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Sociedad

Por qué nos atamos a relaciones abusivas

Los seres humanos tendemos a responsabilizar a la víctima del maltrato (bien por parte de una pareja, bien por parte de un familiar o de un amigo) en un intento de negar que podría ocurrirnos a cualquiera de nosotros. «¿Cómo aguantó tanto tiempo?», nos preguntamos. El conocido síndrome de Estocolmo es la respuesta.

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02
noviembre
2022

Carmen tenía 41 años cuando se dio cuenta de que la relación con su pareja era abusiva, una realidad que había estado presente durante décadas pero que una venda perfectamente colocada sobre sus ojos le impedía ver. Había dejado de lado a sus amistades, se había enemistado con sus dos hermanos y estuvo a punto de renunciar a su trabajo cuando algo en su cerebro, como ella misma dice, «hizo clic». Poco a poco retomó su vida, pero al echar la vista atrás le resulta inevitable sentirse como la víctima de un secuestro que se enamora de su captor.

«Fue una cosa muy lenta», recuerda la mujer de ahora 47 años. «Al principio me trataba muy bien, me hacía sentir muy importante, pero duró poquito. Se enfadaba si iba a ver a mi familia o si quedaba con mis amigas de toda la vida para cenar una vez al mes, porque decía que yo lo era todo para él y que no le daba la atención que él me daba. Mis amigas y mi hermana empezaron a ver que algo iba mal y yo cometí el error de contárselo a él. Ahí fue cuando me empezó a decir que mis amigas me tenían envidia y que por eso no le soportaban o que mi hermana y mi hermano querían verme mal para poder controlarme».

Casi sin darse cuenta, Carmen dejó de lado a todos y a todo por dos grandes motivos. El primero y quizá más importante, no discutir. «Las broncas eran horribles. Me decía de todo y yo me quedaba destrozada, pero luego se arrepentía mucho y me sentía culpable», confiesa. En segundo lugar, porque llegó a pensar que él tenía razón. Durante muchos años, fue espectadora del declive de su propia autoestima a manos de una relación abusiva.

El síndrome de Estocolmo no solo surge ante un secuestro, también se puede dar en miembros de sectas, prisioneros de guerra, hijos de padres maltratadores o víctimas de violencia en la pareja

El maltrato fue condición suficiente para que ella desarrollase el síndrome de Estocolmo: «Como él me hizo sentir que nadie más me querría y que era afortunada por tenerle en mi vida, me convencí de que esa relación era mi hogar». Pero las paredes se achicaron con los años y tomó la decisión de salir por la puerta en busca de oxígeno.

Como ella, miles de personas se encuentran inmersas en relaciones abusivas familiares o de pareja sin saberlo y normalizando el infierno del que son víctimas. Pero una característica esencial de los seres humanos es que somos hedonistas por naturaleza: nadie quiere sufrir. Por lo tanto, algo tiene que suceder en nuestra psyché para justificar las dinámicas de manipulación, el control, los múltiples abusos psicológicos y la pérdida de nuestra autonomía.

Fue en el año 1973 cuando Nils Bejerot, psiquiatra y asesor criminólogo, estudió por primera vez el archiconocido síndrome de Estocolmo en un contexto completamente diferente al de las relaciones afectivas. El término surgió para explicar por qué los rehenes de un asalto armado en un banco de Norrmalmstorg, Suecia, protegieron al atracador y justificaron su comportamiento durante y a posteriori. Tiempo después, Bejerot extrapoló este fenómeno a otras formas de abuso físico y psicológico como miembros de sectas, prisioneros de guerra, hijos de padres maltratadores o víctimas de violencia en la pareja.

En cualquier caso, el síndrome de Estocolmo debe cumplir tres requisitos. En primer lugar, hay una situación de abuso psicológico, físico o sexual. En segundo lugar, la víctima ha permanecido aislada durante un tiempo significativo; no necesariamente secuestrada, pero sí alejada del apoyo social de sus seres queridos. En tercer lugar, la víctima ha tenido la oportunidad de escapar durante el cautiverio o pedir ayuda, pero decidió no hacerlo. Es entonces cuando surgen los comentarios de los espectadores ajenos a las dinámicas de la relación: «¿Cómo aguantó tanto tiempo?» o «¡Yo a la primera falta de respeto, saldría de ahí!». Si bien atribuir la responsabilidad a la víctima nos permite mantener a raya el miedo a que el día de mañana podamos sufrir lo mismo, erramos al ignorar el lavado de cerebro que tiene lugar en este tipo de relaciones.

En las relaciones abusivas el cerco del apoyo social se va estrechando poco a poco porque la manipulación acaba surtiendo efecto

El síndrome de Estocolmo, precisamente, surge por una inducción de terror extrema que paraliza a la víctima combinada con un confinamiento forzado. Si tienes miedo a las reacciones de tu pareja cuando actúas con normalidad –por ejemplo, saliendo con tus amistades o haciendo planes con otras personas–, puedes acabar evitando el confrontamiento renunciando a tu independencia, más aún cuando tu pareja afirma reaccionar así por tu bien, porque se preocupa mucho o porque te quiere.

Es entonces cuando el cerco del apoyo social se va estrechando o bien porque la manipulación ha surtido efecto poniéndote en contra de quienes te quieren de verdad, o bien porque esas personas deciden alejarse ya que no entienden lo que estás viviendo. Paulatinamente, ambos factores conducen una destrucción de la autoestima: la víctima se ve sola y se cree merecedora de todo lo que le está pasando confirmándose la falsa creencia de que solo su pareja le quiere, cuando lo que ocurre es que su pareja ha eliminado todo lo que le hace feliz como si de un asesino en serie con gran puntería se tratase. Algo similar ocurre en familias con pautas de abuso hacia los hijos, siendo el impacto en ocasiones más grave pues el joven está intentando desarrollar su identidad a la vez que se le niega su libertad.

Potenciar el apoyo social de la víctima es clave, pero es urgente concienciar a la población para que los agresores no justifiquen su conducta

Entra también en juego el ciclo de la violencia, pues al principio todo es idílico hasta que surge un conflicto con faltas de respeto mediante, a veces verbales y en ocasiones físicas. Tras varios días, llega el arrepentimiento. El problema es que a medida que avanza la relación, la luna de miel inicial dura menos, las discusiones son más extremas y la fase de arrepentimiento es más breve. Aun así, la víctima mantiene la esperanza de que el abuso puede cesar pues en medio del terror siempre hay cabida para pequeñas muestras de cariño.

¿El antídoto contra el síndrome de Estocolmo? Fortalecer la autoestima y potenciar el apoyo social de la víctima, tareas que parecen sencillas para la mayoría de los mortales pero que requieren a menudo de psicoterapia, ya que las secuelas de una relación abusiva abarcan depresión, ansiedad generalizada, estrés postraumático o pérdida de la identidad. Sin embargo, el tratamiento individualizado cojea si no se toman medidas colectivas: es urgente concienciar a la población para que las víctimas dejen de normalizar su vivencia y para que los agresores no justifiquen su conducta.

Cuando unos padres menosprecian durante dieciocho años a su hijo o cuando un cónyuge aísla durante décadas a su pareja, algo se rompe por dentro. Reconstruirlo es tarea no solo de la víctima que finalmente decide pedir ayuda, sino de una sociedad dispuesta a cambiar.

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