Cultura

Palabras del Egeo

Entre las cristalinas olas del mar nació la lengua griega y, con ella, una civilización que nos cambiaría para siempre. En ‘Palabras del Egeo’ (Acantilado), Pedro Olalla ahonda en los cimientos más profundos de una de las bases de la cultura occidental.

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28
junio
2022

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Esta vez, cuando bajes del barco, estarás ya tan alto como yo. Se me está haciendo larga la espera.

Hoy, a primera hora, cuando todo parecía dormido todavía, me vine a caminar descalzo por la orilla del mar: mis pisadas y las olas que se deshacían suavemente en la arena fueron, durante un rato mágico, los únicos sonidos de la isla. Más tarde busqué asiento en la playa vacía, en el lugar donde ahora estoy, a la sombra de un viejo tamariz con el tronco vencido por el viento y pintado de cal hasta donde comienzan a crecerle las ramas.

La primera página en blanco de este cuaderno en el que ahora te escribo refleja de forma cegadora la pletórica luz que vierte sobre el mundo el cielo del Egeo. Bien pensado, casi me atrevería a decir que no refleja solo la luz: que también es sensible al soplo de esta brisa, cargada de sal y de tomillo; que el papel es uno de esos muros calientes del camino por el que trepa alguna lagartija; una de esas paredes encaladas del pueblo contra las que resuena el canto infatigable de las cigarras. Me deslumbra su blanco cuando voy a escribir, y tengo que hacer sombra con la mano. Luego, cada vez que levanto la mirada, me encuentro con el mar, de un azul aún mucho más profundo que el del cielo. Y así, como venida del silencio, casi escucho tu risa de niño, tu ya lejana voz de niño, repartiendo con asombro aquella alegría inesperada y pura que te produjo ver delfines por primera vez. Delfines de verdad: tan reales como en tu fantasía.

Ahora acabas de cumplir los 17. Y he decidido escribirte este cuaderno mientras te espero aquí, en la isla, porque tú, para mi sorpresa y sin que nadie te moviera a hacerlo, has decidido venir a cuidar de tu griego: de la lengua que aprendiste de pequeño como un milagro natural y sencillo, la lengua del colegio y de la calle, la lengua en que, jugando, les hablabas a tus coches, a tus insectos, a tus conchas, antes de separarnos.

Todo es uno: la lengua griega… y esta luz, este mar y estas rocas de donde fueron desprendiéndose sus primeras palabras

¿Cómo puedo ayudarte a aprender una lengua que ya hablas? ¿Acaso interrumpiendo tu conversación con una clase de gramática cada vez que dejes escapar un gazapo? Sé que no acabaríamos bien. En realidad, más que ayudarte a aprender la lengua griega, lo que me gustaría es poder ayudarte a explorarla. O, para ser sincero, a amarla. Por eso, de momento, en los diez días que faltan para tu llegada, voy a llenarte este cuaderno de cosas que he pensado y sentido todos estos años en contacto diario con lo griego, y en contacto, también, con todo este pequeño gran mundo que se asoma desde tiempos remotos a las orillas del Egeo. Son cosas que no voy a ponerme a contarte cuando estemos juntos, claro está; pero que ahora, aquí solo, a la espera, puedo intentar dejártelas escritas para siempre.

Quisiera que llegaras a entender que todo es uno: la lengua griega… y esta luz, este mar y estas rocas de donde fueron desprendiéndose sus primeras palabras. Así lo veo yo: uno. Un curioso universo: sonido de guijarros, consonantes que chocan entre sí, sustantivos mojados por las olas, raíces semánticas, raíces de frigana, huesos, caparazones, el sol que reverbera sobre el mar, nombres que imitan un rumor eterno, verbos que nacieron de un gesto, preposiciones que son una seña, sílabas que son cuernos que embisten, letras que insinúan el flujo del agua o del aire, palabras viejas que han salido del mar como la vida, como tortugas que van a desovar a la arena. Sé que aún no entiendes nada, pero voy a intentar que llegues a entenderlo.

SalsWalsHals… parece estar diciendo desde siempre cada ola que rompe en la orilla. Ἅλς [hals] llamó la lengua griega al «mar» hace milenios, como tratando de repetir su voz. De ese nombre aprendieron después nuestras lenguas a llamar a la sal.

Ya ves, Silvano, hablamos con palabras cuyo remoto origen se ha ido difuminando poco a poco en la memoria de los hombres. Pero hubo de existir un origen, un tiempo en que nuestros ancestros más lejanos, que sin duda aludían a las cosas presentes señalándolas con el dedo, comenzaran a aludir a las ausentes tratando de evocarlas a través de la voz. «El nombre es el intento de imitar el mundo a través de la voz», observaron los sabios antiguos. Y, sin duda, fue la naturaleza, con sus rumores, sus chasquidos, su luz, sus movimientos, la que dictó a los hombres las primeras palabras: primitivas partículas con voz y pensamiento, arcanas criaturas de un tiempo muy remoto, que viven aún ocultas en la lengua abisal del Egeo.


Este es un fragmento de ‘Palabras del Egeo. El mar, la lengua griega y los albores de la civilización‘ (Acantilado), por Pedro Olalla.

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