Woody Allen: un director europeo en Nueva York
A sus 86 años, el director estadounidense ha anunciado que dejará de explorar sus obsesiones: su próxima película será la última de una larga (y particularmente exitosa) filmografía.
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En los últimos años ha habido un debate recurrente en el mundo de la cultura: ¿podemos disfrutar la obra artística de seres despreciables? Es decir, ¿podemos separar al autor de su obra? En el debate aparecen los personajes de siempre: Cèline, Pound, incluso últimamente Picasso. Y muy a menudo se incluye en esa lista a Woody Allen. ¿Por qué? La acusación es un batiburrillo: se le acusa de salir (y luego casarse) con su hija adoptiva (que no era su hija adoptiva, sino la de su expareja), de abusar de su hija adoptiva y de que en sus películas los protagonistas salen con mujeres muy jóvenes. Se mezclan la desinformación malintencionada con la ignorancia, equiparando posibles delitos con juicios morales. No hay una tesis clara: lo importante es extender la sospecha de que es un director «problemático». La acusación, por usar la frase del científico Wolfgang Pauli, «no es ni siquiera falsa». Al que le interese ir más allá de esas simplificaciones puede leer los textos de Robert Weide, la defensa de su hijo Moses Farrow, esta tribuna de Daniel Gascón o este texto de Andrea G. Bermejo sobre el documental Allen v. Farrow, donde se demuestran no solo la falsedad, sino la mala fe de las acusaciones.
El otro debate estúpido y malintencionado es el de su supuesta cancelación. Si está cancelado, ¿cómo es que sigue sacando películas? Pues porque la cultura de la cancelación no es censura, sino ostracismo. La cancelación significa que te cierran la puerta del club al que pertenecías y en el que entrabas con pase VIP; es dejar de ser respetable donde antes eras un referente. Pasar de tener un homenaje en los Oscar a no ser invitado. Aunque parezca una paradoja, puedes tener éxito y seguir cancelado: Woody Allen sigue sacando películas, pero hay una parte de la población estadounidense que piensa de verdad que abusó sexualmente de la hijastra de su exmujer.
Es triste que los últimos años del director, que ha anunciado que su próxima película será la última, estén manchados de cotilleos siniestros y crueles. Su filmografía está llena de ejemplos que refutan la imagen que se ha construido de él en los últimos años, aunque sería un error utilizar sus películas para refutar sus acusaciones (muchos de los que critican su cine por su male gaze o mirada masculina solo han visto Manhattan y Annie Hall, y las han visto de reojo o buscando una confirmación a las ideas que ya tenían).
«La cultura de la cancelación no es censura, sino ostracismo»
Allen ha probado con muchos estilos, siendo en algunos más exitoso que en otros. Su comedia, hoy, me resulta menos interesante que sus dramas bergmanianos –como Interiores, Septiembre, Otra mujer– o sus dramas amorosos –como Maridos y mujeres, Hannah y sus hermanas o Delitos y faltas–, que no tienen nada que ver con las películas en las que recrea al personaje de Alvy Singer en Annie Hall, locuaz, verborreico y un poco insoportable. Son historias melancólicas, íntimas, elegantes, que muchos estadounidenses (en su provincianismo) consideraron europeas. Pero en cierto modo, Woody Allen siempre fue un director europeo en Nueva York.
Como los buenos artistas, Allen explora casi siempre los mismos temas. Es un director freudiano. Sus personajes son neuróticos, se autodiagnostican constantemente y no aspiran a la felicidad sino a estar en paz consigo mismos, reflexionando sobre el trauma, el sexo, el trabajo, la familia o la muerte. Pero la gran obsesión de Allen es el amor. Lo ha observado durante décadas con incredulidad. ¿Cómo puede ser que nos altere tanto? El amor nos salva y destruye constantemente, en un ciclo sin fin. Es como el chiste que cuenta Alvy Singer en Annie Hall: «Un tipo entra en la consulta de un psiquiatra y dice: ‘¡Eh, doctor, mi hermano está loco! Se cree que es una gallina’. Entonces el doctor le dice: ‘¿Por qué no le dices que venga?’ Entonces el tipo responde: ‘Lo haría, pero necesito los huevos’. Supongo que así es como me siento con respecto a las relaciones. Son una locura, son irracionales y absurdas, pero seguimos en ellas porque necesitamos los huevos».
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