Siglo XXI

«El problema de España no es el bipartidismo, sino la partitocracia»

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19
julio
2022

Vivimos en la era de la confrontación y la crispación. Los discursos del odio, que hacen un uso estratégico de la mentira, deterioran las democracias al alimentar los movimientos populistas, más interesados en señalar culpables que en buscar soluciones. Esta es la idea que rodea al último libro del economista y consejero editorial de Ethic, Jordi Sevilla, ‘La España herida: las seis brechas sociales y cómo corregirlas’ (Deusto). Las causas del fenómeno hay que rastrearlas en la ruptura de la cohesión social, un problema acelerado por la globalización descontrolada, la crisis de 2008 y la pandemia, pero también por esa tendencia política a anteponer los intereses de los partidos frente a los intereses generales de los que, alude Sevilla, «ya casi nadie habla». En esta conversación celebrada en las oficinas de ESADE con Toni Roldán, director del Centro de Políticas Económicas de la institución, ambos economistas analizan la realidad económica y política de España en busca de soluciones para alejarnos del malestar social.


He leído tu libro con mucha atención. No solo por las propuestas que haces, sino porque aprovechas en los primeros capítulos para analizar la situación de los últimos años. Pero antes de hablar sobre tu obra, me gustaría centrarnos en algo más urgente: el contexto macroeconómico actual. Por primera vez en tres décadas, la inflación alcanza los dos dígitos en España, y durante el último año nos hemos encontrado con dos grupos de economistas: los que estaban en el mundo de la inflación transitoria y los que estaban en el mundo de la inflación persistente. Las opciones de los bancos centrales empiezan a ser cada vez más complicadas, y el dilema puede acarrear un gran impacto en la economía. ¿Se está haciendo suficiente? ¿Hemos calculado mal?

Hasta ahora yo me he situado en el bando de los que pensaban que esto era algo transitorio. Había un exceso de catastrofismo por parte de nuestros colegas que, tirando de manual, veían la recesión a la vuelta de la esquina aplicando un mecanicismo que creo que no es muy acorde con lo que hemos visto en estos últimos años. Hemos tenido la misma masa monetaria que ahora durante diez años; el problema era la deflación. El simplismo que hay detrás del «ya por fin, diez años después, sale la inflación» deberían hacérselo mirar, así como diferenciar entre condición necesaria y condición suficiente. Es cierto que he basado mi diagnóstico en no querer ser pesimista, en la confianza de que hemos ido viendo como el tope de la inflación se daría en marzo y que, a partir de ahí, iría bajando. Las predicciones de todos los organismos la situaban entre el tres y el cuatro, que sigue siendo muy alto en términos de los últimos años, pero iba bajando. Es más: he defendido durante mucho tiempo que más que una inflación era una subida de precios, que es distinto. Lo que había era un shock de oferta que estaba subiendo algunos precios y, por lo tanto, la reacción del Banco Central Europeo –que en esto no está siguiendo a la Reserva Federal– iba a ser muy pausada. El dato del diez y pico me ha sorprendido y preocupado. Ya no solo son las subidas de los precios de energía y alimentos, sino que se empieza a ver en transporte y en la subyacente. Es decir, empieza a ser ya una situación inflacionista, aunque, a pesar de todo, todavía no ha arrancado la espiral precio-salarios. Es evidente que los salarios están empezando a negociarse un poco al alza, pero estamos hablando de un tres y un cuatro con una inflación de un nueve o un diez. Quizá el Banco Central vaya a tener que endurecer un poco más su posición, aunque dentro de un orden, porque la respuesta a la pandemia es muy diferente a la respuesta a la crisis de la deuda y del euro del 2010. También lo está siendo la respuesta a la guerra de Ucrania respecto a lo que han hecho normalmente la Unión Europea y el propio Banco Central Europeo. Creo que el contexto debería dar lugar a que el Banco Central subiese medio punto en lugar de un cuartillo, algo que indica más firmeza.

¿Cuál será el impacto en la economía? ¿Se avecina una recesión?

