Salud

«Cualquier medida que influya sobre las condiciones de vida es una política antisuicidio»

Fotografía

Cristina Candel
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15
diciembre
2022

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Cristina Candel

«Estoy mal», oímos una y otra vez. Es una sensación que se siente casi de forma colectiva. No es ansiedad, ni depresión. Tal como abordan la psiquiatra Marta Carmona y el psicólogo clínico Javier Padilla en ‘Malestamos: cuando estar mal es un problema colectivo’ (Capitan Swing), en realidad se trata de un conjunto de conceptos entremezclados: desesperanza, cansancio, falta de expectativas, estrés, preocupación y dificultad para saber cuándo se acabará ese sentimiento. No es algo individual, como hemos pensado hasta ahora; al contrario: como defiende la psiquiatra, el legado socioeconómico de la pandemia, las consecuencias del cambio climático, la guerra de Ucrania, la inflación y el desempleo afectan de forma directa en la salud mental. Y eso no se soluciona solo con terapia. En esta entrevista, Carmona aborda los falsos dilemas ante los que nos enfrentamos al hablar de «lo que nos pasa».


Vuestro libro rodea ese sentimiento que recorre las vidas de gran parte de la población y que no sabemos definir. No se trata de ansiedad, de depresión, ni de inquietud. Es otra cosa. Algo que no funciona. ¿Qué es?

Es esa sensación de indefinición: «Hay algo que no va bien». Solemos ponerlo sobre lo individual, pero se trata de una sensación de angustia por no tener acceso a lo básico y no ser capaces de tomar decisiones sobre nuestro proyecto vital. Al final, dependemos de los vaivenes económicos, familiares y del entorno. Es un malestar que se asienta sobre todo en eso, en la escasa soberanía sobre el proyecto de vida. Es esto de lo que se escuchaba tanto hablar en las películas hace unos años y que, ahora, ha sido totalmente relegado a un segundo plano porque a nadie le da para pararse a analizar si se siente realizado.

¿Ha influido la pandemia en esta sensación?

Ya venía de antes, pero sí es cierto que la pandemia nos enseñó que de la noche a la mañana todo puede cambiar. La sensación de fragilidad colectiva y la falta de seguridad individual nos han llegado mucho más.

«Este malestar se asienta sobre todo en la escasa soberanía sobre el proyecto de vida»

En este sentido, tanto Padilla como tú alegáis en el libro que el malestar lo abordáis desde una perspectiva extradiagnóstica. ¿Hasta qué punto nuestro bienestar emocional depende de asuntos externos a nuestros procesos mentales? ¿Qué ventajas encontramos al abordarlo así?

La mirada diagnóstica –da igual de qué rama– busca los problemas, los identifica y les da una solución técnica. Sin embargo, a pesar de que en sí mismo el marco está muy bien, en ningún momento explica la complejidad humana ni lo que trasciende a lo individual. Cuando intentamos entender la sociedad desde un marco clínico solo nos encontramos con problemas para los que necesitamos un tercero que nos arregle, lo que es una limitación de la mirada. Es como si tú tienes que hacer bricolaje en casa y solo tienes un martillo: no te sirve más que para poner clavos. Con la mirada del diagnóstico construimos nuestra subjetividad con conceptos creados exclusivamente para buscar problemas y resolverlos (o intentarlo). Entender nuestra existencia así es bastante problemático.

¿Estamos patologizando demasiado?

Entender que todo es un problema individual que ha de corregirse con una intervención técnica desactiva esa parte social. Lo vemos en la actualidad con el sufrimiento por no llegar a fin de mes o por no seguir el proceso reproductivo. Pero cuesta mucho ver cuáles son los riesgos y factores que influyen si patologizamos las cosas con pastilla mediante. La psicopatología trata de describir los problemas y buscar las formas de que el sujeto se adapte a su contexto, pero si en el grueso de la situación está el problema de las condiciones de vida, que no depende inherentemente del individuo, quizá estemos forzando a la gente a adaptarse a situaciones a las que es imposible adaptarse. Te pongo un ejemplo que vi hace unos días: una oferta de trabajo en una empresa de alto perfil donde se avisaba de que los horarios podían ser extensísimos y que, como plus, se incluía la psicoterapia. Es una forma muy perversa de abordarlo.

Todo esto ocurre mientras la conversación sobre la salud mental se convierte en el epicentro social. El año de 2021, rompimos con el tabú a través de hitos como el discurso de Simone Biles en los Juegos Olímpicos, la propuesta de la nueva ley de salud mental, ese «vete al médico» de Carmelo Romero a Iñigo Errejón…  ¿Qué hace que ahora pueda hablarse de una forma tan distinta de la salud mental? ¿La amplificación de estos mensajes sobre el sufrimiento psíquico puede tener un efecto rebote?

