Opinión

Securizar la incertidumbre

Vivíamos con la sensación de estar atrapados en ese tiempo interminable de hiperconsumo al que, posteriormente, se irían sumando los distintos países. No obstante, hoy hemos sido succionados por un presente que no parece tener ni inicio ni final. En ‘Estéticas de la ausencia’ (Huso), Gómez-Blesa desentraña los rasgos de un sistema que parece cercano al colapso.

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18
octubre
2021

Esta crisis ha dejado entrever la fragilidad y el carácter provisional de nuestra existencia, la falta de certezas en un mundo que parecía previsible y calculable. Según Achille Mbembe, ha cambiado nuestra manera de concebir el tiempo y el futuro. No sabemos cómo será el mañana, ni si habrá un mañana, pues las instituciones ya no pueden certificar ni otorgar certidumbre ante la crisis que estamos viviendo. La ‘happycracia’ que ofertaba el estado de bienestar ha venido a ser sustituida por una ‘fobofobia‘ –el miedo al miedo– y una tanatofobia. La aparición aleatoria del sufrimiento y muerte ha hecho surgir la experiencia extrema del horror, de la perplejidad, de la incertidumbre que lleva a poner en entredicho las expectativas de un pueblo. Nuestro presente, como señala Marina Garcés, tiene una condición póstuma: «Nuestro tiempo es el tiempo de todo se acaba. Vimos acabar la modernidad, la historia, las ideologías y las revoluciones. Hemos ido viendo cómo se acababa el progreso: el futuro como tiempo de la promesa, del desarrollo y del crecimiento. Ahora vemos cómo se terminan los recursos, el agua, el petróleo y el aire limpio, y cómo se extinguen los ecosistemas y su diversidad».

La ‘happycracia’ que ofertaba el estado de bienestar ha venido a ser sustituida por una ‘fobofobia’ –el miedo al miedo– y una tanatofobia

Hace tiempo que dimos finiquito a la idea de progreso y se certificó la muerte del futuro. Muchos piensan ya desde «el agotamiento del tiempo», desde un apocalipsis inminente que hace de la historia una pendiente inclinada hacia el vacío. Es difícil albergar una esperanza en el tiempo venidero, y nos asola una enorme fatiga. No nos atrevemos a hacer planes o proyectos individuales ni colectivos. Todo puede tomar un giro inesperado y todo puede irse al traste en cualquier momento. Nuestras expectativas futuras están en stand by y la vida parece quedarse en suspenso. Es una vida provisional, una vida estancada, sin posibilidad de desarrollo. No future.

La posmodernidad nos quiso hacer creer que viviríamos cómodamente en un presente eterno de hiperconsumo al que irían arribando, con lentitud, los países más desfavorecidos. Vivíamos con la sensación de estar atrapados en ese tiempo interminable, sin la nostalgia del pasado ni la posibilidad abierta del futuro. Puro continuum, donde cada instante se absolutizaba en acontecimiento hasta alcanzar el esnobismo. Paul Virilio hablaba en La ciudad-pánico de la ‘dromología’ de la era posmoderna, de la velocidad que se imprimió a ese presente cerrado, debido al progreso tecnológico e informático, que trajo una aceleración del tiempo existencial, con el consiguiente agobio y estrés psicológico. Se aceleró el ahora, se «presentificó» el tiempo real, provocando una especie de amputación del volumen del tiempo, de su profundidad, hasta llegar al advenimiento del tiempo mundial único de la globalización, presente permanente que todo lo succiona. El nuevo Saturno.

Las dos grandes instituciones, la familia y el trabajo, que en la modernidad clásica contaban con una gran estabilidad, han pasado a ser inestables y cambiantes

También Hartmut Rosa, continuando con la crítica emprendida por Virilio, considera la aceleración como uno de los rasgos definitorios de la modernidad tardía, y la clasifica en tres tipos: la aceleración tecnológica –en relación con el aumento de la velocidad en el transporte, los medios de comunicación y la producción– que conlleva una alteración de la concepción tradicional espacio-temporal, en la que el tiempo impera sobre el espacio, contrayéndolo o reduciéndolo. Las distancias espaciales se recorren cada vez en menos horas y hay una deslocalización de las operaciones y de los encuentros sociales gracias a la virtualidad que brinda internet; además, los lugares comunes acaban convirtiéndose en lo que Marc Augé definió como los «no-lugares». Rosa distingue un segundo tipo de aceleración, la del cambio social, en la que se observa cómo los valores, las actitudes, las modas, los estilos de vida, los movimientos culturales, los cánones estéticos, las relaciones sociales se transforman con una mayor rapidez.

Las dos grandes instituciones, la familia y el trabajo, que en la modernidad clásica contaban con una gran estabilidad y duración en el tiempo (uno tenía una sola familia y un solo trabajo a lo largo de la vida), han pasado ahora a ser inestables y cambiantes (aumentan los divorcios y se crean varias familias en nuestro periplo vital, al igual que se cambia continuamente de empleo y de empresa). Por otro lado, las agrupaciones sociales de carácter estable que podían ser geolocalizadas en un mapa, ahora son sustituidas por flujos culturales y sociales, cuyos puntos de encuentro son los ‘ideoscapes’ (paisajes ideológicos) de las pantallas de ordenador. Por último, Rosa añade, como tercer tipo de aceleración, la del ritmo de la vida, que se traduce en lo que Hermann Lübbe denomina la «contracción del presente», que impone un ritmo vertiginoso, con una obsesión por la falta de tiempo, un «hambre de tiempo», tanto personal (no hay momento para ocuparse de la familia, se come más rápido, se duerme poco) como profesional (la competencia laboral es tan fuerte que el trabajador no se puede quedar rezagado en su preparación, bajo el riesgo de ser reemplazado por otro en su puesto). Se vive en un constante y angustioso estado de urgencia que se caracteriza por «un incremento de episodios de acción o experiencia por unidad de tiempo», es decir, se hacen más cosas en menos tiempo. De ahí que Rosa establezca una conexión entre aceleración y alienación, en tanto que la velocidad imprimida a la existencia provoca una ansiedad, insatisfacción e infelicidad en los sujetos. Pero lo más paradójico de todo, según este filósofo alemán, es que esta aceleración no se traduce en un cambio transformador de nada. Es un movimiento sin finalidad, un movimiento convulso, sin objetivo. Se trata de una cinética vacía.

Este presente absoluto posmoderno empieza a declinar con el comienzo terrible del siglo XXI. El derrumbe de las Torres Gemelas y, más tarde, la crisis económica de 2008, supusieron el pistoletazo de salida de este tiempo póstumo, un tiempo antes del fin. El miedo ha anidado en nuestros cuerpos. Hemos pasado de la condición posmoderna, como señala Marina Garcés, a la condición póstuma. Esta sensación de acabamiento se ha extendido como un virus y ha desatado el malestar psíquico y físico generalizado en las economías más prósperas y la imposibilidad de subsistencia en las más pobres. Hay una experiencia compartida del límite, del fin. ¿Hasta cuándo puede aguantar el sistema?


Este es un fragmento de ‘Estéticas de la ausencia‘ (Huso), por Mercedes Gómez-Blesa.

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