Sociedad

Quién fui, quién soy

La personalidad bebe de la memoria y la memoria bebe de la personalidad. Quienes fuimos cuando nacimos es, en parte, quienes somos a día de hoy gracias a numerosos procesos psicobiológicos programados. Sin embargo, somos mucho más: nuestro cerebro cambia, para bien o para mal, de la mano de quienes nos rodean.

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Solar Seven
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02
diciembre
2022

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Nuestro desarrollo ontológico está marcado por pequeños grandes hitos. Gracias al cálido abrazo de nuestros padres y a pesar del sufrimiento durante el primer desamor formamos nuestra personalidad. Sin embargo, entender este proceso es imposible si no atendemos al complejo engranaje que lo posibilita, formado por tres piezas: la psicología, la biología y la socialización. Si una falla, la máquina se resiente.

Atendiendo a definiciones puramente psicologicistas, la personalidad es lo que nos hace ser quienes somos y la carta de presentación que mostramos a los demás. Son rasgos, algunos independientes y otros conectados, que interrelacionan a su vez con nuestra forma de pensar y actuar. El ejemplo perfecto lo encontramos en el sesgo de figura y fondo, un error mental que nos hace recordar mejor la información negativa sobre los demás, aunque ésta surja de un nimio error aislado.

Así, una persona más ingenua y optimista amortiguará este sesgo con su inocente personalidad y podrá olvidar más fácilmente la traición, lo que a su vez reforzará su visión positiva del mundo. En cambio, una persona con una personalidad rencorosa, se aferrará al recuerdo y ese sufrimiento perpetuará su visión cínica de la humanidad: la personalidad bebe de la memoria y la memoria bebe de la personalidad. Lo mismo sucede con otros procesos cognitivos, motivacionales y emocionales.

Una persona impulsiva que disfruta buscando nuevas sensaciones, según Zuckerman, posiblemente cuente con unos niveles ligeramente alterados de serotonina y dopamina

Pero ¿cómo influye la biología? Mediante la interacción de los genes que forman nuestras células y, a mayor escala, nuestra identidad. Algunos cuentan con un recorrido filogenético tan extenso que nos conecta con nuestros primeros ancestros. Otros, en cambio, son más recientes y fruto del azar de la herencia genética de nuestros padres o abuelos. Finalmente, hay genes modificados por el propio ambiente y vivencias personales. Sea como sea, el resultado son estructuras neuronales únicas relacionadas con la personalidad.

Pensemos en una persona impulsiva que disfruta buscando nuevas sensaciones y tiene gran susceptibilidad al aburrimiento. Según los hallazgos de Marvin Zuckerman, experto en psicobiología, posiblemente cuente con unos niveles ligeramente alterados de serotonina, dopamina y de enzimas monoamino oxidasas. Para regularlos, corre el riesgo de embarcarse en actividades como los deportes de riesgo o el consumo de drogas.

Hans Eysenck, psicólogo especializado en personalidad, estudió también la base biológica de los rasgos de extraversión e introversión, encontrando una diferente respuesta del Sistema Activador Reticular Ascendente o SARA, un conjunto de neuronas relacionadas con la atención y el estado de alerta. En personas más introvertidas, el SARA está inactivado, mientras que en extrovertidos parece encontrarse hiperactivado.

Si un niño reacciona de forma cruel con el prójimo y sus padres premian ese comportamiento se instaurará un déficit de empatía en la personalidad del menor que se mantendrá durante años

Sin embargo, ninguno de estos hallazgos tiene sentido si no atendemos a la tercera y quizá más importante pieza del engranaje: la socialización. Decía Erik Erikson que «la vida no tiene sentido sin la interdependencia» y es que, como el psicólogo defendió a lo largo de toda su trayectoria profesional, nos necesitamos los unos a los otros –obviar esta necesidad nos aboca al sufrimiento–. Con esta contundente afirmación, Erikson pretendía evidenciar que el desarrollo de la personalidad tiene lugar gracias a las relaciones que desarrollamos con los demás.

¿Cambiamos desde que nacemos? Sí, y esa evolución se debe a tres factores. En primer lugar, a nuestra maduración psicobiológica, ya que no estamos programados para pensar, sentir o actuar igual cuando tenemos diez años y cuando tenemos treinta. A medida que crecemos maduran áreas cerebrales como la corteza frontal, que nos lleva a reaccionar con más prudencia, o el giro supramarginal, que nos vuelve más empáticos.

Cambiamos porque pedimos a los demás que cambien, porque los demás están dispuestos a hacerlo o porque, tras tropezar varias veces con la misma piedra, buscamos apoyo en otros

Después entra en juego el refuerzo social. Si un niño reacciona de forma cruel con el prójimo y sus padres premian ese comportamiento, dará igual lo desarrollado que esté el giro supramarginal: se instaurará un déficit de empatía en la personalidad del menor que se mantendrá durante años o décadas hasta que alguien suficientemente importante para él le diga que está obrando mal.

En tercer y último lugar nos encontramos con la capacidad de buscar otros contextos: hay personas que no quieren que cambiemos, aunque nuestros rasgos de personalidad nos hagan sufrir. Disfrutan viéndonos inseguros, frágiles, dudosos y complacientes. Y sí, esa es nuestra personalidad ahora, pero podemos cambiar si aprendemos a escapar de las relaciones abusivas en busca de personas que refuercen nuestro crecimiento personal.

¿Qué nos lleva a cambiar entonces? Para bien o para mal, la gente. Padres, amigos, parejas, compañeros de trabajo e incluso psicoterapeutas. Pero si excavamos más hondo, veremos que nada de eso sería posible si no existiese una voz interna que nos hace o bien aferrarnos a ciertas relaciones, o bien buscar algo más. Cambiamos porque pedimos a los demás que cambien, porque los demás están dispuestos a cambiar sin que se lo pidamos o porque, tras tropezar varias veces con la misma piedra, empezamos a buscar apoyo fuera de las personas que no están dispuestas a cambiar. Cambiamos porque somos inconformistas, porque no nos gusta sufrir, porque nuestras necesidades afectivas, de autoestima o de autorrealización nos exigen buscar algo mejor. Cambiamos porque el mundo se mueve y nuestra identidad lo hace con él.

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