Opinión

La culpa

Apenas quedan personas que defiendan la culpa, pero ¿no sería de provecho un poco más de culpa en ciertas situaciones que observamos todos los días?

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07
julio
2022

La culpa no tiene abogados. Apenas quedan personas que la defiendan. Todos hemos sentido culpa alguna vez e irremediablemente todos estamos expuestos a un discurso afanado en desautorizar la culpa. La culpa sentida parece algo malo, algo que debemos erradicar, un residuo de dominación clerical que nos atenaza y nos somete hasta el punto de que uno debería sentirse culpable por sentir culpa. Parece que tuviéramos que pedir perdón por ser culpables. Es decir, en todo momento y en toda circunstancia uno lo que tendría que hacer es disculparse. Ante quien sea.

Yo no sé si ustedes viven rodeados de culposos o si sienten esa potencia omnipresente de la culpabilidad. Cada vez que escucho a alguien imputar nuestra intimidad con la culpa a «la-tradición-judeocristiana», me pregunto hasta dónde conocen esa tradición y en qué textos o bajo qué prácticas el judaísmo o el cristianismo nos han hecho especialmente culpables. Basta echar una mirada al inclemente tratamiento de la culpa en la Grecia antigua, por ejemplo, para comprender el alcance liberador del cristianismo. Cómo no será la cosa que San Agustín llegó a hablar de la felix culpa, esto es, de una culpa feliz. 

Por más que observo a mi alrededor, no encuentro esos abusos de la culpabilidad que tan freudianamente se denuncian. A lo mejor es que me muevo en un contexto mediocre pero, en mi caso, no dejo de ver circunstancias en las que un poco más de culpa sería de gran provecho. Lo veo en mí mismo, que con más frecuencia de la que quisiera soy capaz de aliviar mi conciencia, y lo localizo también en el espacio público, donde añoro una cierta sensibilidad responsable en quienes, por ejemplo, asumen cargos políticos.

«La culpa, en muchas ocasiones, no es más que un síntoma de lucidez»

Cuando la gente dice que no hay que sentirse culpable yo tiendo a pensar en Bárcenas o en Griñán, en esas celebridades que cometen delitos económicos y, por supuesto, en mi propia historia. Entonces concluyo que a lo mejor, quizá, en algún grado unos gramos de culpa bien alojada no habrían venido tan mal. 

La culpa, en muchas ocasiones, no es más que un síntoma de lucidez. Todos tropezamos, nos equivocamos y, desde luego, en casi ninguna circunstancia estamos a la altura de nuestra mejor versión. Hacemos daño a otros y, a veces, esa imprudencia se opera con pleno conocimiento y hasta con una voluntad parcial. Todos metemos los pies en el charco y, quizá por eso, no está de más que en ocasiones cobremos una conciencia suficiente como para sentirnos mal. No sé si es poético, pero al menos parece justo.

Existe, por supuesto, una culpa abusiva, patológica e infundada. Pero como toda emoción socialmente intervenida, que la culpa pueda disponerse de forma fallida no impide que también pueda emplearse como un recurso responsable. La peor culpa es la que imputamos a los otros, la acusación digital con la señalamos la falta ajena o, aún peor, la sonoridad con la que ejercemos esa indicación moral para que parezca que nosotros sí somos verdaderamente virtuosos. El que acusa juega a distinguirse siempre del acusado, por más que se nos parezca. O incluso porque puede que sea idéntico a nosotros.

Hay una bonita etimología que, como todas las buenas, tal vez sea falsa. Es una raíz que aproxima la culpa al golpe, como en italiano, que la colpa puede entroncarse con colpire; esto es, con golpear. Este verbo termina por llevarnos a otro, ahora griego, y que parece hacer referencia al golpe que hace la barca cuando encalla en la arena. Sentir culpa sería, entonces, sentir un pequeño golpe que nos ayude a despertar y a recuperar la lucidez. Como cuando uno está aturdido y, de pronto, el amigo nos da una palmada en la cara para despertarnos. El impacto de la culpa es un recurso de última urgencia que nos impide convertirnos en uno de esos psicópatas que dicen que nunca se arrepentirán de nada. 

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