Economía

¿Liderazgo femenino o mujeres líderes?

Se trata de un concepto que nace en contraposición al liderazgo masculino: se espera que se lidere de una forma menos autoritaria y más colaborativa no solo por los roles que les son asignados, sino porque el modelo tradicional ha quedado obsoleto.

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27
diciembre
2022

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Decisión, autoridad, seguridad, determinación, racionalidad, independencia, competitividad. Son palabras que con mucha probabilidad aparecen en nuestra mente cuando escuchamos el término «liderazgo». Igual de probable es que al ponerle el apellido «femenino» aparezcan otras como empatía, asertividad, comunicación o gestión de las emociones.

Ha quedado atrás el concepto de líder vinculado exclusivamente a la autoridad: para ser líder es necesaria la legitimidad. Y esta ya no funciona en una sola dirección: también han de otorgarla quienes deben seguir al líder, lo que muestra otros dos elementos esenciales, como la capacidad de influencia y la capacidad de convicción para que el equipo se alinee con los objetivos y trabaje para conseguirlos. 

En lo que se viene llamando «liderazgo femenino», estas características se mantienen; lo que cambia no es el qué sino el cómo. Hablar de liderazgo femenino como una tipología de liderazgo tiene importantes implicaciones para alcanzar la igualdad dentro de las organizaciones que no son necesariamente positivas. 

Para empezar, el «liderazgo femenino» como un estilo per se ha nacido condicionado y en contraposición al «liderazgo masculino». Era difícil que surgiera de otra forma, ya que las mujeres han logrado acceder al espacio público hace relativamente poco tiempo y los puestos de liderazgo, además, solo estaban copados por hombres. 

Como estilo, el «liderazgo femenino» ha nacido condicionado por el «liderazgo masculino»

Esta configuración conceptual implica una visión androcéntrica, una en la que el hombre abarca las distintas tipologías que existen del liderazgo –un imaginario que se refuerza por la escasez de mujeres que ocupan este tipo de cargos y que llegan a ser referentes de un determinado ámbito– y en la que el que ejercen las mujeres deviene en una categoría opuesta. Se conforma como la otredad; es decir, en oposición al masculino y no por sí mismo.

Vincular el liderazgo masculino a la racionalidad, los riesgos, la competitividad o la independencia no es casual, como tampoco lo es ligar el femenino a la empatía, la escucha, la comunicación, la asertividad o la cooperación. Es fruto de la socialización recibida desde la más tierna edad y sobre la que se cimienta la identidad. Mediante los estereotipos se crea un sentimiento de pertenencia, de ahí que un grupo adopte unas determinadas actitudes frente a otro y que se creen los patrones sociales de comportamiento. No se trata de un fenómeno negativo en sí mismo –al fin y al cabo, el ser humano es un animal social y gregario–, pero sí se convierte en pernicioso cuando da lugar a una jerarquía y un tipo de socialización conduce a la subordinación de uno de los grupos a través de distintas herramientas y mecanismos. Bajo este mapa conceptual, lo masculino se vincula a los hombres y lo femenino a las mujeres, lo que termina derivando en una esencialización y perpetuación del estereotipo en el que se ha sustentado durante siglos la supeditación de la mujer al hombre. 

De este modo, cuando una mujer accede a un puesto de liderazgo tiene que enfrentarse a otra barrera: el conjunto de expectativas depositadas sobre su desempeño con base en los roles y características tradicionalmente asignados a su sexo. Han de cargar, entre otras muchas cosas, con la losa de la ley del agrado –como ha teorizado Amelia Valcárcel, filósofa española y miembro del Consejo de Estado–, que no consiste en otra cosa que en satisfacer al otro. Cabe aquí plantear si características como la empatía, la gestión emocional, una autoridad más sutil o la sensibilidad responden más a esta ley y a las creencias en las que se apoya que a la realidad. Mujeres como Margaret Thatcher o Isabel la Católica pueden orientar la respuesta.

Se espera que las mujeres lleven a cabo un liderazgo menos autoritario y más colaborativo

Al hablar de «liderazgo femenino» hay también implícita una idea de cambio –que no tiene por qué producirse– con la que se responsabiliza a las mujeres de él. Dicho de otra forma: se espera que lleven a cabo un liderazgo menos autoritario y más colaborativo ya no solo por los roles que les son asignados, sino porque el modelo tradicional ha quedado obsoleto. Un modelo que ha sido ejecutado principal y mayoritariamente por los hombres no solo por su socialización, sino porque a las mujeres no se les ha permitido ejercerlo.

Las palabras con las que designamos la realidad han de escogerse con suma delicadeza, ya que aunque no pueden cambiar la realidad en sí, sí pueden modificar cómo se percibe, analiza y actúa sobre ella. De ahí la relevancia de la conceptualización. 

Entonces, ¿es mejor hablar de «liderazgo femenino» o de mujeres líderes? Normalmente, se utiliza «liderazgo femenino» para hablar de mujeres que ocupan altos cargos o son referentes en algún ámbito, para lo que sería mejor utilizar la segunda opción: mujeres líderes. Además de las razones antes expuestas, es una denominación que da mayor visibilidad y nombra a las que han alcanzado esa posición. Para hablar de una tipología concreta de liderazgo, hay otras clasificaciones que no categorizan en función de rasgos que, erróneamente, se han asignado a cada sexo y que siguen anclados en una visión estereotipada de los roles y personalidades en función de la biología. 

Debemos tener presente que lo que no se nombra, no existe, razón por la que se vuelve indispensable aludir a las mujeres que lideran y contribuir, con un nuevo marco conceptual, a la liberación de expectativas que no hacen sino encorsetar a las presentes y futuras líderes.


Beatriz San José es analista de Consultoría en Thinking Heads.

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