No estamos solos
Buena parte de la angustia que vive Europa se debe a una sensación extendida de soledad y de amenaza. El miedo al futuro que sienten muchos compatriotas obliga a reparar las redes de inmediato. De otra manera, los extremismos se adueñarán de la agenda y de las mayorías suficientes en los parlamentos nacionales.
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Se termina un 2025 complicado para Europa. Y aunque las proyecciones para el próximo año no indican cambio de vientos, es mejor no caer en la resignación que genera el fatalismo. Como en tantos campos de la vida, eso es lo complicado. Encontrar el equilibrio entre la preocupación de muchos hogares ante un contexto, internacional e interno, que se percibe como hostil y la sensación derrotista que conduce a pensar que los problemas son irresolubles. Nos merecemos algo más que tener miedo al futuro o vivir sin esperanza. ¿Cómo se gestiona este sentimiento compartido por muchos en Europa de que no existen expectativas positivas y de que van a vivir peor que sus padres? ¿Cómo se reconduce ese malestar que alimenta los populismos y ofrece a los más extremistas una oportunidad que antes no tenían?
La primera opción: estamos solos. O mejor, para evitar la contradicción, estoy solo. Hay quien encuentra la esperanza –en este entorno turbulento en el que Europa busca su lugar– plegando las antenas literalmente y reivindicando su aislamiento. Sin atender las noticias ni las redes sociales, descenderá el ruido pero se corre el riesgo de no poder interpretar bien qué está ocurriendo y por qué. Una suerte de e-ermitaño, un Baterbly contemporáneo. Antes de optar por el exilio eterno en Radio Clásica, es posible mejorar la escucha diaria combinando esta excelente emisora musical con una dieta informativa que sea saludable, diversa, plural y profesional. Eso depende de cada uno. Y sin olvidar que, este instante de la vida, este microsegundo en el que algo puede estar cambiando de forma irremediable, quizá se comprenda mejor mejor si al buen trabajo periodístico se le añade una buena conversación y una dosis de ficción. Barra libre para la ficción, pero de la que como diría el filósofo Javier Gomá permite «a las polillas aspirar a ser ángeles».
Nos merecemos algo más que tener miedo al futuro o vivir sin esperanza
La segunda posibilidad: estamos acompañados. Buena parte de la angustia que vive Europa se debe a una sensación extendida de soledad y de amenaza. El individualismo creciente introduce los nervios en una caja de resonancia en la que todo suena mucho más intenso. Son monstruos, algunos con pies de barro, como los que con frecuencia asoman cuando uno no puede conciliar el sueño. El miedo a perder el estatus, o lo poco que se tiene, la ausencia de aspiraciones inspiradoras y el avance de la precariedad que se ceba sobre todo con los jóvenes y muchas familias de trabajadores están cargando de explosivos las bases de nuestra convivencia y modelo de vida. Y el reto es tan evidente y tan mayúsculo que solo colectivamente podremos abordarlo. Si la situación geopolítica se traduce en recortes de la calidad de vida de los europeos, hay que empezar a discutirlo ya. Si ya tenemos en Europa un problema de desigualdad creciente que fractura las sociedades, urge abordarlo ya. El miedo al futuro que sienten muchos compatriotas obliga a reparar las redes de inmediato. De otra manera, los extremismos se adueñarán de la agenda y de las mayorías suficientes en los parlamentos nacionales. La radicalidad rebasará, entonces, los discursos y se traducirá en decisiones extremistas y excluyentes.
Para reparar las redes es conveniente pasar del yo al nosotros. Como sostiene Minouche Shafik en su ensayo Lo que nos debemos los unos a los otros, se trata de «no vernos abocados a una destructiva fracturación de la confianza mutua en la que se basan la ciudadanía y la sociedad». En el discurso público conviene cambiar el enfoque hacia planteamientos más constructivos como la alianza por un nuevo pacto social que olvide tanta queja y lamento. Porque no se puede pedir más a quien hoy está sufriendo las consecuencias de la pobreza o hace equilibrios entre tanta precariedad. Pero a los que gozan de una posición más holgada pero se han apuntado al catastrofismo, sí. Por supuesto que sí. Porque todos somos responsables de lo que se tiene en común.
Como lamentaba en 2016 el jurista Joseph H. H. Weiler, se extiende la creencia de que «el Estado, el servicio público –ellos– es el responsable. Nunca nosotros. La idea de que ellos son nosotros ha desaparecido. (…) Somos una Unión de derechos, nunca de deberes». La construcción de un espacio, si se quiere incluso desde el punto de vista sentimental, más colaborativo y mutualista proporcionará aliento para resistir mejor los tiempos recios que llegarán. Y ayudará a generar un marco de pertenencia. Sí, de comunidad. Eso es lo que necesitamos. Sentir la compañía del otro, confiar en él para dar sentido al compromiso individual. Porque esa es la paradoja del momento: la suma de individuos y de sus voluntades es necesaria para no acabar arrastrado por esta corriente de pesimismo. Este es el camino si nos importan las cosas. De otra manera, paralizados, solo quedará cantar con Rosalía las señales de la trascendencia.
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