El efecto práctico que estamos viendo es la subida de los tipos de interés. ¿Hasta el punto de generar una recesión? Me cuesta mucho pensarlo: recesión son dos trimestres consecutivos con decrecimiento negativo, y los datos de hoy no lo avalan. Podrían avalar que, en lugar del 4%, este año crezcamos el 3%, y que el año que viene en lugar del 2,8% sea el 2%, pero eso no es exactamente una recesión. No querría entrar en el tema del cambio en el presidente del INE [Sevilla se refiere a la dimisión de Juan Manuel Rodríguez Poo tras las críticas a los cálculos del organismo sobre el PIB y el IPC el pasado mes de junio], pero es verdad que estamos viendo datos de recaudación y empleo que no corresponden con los datos del PIB. Sin acusar al dedo que señala a la luna, vivimos un momento diferente a lo que ha sido hasta ahora en términos de situación, evolución y relación entre variables en la economía española. Pero a veces se nos olvida que todo esto ocurre en un marco de la digitalización: tendríamos que tirar a la basura la mitad de los libros de economía que hemos estudiado. El algoritmo, por ejemplo, permite que la oferta y la demanda se crucen en muchos puntos y no solo en uno; ya solo eso altera bastante el concepto tradicional de oferta-demanda-precio. Incluso el precio tiene un valor diferente al que tenía en términos históricos en esta economía digital. Están cambiando demasiadas cosas como para predecir cómo va a ser la situación. Si no se complica todavía más por la guerra, y si fuésemos capaces de encontrar alguna fórmula que desbloqueara los cereales en Ucrania separándonos –poco a poco– de la dependencia del gas y del petróleo ruso, los precios tenderían a moderarse en los próximos meses.

En el primer capítulo de tu libro, realizas un análisis con el que estoy de acuerdo en la sección Raíces de la actual discordia: hasta aproximadamente 2018, todos compartíamos un diagnóstico parecido al del politólogo Francis Fukuyama. Un optimismo con la democracia liberal y la creencia de que la tecnología iba a hacer que los regímenes autoritarios no pudieran resistir y, además, nos conduciría a permanentes incrementos de productividad. Luego ha venido la realidad: un auge del populismo y un incremento de la polarización a nivel global. A veces creemos que la raíz de estos problemas es esencialmente económica, y tendemos a ofrecer respuestas esencialmente económicas, pero los que hemos pasado por política sabemos que influyen también otros factores –como la identidad o el sentido de pertenencia– que van más allá. Y nos cuesta mucho ofrecer respuestas que no sean económicas.

En el libro reconozco dos cosas que son, en realidad, obviedades: primero, que los seres humanos no se mueven solo por sus intereses; y segundo, que sus intereses no son solo económicos. Independientemente de la formación de unos y otros, no podemos olvidar lo que significa la pérdida de respeto que mucha gente ha sentido por un sistema que le ha engañado. Ahora estoy trabajando en esas promesas que mencionas y que yo llamo errores del siglo XXI. Ya no solo es que la globalización no nos haya hecho ricos a todos, o que la digitalización no nos haya empoderado por igual, sino que se ha puesto de manifiesto que los Estados nación ya no son lo que eran y, por lo tanto, que no está en sus manos resolver la mitad de los problemas que afectan a los ciudadanos. Estos tienen más que ver con el cambio climático, con el proceso de digitalización o la globalización. Se nos había olvidado que la globalización también genera marginados en el primer mundo, y nos dimos cuenta cuando los vimos votar a Trump. Esto, además, ha coincidido con una política muy identitaria, pero la gente siente que no le aplica. Piensa: «El sistema que me prometió una gran riqueza me ha dejado en el paro, y el sistema democrático que me ofreció una gran cohesión social habla de todo el mundo menos de mí». Ese es uno de los primeros fallos.

«Ningún dato avala que España vaya a entrar en recesión»

Otro asunto a tratar es el ascensor social, algo que mencionamos constantemente sin dar nunca el siguiente paso. A mí no me preocupa solo la avería del ascensor social (que evidentemente empezó a manifestarse a finales de los 80), sino que veo dos claves –un Estado que redistribuye y una cierta garantía de igualdad de oportunidades– que se acaban rompiendo con el exceso de la revolución neoliberal. El mensaje que estamos dando a la juventud y a los padres de la juventud es que el sistema nos ha hecho creer que, con esfuerzo, podemos llegar donde queramos y, cuando después de todo te conviertes en becario mileurista o te tienes que buscar la vida en el extranjero, la decepción es muy grande. En un contexto de política identitaria, eso genera mucho enfado. Es carne de cañón del populismo, que tiene una gran ventaja y es que nadie le pide soluciones, solo que señale al culpable y movilice a la gente contra él. Esto me permite hablar no solo del tema económico, sino de la democracia tal y como la hemos desarrollado en este siglo XXI; una democracia que no está cumpliendo sus promesas y que nos debe llevar a una reflexión sobre el sistema democrático, que hay que defenderlo en términos formales y en términos de la separación de poderes, pero que también tiene que ofrecer una perspectiva de futuro y de cohesión social (esta última también se ha roto). Yo soy un enemigo de las políticas identitarias a todos los niveles. En el caso del nacionalismo lo tenemos más claro algunos, pero lo digo muchas veces: defiendo los derechos de las mujeres y los derechos LGTBI no por ser mujeres o LGTBI, sino por ser ciudadanos. Como ciudadanos de un sistema democrático tienen derecho a todo eso. ¿Es lo mismo? No, porque si no yo no reconozco sus derechos por ser lo que son, estoy señalando, encapsulando y separando a un grupo, a veces incluso confrontándolo con el resto. En cambio, si yo reivindico la ciudadanía dejo claro que ciudadanos somos todos y hablo de lo que nos une, no de lo que nos separa. Todo esto es lo que nos está llevando a la situación actual, absurda, en la que, ante una crisis enorme, en lugar de tener a un Parlamento preocupado por los ciudadanos y buscando soluciones comunes, espera a ver quién se la pega más fuerte al otro.

