Sociedad

Elogio de la austeridad

El contexto global y la delicada situación del planeta exigen cambios importantes en nuestros hábitos de consumo. Sin embargo, elegir una vida moderada no significa renunciar a los pequeños placeres que nos aportan bienestar emocional. La clave es ser más conscientes de lo que necesitamos, de lo que desaprovechamos y de lo que escaseará si seguimos sobreconsumiendo.

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16
septiembre
2022

Los tiempos que corren hacen complicado discernir la delgada línea que separa la austeridad de la apología de la precariedad. A lo largo del último lustro hemos sido espectadores de una crisis económica que se ha maquillado con anglicismos para darle una apariencia cool. Sin embargo, llevar una vida sencilla no significa –ni debe significar– renunciar a aquellos derechos sociales y económicos que ha costado conquistar, sino prescindir de ciertos privilegios que, a día de hoy, ponen en jaque el bienestar del ser humano y del planeta.

Sin embargo, cuando escuchamos la palabra «austeridad», un escalofrío recorre nuestra espina dorsal. De manera cuasinconsciente, nos aferramos a todo aquello que es innecesario para subsistir, pero que nos hace sentir libres. A veces, el mensaje cala hondo, pero en un episodio de consumismo transitorio entramos en una tienda de ropa online y llenamos la cesta con prendas de ropa muy baratas –efecto directo de las condiciones laborales de quienes las fabrican– que acumularemos en el fondo del armario hasta que, en un arrebato de minimalismo, guardaremos en bolsas para donar.

Lo mismo ocurre con la alimentación: España desperdicia 26,2 millones de kilos de comida a la semana, tal y como revela el Ministerio de Agricultura. Compramos más frutas, verduras y otros productos perecederos de los que, muchas veces, podemos consumir. ¿El resultado? Cubos de basura llenos de alimentos consumibles, un bolsillo algo más vacío y un sistema productivo que desperdicia mucho más de lo que consume, pero que a la vez consume mucho más de lo que produce.

Más de la mitad de las emisiones se deben al consumismo: los plásticos, la sobrepesca y la industria tecnológica son algunos de los responsables

El paradigma, calificado como «insostenible» por decenas de expertos de la sostenibilidad y científicos, ya ha llevado a numerosas figuras políticas a solicitar un esfuerzo ciudadano. Entre ellos, el presidente francés Emmanuel Macron, quien recientemente proclamó «el fin de la era de la abundancia». Entonces cuando disparó –como ocurrió durante la pandemia o ante las últimas medidas del Gobierno que, entre otras, pedían reducir la temperatura del aire acondicionado este verano como respuesta a la crisis energética provocada por la guerra en Ucrania– un pensamiento combativo: «¿por qué los que más tienen son los que nos exigen austeridad?». El pensamiento puede estar justificado, pero no es motivo para seguir sobreconsumiendo porque, si bien nuestro esfuerzo puede parecer insignificante cuando vemos a una celebridad viajando en un avión privado para irse de compras, cualquier acción individual sienta la base para una sociedad más sostenible.

El consumidor también es poderoso: tiene derecho a comprar, pero también el deber de informarse sobre los efectos de sus compras. A fin de cuentas, los bienes y servicios que adquirimos en nuestro día a día generan una huella económica y ecológica, y negarlo es condenarnos a vivir una crisis perpetua. Según el proyecto C40, una investigación sobre el cambio climático llevada a cabo en más de cien ciudades a nivel mundial, más de la mitad de las emisiones de gases de efecto invernadero se deben al consumismo: los responsables son los plásticos presentes en los residuos, pero también la pérdida de biodiversidad derivada de la ganadería intensiva, la sobrepesca, la industria tecnológica y la industria textil.

Encontrar el equilibrio entre nuestro bienestar y nuestra posición económica es clave para avanzar hacia esa meta de consumir menos, pero mejor

Es imperativo hacer un ejercicio de autocrítica. Y el primer paso recala en conocer a fondo las dos grandes categorías de consumismo presentes a nivel global. En primer lugar, el consumismo habitual, es decir, aquel que tiene lugar de forma recurrente y a pequeña escala; por ejemplo, las frutas y verduras de más que compramos en el supermercado. También entra dentro de esta categoría el abuso de energía que hacemos solo por costumbre; por ejemplo, ese grado de más en el aire acondicionado o esas bombillas incandescentes que nos negamos a cambiar por pura pereza.

Por otro lado, fuera de la rutina nos enfrentamos al consumismo ocasional: pedir comida a domicilio con la nevera llena, comprarnos unas deportivas nuevas idénticas a unas que tenemos cubiertas de polvo en el zapatero solo porque son de otro color, etc. Este tipo de compras aportan un gran bienestar psicológico pasajero, ya que nos permiten escapar del día a día, pero pueden conducir a un consumismo compulsivo influenciado por el marketing y con un impacto negativo en nuestra salud mental. Son esos caprichos que no necesitamos y que, siendo realistas, apenas disfrutamos porque o bien nos hacen sentir estafados, o bien son perniciosas –por ejemplo, una crema que provoca acné, un vaquero que aprieta demasiado o un paquete de tabaco–. Es aquí donde cobra importancia la información, siempre a nuestro alcance, pero que muchas veces pasamos por alto.

La principal estrategia contra el desperdicio habitual y ocasional es sinónimo de consumo responsable. Comprar productos de proximidad en comercios locales, analizar la eficiencia energética de nuestro hogar y encontrar un balance entre nuestro bienestar y nuestra posición económica y social es clave para avanzar hacia esa meta de consumir menos, pero mejor. Esto no significa que tengamos que renunciar a aquellos pequeños caprichos que nos aportan felicidad, pero sí que podemos moderar nuestros impulsos para que no sufra ni nuestra cartera, ni la Tierra.

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