En este boom que estamos teniendo, donde se valida tanto la visibilización, se tiende a hablar de la psicoterapia como si fuera la panacea de absolutamente todo. Y no es así: ninguna intervención clínica sirve para todo. Eso no quita que tenga su utilidad y salve vidas, pero no es milagrosa. Por eso insistimos en que la narrativa social que estamos construyendo respecto a la salud mental es un poco engañosa, ya que si bien es verdad que estamos en un contexto donde hay que reivindicar mejores recursos y más accesibilidad a la psicoterapia, es importante que mantengamos claro esta que no es el antídoto contra el sufrimiento. En este clima, cualquier persona que expresa cualquier tipo de malestar recibe cientos de comentarios animándole a acudir a terapia. Incluso con situaciones dolorosas que son inevitables en esta vida, como la muerte. Y está demostrado que intervenir  precozmente en algo como el duelo hace que el paciente evolucione peor porque el terapeuta se empeña en dirigir la narrativa sobre cómo llevarlo a cabo, pero no podemos –ni debemos– hacer que no duela.

El filósofo Carlos Javier González Serrano ha escrito mucho sobre este asunto: culpabilizar a quien sufre estrés o tristeza por no saber «gestionarlo» o por no contar con las herramientas necesarias para neutralizarlo. ¿Pero anestesiar el sufrimiento no es peligroso?

Esa idea se explicó muy bien cuando salió la famosa película de Pixar, Inside Out: a lo largo de la trama, la tristeza está todo el rato apartada, pero finalmente se resuelve que ella es una emoción tan necesaria como el resto y que, si no forma parte de nosotros, acabamos atascados. Sin embargo, el discurso social que estamos haciendo ahora demuestra que no lo hemos entendido: intentamos sepultarla con cientos de terapeutas cuando lo que las personas necesitan son recursos para elaborar el sufrimiento (otra cosa es que haya personas sin acceso a ellos). No podemos expropiar la capacidad de afrontar emocionalmente la vida, y ese es uno de los riesgos de la conversación de la salud mental ahora mismo.

«No podemos expropiar la capacidad de afrontar emocionalmente la vida»

En este sentido, desde el ámbito político todavía parecemos algo estancados en materia de salud mental. Han pasado 13 meses y la ley de salud mental acumula ya 43 prórrogas. ¿Por qué no sale adelante?

Lo cierto es que se está abordando mejor de lo que se esperaba. Pero a la clase política, en el ámbito asistencial, le cuesta mucho cambiar la forma de abordar los suicidios: solamente se asisten suicidios si se pone algo puramente asistencial –valga la redundancia– como cuantificar la cantidad de muertes o prevenir el acceso a elementos de alta letalidad. Es cierto que son políticas antisuicidios, pero es que pueden ir mucho más allá. La reforma laboral también lo es, por ejemplo, porque todo aquello que influye sobre las condiciones de vida, que permite rehacerse si algo ha ido mal, son políticas antisuicidio y pueden tener mucho más impacto que poner un teléfono 24 horas. Lo que pasa es que esto es mucho más difuso. Y, además, podemos extrapolarlo a cualquier situación: la vida de una persona con esquizofrenia, por ejemplo, mejoraría más con mayores garantías laborales que poniendo más terapeutas (que también hay que hacerlo, pero tiene que ir todo conectado).

Este malestar generalizado que construye la tesis de vuestro trabajo afecta aún con mayor intensidad a los jóvenes. Recientemente, un estudio demostró que el suicidio es ya la primera causa de muerte entre adolescentes, por encima de los accidentes de tráfico. ¿Por qué en ellos se agudiza más esta sensación de pesadumbre?

Porque se juntan muchísimas cosas. Para empezar, la gestión de la pandemia, que también ha influido a la hora de constatar que el mundo gira alrededor de la gente que produce y olvida al resto (véase la cantidad de personas mayores que murieron solas en las residencias o todos esos niños y adolescentes que de un día a otro quedaron olvidados). Eso se ha sumado al incierto horizonte al que se enfrentan las nuevas generaciones, que además están mucho más conectadas con la crisis climática. Tener 17 años y ver lo que se está haciendo con el mundo es bastante angustiante. Si a eso sumamos que miran a generaciones cercanas a ellos, como los millennials, que ya son gente adulta y sin embargo viven en una situación ultra precaria y respecto a la cual no parece existir la posibilidad de un relato alternativo…

Ante esta situación, la Fundación FAD Juventud demostró recientemente que el 25% de los jóvenes toma psicofármacos, especialmente benzodiacepinas. En el libro habláis de la problemática de medicar cualquier desajuste en el bienestar emocional, pero ¿cómo influye en unos cerebros que aún no se han formado del todo?