Te voy a apretar un poco más en esta línea. Quizá esta pregunta es la más filosófica que te voy a hacer porque no quiero ponerme demasiado abstracto. Pero es un tema que me preocupa, en particular, desde que me fui de la política y que tú mencionas en el libro. En mis primeros discursos en el Parlamento, cuando hablaba de las ventajas y desventajas de una política pública, nadie me hacía caso, los matices no importaban; pero el día que buscaba la confrontación y marcaba polarización, conseguía titulares. Los incentivos del propio sistema político están muy alineados con esto y van a un asunto de fondo: prácticamente desde la Ilustración hemos asumido que somos esencialmente racionales y, sin embargo, lo que nos dice la creciente evidencia en ciencia cognitiva, en psicología social con experimentos cada vez más concluyentes –de hecho, mencionas a Jonathan Haidt en tus páginas–, es que más bien somos seres racionalizadores. Esto genera mucho pesimismo y desconfianza: es un cambio de perspectiva. ¿Cómo lo vives tú desde tu experiencia política?

Para mí esto es crucial, porque yo me he educado en una generación donde tenía claro que la Ilustración –esa «mayoría de edad del ser humano», como decía Kant– era, junto a los derechos humanos y la penicilina, uno de los grandes inventos de la humanidad. Defiendo mucho ese planteamiento, y no quiero mezclarlo con el concepto de los economistas que son racionalizadores, porque en eso soy muy crítico. Los sesgos cognitivos también existen, pero el libro de Haidt me golpeó precisamente porque con él lo ves en la práctica. Te das cuenta de algo importante y es que no podemos pensar que no tenemos capacidad de racionalizar, sino de razonar. Posiblemente eso es lo que más nos diferencia del resto de animales. Lo que me preocupa en esa línea es que estamos volviendo a una moda de recuperar la especie humana olvidándonos del individuo. Tendríamos que ser capaces de conseguir que lo cortés no quitara lo valiente. En mi caso, he encontrado una posición que me mantiene en pie: el estoicismo. Los estoicos ya se dieron cuenta de la doble faceta del ser humano y reconocieron y aceptaron que también somos pasiones irracionales, que tenemos sentimientos, y que no debemos intentar negarlos o suprimirlos, pero tampoco debemos perder de vista que la razón debe poder controlarlos. En ese sentido, el estoico no estaría de acuerdo con Haidt al afirmar que la razón va detrás, sino que está un pasito por delante.

El jinete controla al elefante.

Eso es. Un estoico se tomará una copa de vino, pero nunca se emborrachará; es decir, reconoce que le gusta el vino y que tiene derecho a divertirse, pero controla. Es un aprendizaje, un esfuerzo que tenemos que hacer. Es posible que, si no lo haces, seas racionalizador y el jinete vaya detrás del elefante. ¿Qué ocurre entonces? Si miras la experiencia histórica, incluida la propia actualidad, verás que, cuando no somos razonadores, cuando nos dejamos llevar por cualquier cosa que no sea la razón, acabamos en la confrontación. Hay un ejemplo no me canso de repetir: si dices que hay que subir impuestos y yo digo que hay que bajarlos, tú darás tus argumentos, yo los míos, los discutiremos y a lo mejor hasta llegamos a un acuerdo; pero si tú dices que yo soy gilipollas, yo digo que tú eres más gilipollas todavía… ¿cómo sigue entonces la conversación? La convivencia en una sociedad democrática es conversación, es la razón dialógica que decía Habermas. Por tanto, si bloqueas los espacios de lo común, cercenas la posibilidad del diálogo y te cargas la convivencia.

