Sobre la elegancia
La elegancia que tanto admiraba Ortega y Gasset habita en los pequeños detalles: la coma del vocativo, un correo electrónico bien redactado, un ramo de margaritas, una llamada para preguntar cómo estamos, los modales más insignificantes, una pequeña biblioteca bien surtida, un café en una taza bonita, una camisa recién planchada, escuchar mucho y hablar lo necesario.
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Hay que ser sumamente cuidadoso a la hora de hablar sobre elegancia, principalmente porque es muy fácil ser poco elegante y decir alguna tontería o caer en tópicos manidos. Y es que se ha escrito mucho (y en ocasiones, mal) sobre la elegancia, confundiéndola a veces con una manera de vestir o con una determinada prenda. No en vano, ya lo advertía Ortega y Gasset: «Se suele tener de la elegancia una idea estúpida y superficial».
Para evitar cualquier confusión, acudamos a nuestros mejores aliados ante cualquier duda existencial: la Real Academia de la lengua y los clásicos. Si buscamos elegancia en el diccionario, la primera acepción es «cualidad de elegante» y la segunda –ya nos da una pista– «forma bella de expresar los pensamientos». Si seguimos tirando del hilo y llegamos a elegante, la primera acepción es la que encaja perfectamente con nuestro planteamiento: «Dotado de gracia, nobleza y sencillez». Y es que la elegancia está más cerca de ser una forma de comportarse o un concepto ético o moral que de una forma de vestir.
Si nos vamos a los clásicos, Balzac nos dejó su fascinante Tratado de la vida elegante, donde nos daba algunas reglas de la (auténtica) elegancia a la manera de aforismos: «Ser elegante es esencialmente preferir la sencillez al lujo» o «la elegancia trabajada es a la auténtica elegancia lo que una peluca es al pelo».
Y nos dejaba una genial definición de la verdadera elegancia: «Existen personas cuya voz armoniosa imprime a su habla un hechizo que se extiende igualmente a los modales. Saben hablar y callarse, se ocupan de nosotros con delicadeza, solo tocan temas de conversación convenientes, eligen sus palabras con acierto, su lenguaje es puro, sus bromas acarician y su crítica nunca hiere. En ellos no hay esfuerzo, lujos ni ostentación; sus sentimientos se expresan de manera sencilla porque son auténticos. Esas personas tienen la gracia esencial. Ese poder magnético constituye la gran meta de la vida elegante».
«Estamos rodeados de cosas que no son elegantes, aunque lo mejor sea ignorarlas y no dedicarles mucho tiempo»
Siguiendo con los clásicos –y recordando, como dijo Rafael el Gallo, que «lo clásico es lo que no se puede hacer mejor»– Ortega y Gasset nos regaló a lo largo de su obra varias reflexiones realmente certeras sobre el sentido de la elegancia, una de ellas totalmente definitoria: Ética y elegancia son sinónimos, recordándonos que elegancia viene del latín elegir (eligere), por lo que elegans o elegante es quién elige. Así, la elegancia sería, como la ética, el arte de elegir bien nuestras acciones.
Así mismo rechazaba la idea de la elegancia como algo superficial: «La elegancia debe penetrar la vida íntegra del hombre desde el gesto y el modo de andar, pasando por el modo de vestirse, siguiendo por el modo de usar el lenguaje de llevar una conversación, de hablar en público, para llegar hasta lo más íntimo de las acciones e intelectuales. Nuestra manera de reaccionar ante lo que le prójimo nos hace, puede ser elegante o inelegante».
De este modo, Ortega afirmaba que «el hombre puede poseer la elegancia en la figura de su cuerpo, pero también en su alma o modo de ser; y hay gestos elegantes y hay acciones que lo son, puesto que existe una elegancia moral que no es igual a la simple bondad u honestidad». Y nos da una maravillosa descripción de la persona elegante: aquella que no hace ni dice cualquier cosa, sino que «hace lo que hay que hacer y dice lo que hay que decir».
«Y es que, como decía Ortega, «la elegancia es una sutil calidad, gracia, virtud o valor que puede residir en cosas de la más varia condición»»
Desde el mundo de la moda –una forma de fealdad tan intolerable que tenemos que alterarla cada seis meses, según Oscar Wilde– también nos han dejado apuntes muy interesantes sobre qué es la elegancia. Así, Coco Chanel decía que «la sencillez es la clave de la elegancia» y Carolina Herrera afirmaba que «la elegancia no se define exclusivamente por lo que llevas puesto; es la forma en la que te comportas, tu forma de hablar, lo que lees».
Y es que, volviendo a Ortega, «la elegancia es una sutil calidad, gracia, virtud o valor que puede residir en cosas de la más varia condición». De este modo, la elegancia habita en los pequeños detalles: la coma del vocativo, un correo electrónico bien redactado, un ramo de margaritas, una llamada simplemente para preguntar cómo estamos, una pequeña biblioteca bien surtida, un café en una taza bonita, una camisa recién planchada, escuchar mucho y hablar lo necesario. O en unos buenos días, por favor y gracias.
Por otro lado, estamos rodeados de cosas que no son elegantes, aunque lo mejor sea ignorarlas y no dedicarles mucho tiempo: Twitter, Facebook e Instagram no son elegantes; mirar mucho el móvil no es elegante; un selfie jamás podrá ser elegante. Hablar sin escuchar tampoco es elegante, al igual que gritar, el egoísmo y, sobre todo, quejarse.
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