Sociedad

El siglo de las expectativas fracasadas

La «generación más preparada de la historia» está frustrada con una realidad en la que esfuerzo y resultados distan considerablemente, pero ¿es este malestar consecuencia del sistema precario al que se enfrenta o de una sobreprotección que nunca enseñó a tolerar la derrota? 

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10
junio
2022

Cada paso que damos es uno menos hasta alcanzar nuestro llamado «objetivo vital», ese concepto que ha adquirido una dimensión física como si se tratara de un Valhalla para los vivos. Por mucho que avancemos, sin embargo, nuestro destino siempre parece lejano, y tras intentar llegar por todos los medios, un día descubrimos que quizás ese lugar mitológico que nos habían prometido no existe; de repente, nuestro viaje pierde sentido, ¿y hacia dónde camina el que no sabe adónde ir? Nace así la frustración occidental contemporánea, una autoflagelación continua sobre «lo que pudo ser y no fue» que amenaza con especial celo la salud mental de los jóvenes.

Ante el escepticismo que a veces se esgrime, hay razones para creer que este fenómeno existe: más de la mitad –en concreto, un 56,4%– de los españoles de entre 15 y 29 años dice haber sufrido algún problema de salud mental en el último año, según el Barómetro Juvenil de Salud y Bienestar creado por la Fundación Mutua Madrileña y la Fundación FAD Juventud. Ahora bien, ¿qué podría ser el causante de semejantes números?

Aunque hay muchas formas de interpretar estas cifras, podemos extraer dos teorías según el locus de control; es decir, según la percepción sobre qué o quién es el responsable de lo que nos pasa en la vida cotidiana: si juzgamos que es un sistema externo el que controla nuestro destino o si somos nosotros mismos, internamente, quienes nos empujamos al fracaso emocional.

Más de la mitad de los españoles de entre 15 y 29 años dice haber sufrido algún problema de salud mental en el último año

Por un lado, la perspectiva del locus externo atribuye la frustración a los discursos populistas, a las campañas mediáticas y a un entorno publicitario perenne que carga a los individuos con expectativas imposibles de realizar. De este modo, cuando los jóvenes –e incluso no tan jóvenes– se enfrentan a la precariedad laboral, no hay ningún gurú carismático que salga en su ayuda. Se produce, así, un conflicto mental: por un lado, los años en la universidad, las ganas de emprender o tres décadas trabajadas en la misma compañía; por otro, el sueldo ínfimo, las cuotas de autónomo o las prestaciones por jubilación, respectivamente. Como es de esperar, la realidad borra del mapa cualquier «objetivo vital» y, con él, toda fe sobre los codiciados sueños. El engranaje del sistema, aclamado –con sus más y sus menos– por el progreso político, económico e intelectual, puede que priorizase en su momento maximizar su eficiencia, pero en ocasiones ha omitido una de las ruedas dentadas imprescindibles: el (auto)cuidado humano. 

Pese a todo, los nacidos durante las «vacas gordas» españolas han sido los mejor cuidados: necesidades básicas cubiertas, educación superior, relativo poder de decisión sobre el futuro… ¿Cuánto habrían dado nuestros abuelos por ello? Y aún así, nunca habíamos estado tan deprimidos. ¿Surge el origen de nuestro descontento quizás no del exterior, sino del locus interno?

Los partidarios de esta versión hablan más de una «generación de cristal» –siendo esta atribuida a aquellos nacidos del 2000 en adelante– por ser presuntamente más inseguros y emocionalmente inestables. Según esta visión, cabe la posibilidad de que la frustración surja de nuestro propio privilegio: actualmente, al fin y al cabo, disponemos de más educación y recursos para barajar nuestros posibles estilos de vida. Ese poder, que antes no existía, puede ser beneficioso para quien lo gestione correctamente, pero también es capaz de generar expectativas irreales que pueden llevarnos a la frustración y a los trastornos emocionales. Esta perspectiva, por tanto, carga la responsabilidad sobre la sobreprotección que se dio a aquellos que hoy se convierten en adultos. ¿Puede que realmente sea una suerte de «lo quiero todo aquí y ahora, y si no me enfado»? Es una posibilidad, pero ¿y si los jóvenes no fueran tan débiles como algunos creen? Es decir, ¿y si simplemente han perdido el miedo de expresar su vulnerabilidad?

Sea como sea, de momento ambas teorías conviven. Sería algo tramposo afirmar con rotundidad que somos testigos del auge de la frustración, pues ni hay herramientas que midan con precisión esta respuesta emocional ni podemos compararla con épocas pasadas. Podría ser que nuestra salud mental estuviera desatendida, pero también puede que sea precisamente la creciente atención lo que hace más visible las carencias. Eso sí, sea el entorno o sea el propio individuo el creador de su propio malestar, ¿por qué debería ser esto un obstáculo para quedarnos de brazos cruzados?

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