En el libro, concretamente en el segundo capítulo, también haces un análisis de nuestra historia reciente. Tú y yo estuvimos sentados en 2016 y logramos llegar a un acuerdo. Parece que eso fue en la Prehistoria, y han pasado solo seis años.

Pero cómo habría cambiado España si aquello hubiera salido.

Era un acuerdo político muy sensato y trabajado. Ahora, tras las elecciones andaluzas, básicamente mi antiguo partido (Ciudadanos) ha desaparecido. Simultáneamente, Pablo Iglesias ha salido de la política. Todo apunta a un retorno al bipartidismo. ¿Qué ha pasado?

En su momento valoré muy positivamente la aparición de Podemos y de Ciudadanos porque, por entonces, yo también tenía una actitud muy crítica con la gestión que mi partido y mi Gobierno hizo de la crisis de 2010, la crisis de la deuda y del euro. Me pareció que podía ser un soplo de aire fresco. ¿Dónde empezó a nacer el temor? E diagnóstico fue equivocado: el problema de este país nunca ha sido el bipartidismo, sino la partitocracia, es decir, anteponer los intereses del grupo a los antiguamente llamados intereses generales. De ellos, por cierto, ahora ya casi nadie habla. Ese mal diagnóstico, desde mi punto de vista, llevó a una mala práctica. La idea era que el problema se encontraba en PP y PSOE y, por tanto, si los cambiábamos por Podemos y Ciudadanos, sería diferente. Poco a poco te das cuenta de que Podemos y Ciudadanos comparten con PP y PSOE esa visión partitocrática y ves que el problema sigue siendo el mismo. A partir de un momento determinado, posiblemente cuando Pablo Iglesias –y digo Pablo Iglesias, y no Podemos, porque creo que él tuvo gran responsabilidad personal, ya que mucha gente en su grupo se hubiera abstenido para favorecer un Gobierno como el que en aquel momento podríamos haber formado– se empeña en esa visión partitocrática porque está convencido del sorpasso que su admirado Anguita ya buscaba, y empieza a romper puentes. Ya no solo con el PSOE, sino que se carga la Transición y rompe consensos de los que España se siente muy orgullosa. Cuando a los dos años Ciudadanos, quien había hecho bandera de la Transición y del consenso que significó esta, se pasa también a la banda de Sánchez y a la confrontación, acaba alimentando esa confrontación entre bloques. Así, lo que empezaron siendo dos golpes de aire fresco en la política española han acabado convirtiéndose en dos elementos negativos, porque no solo no han refrescado, sino que han contribuido al nacimiento de Vox. En ambos partidos, sus votantes iniciales se han dado cuenta y eso es lo que están castigando.

«En su momento, tanto Podemos y Ciudadanos me parecieron un soplo de aire fresco, pero el problema empezó con un diagnóstico equivocado de la política española»

Hay un elemento que creo que condicionó de manera muy significativa la evolución de Ciudadanos, pero también de Podemos: el shock nacionalista en Cataluña. Ciudadanos, hasta 2017, fue un partido perfectamente equiparable a un partido liberal europeo capaz de pactar con izquierda y derecha, pero de pronto llegan dos millones de votantes básicamente centralistas y de derechas, y entonces decide cambiar el rumbo. Pero vamos a seguir, porque si no nos va a dar tiempo… Brechas. Mencionas varias: la primera, la brecha entre ricos y pobres. Has incluido el informe que hicimos en EsadeEcPol, de Clara Martínez-Toledano, donde se analizan las bases de datos de Hacienda, contabilidad nacional, encuestas familiares, etcétera, para hacer un diagnóstico: la desigualdad ha aumentado desde 2008 por varias razones, entre ellas el incremento del peso del 1% más rico y la erosión del impuesto de sociedades. Por otro lado, recientemente tuvo lugar el Foro de Fiscalidad en ESADE, donde volvimos a hablar de la reforma fiscal, es decir, de ese contexto de consolidación fiscal que vamos a necesitar antes o después. Y es que uno de los elementos clave de nuestro sistema fiscal es que no consigue redistribuir demasiado.

Más por la parte de ingresos que por la de gastos.

Correcto. Y así tienes, básicamente, a rentas bajas pagando un tipo parecido al del 1% más rico. ¿Qué hay que hacer, quizá por la vía fiscal u otras, para responder a este problema de desigualdad?

