamente. Ese cambio de tendencia se lo debemos, sobre todo, a un grupo de personas que apostaron por una visión, por un sueño muy ambicioso y nada obvio. Se trata de inversores que lo supieron ver y se ilusionaron por hacer algo diferencial y transformador, una apuesta en la que no sólo involucraron su dinero, sino también su tiempo y energía. También emprendedores con talento que empezaron a diseñar sus proyectos con otra ambición, fieles a un propósito vital que traducían en sus empresas.

Los criterios ESG se están imponiendo como referencia de la inversión socialmente responsable

Poco a poco, el ecosistema del impacto ha ido tejiendo su propia red. El lenguaje empresarial ha incorporado el «impacto social y medioambiental» aunque de momento no sepa muy bien cómo definirlo. Los criterios ESG (es decir, ambientales, sociales y de gobierno corporativo) se imponen como referencia de la inversión socialmente responsable. Además, cada vez es más frecuente plantear un triple reporte de beneficio: económico, social y medioambiental. Queda mucho por hacer pero, sin duda, la «economía de impacto» es una de las grandes esperanzas para los que creen en un mundo mejor y tienen intención de participar en su creación.

Es un gran avance que una persona tenga la opción de dedicar su tiempo y su talento a proyectos o empresas que realmente resuelven retos sociales o medioambientales. Ojalá sea una alternativa real para nuestros hijos y que estos se puedan plantear «trabajar con impacto» sin tener que renunciar a una carrera profesional con ambición creciendo, aprendiendo y luchando por algo que tiene sentido y que nos transciende para bien.

Hay esperanza a nivel sistémico. No hay nada más efectivo que conseguir que el dinero, los recursos y el talento se focalicen en construir soluciones rentables, eficaces y sostenibles a los problemas reales (y que, por supuesto, se haga con éxito). Sí, vivimos en un mundo extremadamente complejo e incierto, pero nuestra capacidad de dar respuesta es también más potente que nunca. Necesitamos un cambio de mentalidad, un nuevo paradigma, y la «economía de impacto» ofrece un gran punto de partida. Uno que implica acción, que creará inercia y que se irá multiplicando exponencialmente conforme vayamos siendo más conscientes de que realmente consigue sus objetivos. Sobre todo, hay esperanza para los que creemos que un mundo con sentido es posible y que tiene todo el sentido del mundo luchar para conseguirlo.


Javier Armentia es cofundador de Creas Impacto.

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