Esto lo hablé hace poco con una colega que es psiquiatra infantojuvenil: la historia va a juzgar de una forma muy dura lo que estamos haciendo hoy con los adolescentes. Lo de los psicofármacos es muy grave, pero es la consecuencia de haber normalizado el freír a estimulantes y anfetaminas a los críos en el caso del TDH, por ejemplo. Existe esta fantasía (científicamente avalada en su momento) de que a medio-largo plazo la medicación no tiene efectos adversos cuando, si hay una cosa que te enseña lo asistencial, es que no existe ninguna intervención exenta de daños. Y sin embargo, tropezamos con la misma piedra una y otra vez. Más allá de eso, lo peligroso es que hemos normalizado que infancia y adolescencia se mediquen para adaptarse a unas ciertas circunstancias, incluso dentro del sistema educativo cuando no rinden como se espera. Hemos estado años y años mandando este mensaje y muchos chavales han construido su identidad alrededor de que son ellos los que no funcionan porque no son capaces de adaptarse. ¿Por qué, en lugar de eso, no cuestionamos un sistema que no se adapta a todo el mundo? Cuando se siembra esa base de medicar a niños y adolescentes abres la veda y creas una narrativa de sobremedicación. Aunque esto no quita que siempre haya existido un sufrimiento psíquico muy intenso en algunos casos, por supuesto.

«Existe la fantasía de que a medio-largo plazo la medicación no tiene efectos adversos, pero no existe ninguna intervención exenta de daños»

Precisamente James Davies critica en Sedados cómo los países tienden a afrontar la salud mental con un exceso de recetas y diagnóstico. En el prólogo de vuestro libro habláis de la otredad del loco: decimos que el sufrimiento psíquico tiene que ver con las condiciones de vida, pero allá donde no nos sentimos capaces de cambiarlas recurrimos al determinismo biológico y aparecen la dopamina y la serotonina. Desde tu punto de vista, ¿se ha avanzado a la hora de plantear otra forma de afrontar el malestar emocional? ¿Deberíamos abandonar por completo esa idea del cerebro como cualquier otro órgano a curar?

Las neurociencias han fracasado estrepitosamente a la hora de explicar el sufrimiento psíquico. Hay mil teorías biologicistas que no tienen demostración científica. Es una construcción endeble porque en el cerebro existe un correlato de lo que pasa fuera: sabemos que existen experiencias anómalas –o no tan anómalas, porque te sorprendería el número de personas que escuchan voces sin que eso suponga nada más–, pero tienen un correlato con el cerebro. Explicaciones claras de por qué pasa lo que pasa no las hay: el sufrimiento psíquico es algo tremendamente subjetivo y tiene formas muy diferentes de presentación, por lo que hay gente a la que sí le ayudan algunos fármacos a pesar de que en su cerebro haya exactamente lo mismo que en el resto. Y es que el cuerpo no es una máquina con rueditas y palancas que nos permitan subir y bajar la dopamina y serotonina a nuestro gusto. La biología es mucho más compleja que eso y el conocimiento que tenemos es muy endeble.

Existen múltiples estudios que demuestran que, cuanto peor puntúa un país en igualdad, mayor es la tasa de personas con trastornos mentales. Y viceversa. Las diferencias socioeconómicas juegan un papel clave: de la misma forma que el funcionamiento del ascensor social varía según el nivel socioeconómico, ¿la herencia del sufrimiento también lo hace?

La psicoterapia tiene sus indicaciones en este asunto. Hay gente más permeable, y ciertas estrategias encajan mejor con unas personas que con otras. Todas las estrategias funcionan siempre y cuando haya un vínculo con el terapeuta. Pero, sin duda, para entender cómo afrontar el malestar tienes que ver cómo te has construido tú, tu identidad y tu biografía. Ahí es donde influyen las condiciones de vida. Si una persona está en una situación inestable que le genera un sufrimiento atroz, no tiene ni el tiempo ni la energía mental (incluso aunque cuente con los recursos) para buscar atención profesional. Si tienes que estar poniendo tu energía en llegar a fin de mes o en que tu casero no te eche, no puedes dedicarla a hacer un trabajo psicoterapéutico intenso.

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