Fíjate Toni, esto último que has dicho está en el informe y además es una de las cosas que más golpea a la inteligencia: que los más pobres en términos relativos paguen lo mismo que los ricos. Súmale el informe del Banco de España que indica que el IPC, la inflación de los más pobres, es mayor que la de los más ricos porque el peso de los productos que más han subido el precio en su cesta de la compra es mayor. Te encuentras entonces con una sociedad democrática en la que hay un supuesto consenso socialdemócrata, una redistribución, un Estado, un servicio público, etcétera, pero que ni por la parte de ingresos, ni por la parte de gastos, está tratando mejor a los más desfavorecidos. Todo a pesar de que al Gobierno, este en concreto, se le llenó la boca con lo de no dejar a nadie atrás –incluso se inventaron aquello del escudo social, algo que a mí nunca me ha gustado porque da la sensación de guerra; prefiero el concepto más clásico de la socialdemocracia–. Hay varias cosas que figuran en vuestro estudio y que van en línea con otros muchos. En primer lugar, que el nivel de desigualdad salarial disminuye tras la intervención del Estado; es decir, que a pesar de todo, la sanidad pública, la educación pública o las transferencias reducen un poco la desigualdad. El Estado está averiado, pero es útil en esa faceta de redistribución. En segundo lugar, que hay mucha más diferencia en la parte de los ingresos, donde peor está ejerciendo el Estado esa labor redistributiva.

«No se puede compatibilizar el discurso del esfuerzo que hace una cierta derecha en España con una bajada de impuestos»

Llevamos 20 años (y me quedo corto) con dos mantras: que el Estado es el problema y que los impuestos son un robo. Esta es la concepción que una parte muy importante de la sociedad occidental ha estado transmitiendo: que hay que bajar impuestos. Y eso, la parte redistributiva de los ingresos, se ha ido deteriorando. Es obvio en el caso del patrimonio. No acabo de entender cómo se puede compatibilizar el discurso del esfuerzo de una cierta derecha en España–por ejemplo, en temas de educación cuando se dice «que nadie pase sin esforzarse»– junto con bajar impuestos, cuando es evidente que la estructura impositiva te ayuda a nivelar un poco la igualdad de posibilidades. Esto lo decía Stuart Mill, que no es que fuera un rojo peligroso, precisamente. En resumen, se constata que, a pesar de todo, por la parte del gasto público sí que hay un efecto redistributivo y nivelador de la desigualdad, y eso lo estamos golpeando también. No podemos quedarnos solo en el diagnóstico de que el Estado es poco redistributivo; lo es, pero porque se han ido imponiendo políticas que, explícita o implícitamente, conducían a que lo fuera. Volvemos a la parte más política: si queremos que el Estado sea más redistributivo, hay que volver a recuperar la Constitución y cumplirla.

Yo creo que hay una discrepancia política que es evidente, lógica y perfectamente legítima al respecto del nivel de impuestos y del gasto público que quieres tener en la sociedad. El otro día leyendo lo que recomendaba el informe Lagares de 2014, y lo que recomienda este nuevo Libro Blanco, ví que cuando sales del ruido de Twitter y de los zascas, el consenso es extremadamente transversal.

Tremendo.

Todos sabemos que estamos subvencionando a través del IVA reducido a los ricos, que eso que debería ser un impuesto esencialmente recaudatorio sirve para satisfacer a una serie de lobbies, y que podríamos centrar los esfuerzos en las personas que lo necesitan. Tenemos un problema de redistribución al final del ciclo y tenemos un problema con el impuesto de sociedades, con un montón de exenciones y deducciones que nos impiden recaudar. Estamos siete u ocho puntos por debajo de la media en recaudación.

Pero por esto, no por los tipos.

Correcto. Al mismo tiempo tienes unos tipos marginales más altos que la media en Europa y recaudas significativamente menos, por tanto, no es competitivo ni equitativo. Se necesita una reforma en la que podamos, sin perder competitividad, mejorar la equidad del sistema. Que conste que fuiste uno de los impulsores del proyecto de EsadeEcPol, y tú y yo hablamos mucho no solo sobre lo que hay que hacer, sino sobre cómo aplicar la economía política de las reformas. ¿Por qué es tan difícil hacer lo que hay que hacer?

Comparto lo que has dicho del diagnóstico y te lo escindo al otro diagnóstico: la eficiencia del gasto público. Yo creé la Agencia de Evaluación hace veinte años y desapareció, y he sido el único no líder de la oposición que ha tenido un debate en el Pleno sobre presupuestos. Zapatero no pudo y lo hice yo. Ya entonces hablábamos de los gastos fiscales y del exceso, y también de la eficiencia del gasto público. ¿Esto es de izquierdas o de derechas? Es de sentido común, y además hay un alto consenso entre los técnicos: debemos recuperar ese valor de preguntar a los que saben y, si más o menos dicen todos lo mismo, hacerlo. Estas cosas nunca son blanco o negro, aquí se han ido produciendo decisiones políticas en función del gurú, el spin doctor y las encuestas, y se ha ido abriendo un espacio donde se asume desde la política que, diga lo que diga la campaña electoral, no va a ser posible hacerse. No es el hay que, es que si usted no me dice cómo lo va a hacer, al final se irá, no lo habrá hecho, volverá otro y seguirá sin hacerlo. En lo que estemos de acuerdo, hagámoslo, y después discutamos sobre los niveles. El problema es que son reformas que, como todas, pisan callos. Antes has mencionado que estamos subvencionando a lobbies de todos los lados, y eso exige que se arme una mayoría a favor de la reforma suficientemente fuerte como para ganar la batalla y que se dé estabilidad de tal manera que, gobierne quien gobierne, haya un acuerdo para implantarla paulatinamente. Pero esto requiere acuerdos políticos, y como eso está prohibido en nuestro país… La manera de hacer política es el principal handicap que tiene la sociedad democrática actual.

«Descentralizar España necesita dos acciones: sacar cosas de la capital y traer de vuelta experiencias de otras partes del país, pero siempre haciéndolo desde la igualdad de derechos»

Hay muchas más brechas: la generacional, la de género… pero también la brecha urbano-rural, que es donde se me hace menos evidente encontrar una fórmula mínima de consenso que realmente derive en un diagnóstico compartido. El investigador Andrés Rodríguez-Pose habla de los lugares que no importan y del impacto político que ha tenido el abandono o la erosión de población como consecuencia de las economías de aglomeración, algo que vemos en el noroeste español con mucha claridad. No queda claro qué políticas podemos hacer para responder a ese reto. Y las que se han hecho hasta ahora en materia de infraestructuras, basándonos en la poca evidencia que hay, no han funcionado: normalmente, si pones un tren, lo que hace la gente es marcharse más, no quedarse. No tengo claro si hay alguna fórmula para luchar contra esa fuerza tan brutal que son las economías de aglomeración y, al mismo tiempo, pienso que tenemos un sentimiento de pertenencia importantísimo.

Esto ayuda a entender y no a justificar, pero uno de los primeros libros de economía en España, el De economía hispana de Román Perpiñá, publicado en los treinta, ya ubicaba entonces a España como la periferia y Madrid en términos económicos. No es algo que haya surgido exactamente ahora. Yo reivindico las ciudades –al fin y al cabo, son un gran invento de economía eficiente– pero otra cosa es que ahí se puedan aplicar rendimientos decrecientes. En el libro, desde el planteamiento de ciudadano y no desde el planteamiento territorial, abordo algo importante y es que me gustaría vivir en un país donde pueda decidir qué lugar habitar sin que eso signifique un castigo, sin que signifique que no tendré médico, colegio o conexión a internet. Es decir, que sea una decisión que incremente la libertad de elección. Es evidente que, en pueblos pequeños con pocos niños, tener una escuela cuesta más dinero y debemos ser conscientes de ello (tampoco me gustaría apuntarme ahora al discurso contra la ciudad). Prefiero señalar esa equiparación de lo que acompaña a la libertad individual para poder decidir, vuelvo a insistir, siendo conscientes de que tiene costes. En este momento, descentralizar un país como España requiere de dos acciones. Una ya la intentó el Gobierno del que yo formé parte: sacar cosas de la capital, es decir, descentralizar determinado tipo de servicios federales y, a la vez, traer a la capital experiencias de otras partes de España. Permear el territorio. Pienso en Cataluña, pero podría pensar también en Galicia u otros lugares. Eso sí, abordándolo desde la igualdad de derechos.

No puedo estar más de acuerdo. Te agradezco mucho la conversación Jordi, ha sido interesantísimo charlar contigo. Me quedan un montón de preguntas en el tintero, pero seguiremos hablando.

Igualmente, ha sido un placer.


Escucha la conversación íntegra entre Toni Roldán, director del Centro de Políticas Económicas de Esade, y Jordi Sevilla, ex ministro y consejero editorial de Ethic:

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