Sociedad

Apuntes sobre una generación fatigada

Cansados, fracasados, ansiosos, precarios… El filósofo Eudald Espuga disecciona en ‘No seas tú mismo’ (Paidós) a los ‘millennials’, una generación hastiada y sobreexpuesta a los discursos de autosuperación personal. ¿Cómo se define una generación gestada a la sombra de un sistema económico voraz?

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07
diciembre
2021

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Estamos acostumbrados a que la etiqueta de «generación de los millennials» se utilice como sinónimo de «generación selfie» o «generación smartphone», ignorando abiertamente las fronteras temporales que definen lo millennial; también a que la mayoría de los análisis se limiten a señalar el teléfono móvil como el punto de fuga desde el cual perfilar nuestro carácter, nuestra altura moral e incluso el aspecto de nuestro cuerpo, deformado por el síndrome del text neck. Basta con meterse en el tag «generación millennial» de los principales periódicos generalistas para descubrir una cruzada salvaje de columnistas indignados por la lamentable deriva de nuestra juventud. Orgullosos filósofos de la sospecha, baudrillardianos de garrafón, entonan el «esto antes no pasaba» para acabar balbuceando que las «maquinitas» son las responsables de una debacle cultural sin precedentes: la decadencia de Occidente, ahora también disponible para Android.

Por supuesto, la relación con la tecnología es fundamental para explicar cómo se han configurado las subjetividades de los que, como yo, hemos nacido en los años noventa. Nuestro modo de habitar el mundo ha estado mediado por internet casi desde el principio. Del chat de Terra a Instagram, pasando por el Messenger y sus nicknames ridículos, Fotolog, Tuenti o Facebook, resulta evidente que las redes sociales han modelado la manera como nos relacionamos con los demás. WhatsApp no es un telégrafo mejorado, el simple resultado del progreso técnico en materia de comunicación; si bien desde una perspectiva instrumental se puede argumentar que sirven para lo mismo –mandar mensajes–, lo digital implica un salto epistemológico que modifica nuestro acceso a la realidad, pero también un salto político y ontológico: no es exagerado afirmar que aplicaciones como WhatsApp –o Gmail o Skype– han cambiado nuestra forma de ser animales sociales, en la medida en que han alterado la disposición espaciotemporal de las relaciones.

Reducir el debate generacional a la metáfora de cualquier distopía digital no deja de ser una manera de empobrecer enormemente la discusión

Así, en mayor o menor grado, para los millennials el mundo ha sido desde el principio una interfaz: una superficie de contacto entre el mundo material y el mundo algorítmico; algo que, como explica Ingrid Guardiola, hace de las «interfaces repletas de datos no solo una herramienta de relación con los demás, sino también con nosotros mismos». El universo entero, incluso desde una perspectiva teológica, está configurado bajo ese entramado de plataformas analógicas y digitales: las metáforas tipo Matrix –pastilla roja, pastilla azul, lo real o lo virtual– ya no funcionan para retratar una experiencia que está siempre mediatizada, que es cíborg desde el principio. En la novela American Gods, Neil Gaiman convierte esta mutación progresiva en una parábola religiosa: internet, los new media o la globalización misma se instituyen como Nuevos Dioses en pugna con los Viejos Dioses de las religiones antiguas por el control de la imaginación popular. Y lo mismo vemos en los cómics de The Wicked + The Divine, que proponen una cosmogonía circular en la que 12 dioses de distintas mitologías se reencarnan en influencers con los rostros de Rihanna, Kanye West, Lady Gaga o Miley Cyrus.

Así, más que como crítica a la sociedad del espectáculo, como la regañina de los lectores de Debord por pasarnos el día viendo stories de Instagram, deberíamos entender estas ficciones como el testimonio de la transformación de nuestra percepción de la realidad y sus límites físicos, que ya no pueden desligarse de la hibridación tecnológica. No vivimos escindidos entre mundos diferentes, «uno online, conectado, y otro offline, desconectado» –como afirma Zygmunt Bauman–, sino que nuestra condición es poshumana, nos guste o no: «La tecnología es social y la sociedad es tecnológica», afirma Helen Hester.

Por lo tanto, reducir el debate generacional a la metáfora de la adicción hiperactiva a las redes, a la del mundo-simulacro o a cualquier otra distopía digital no deja de ser una manera de empobrecer enormemente la discusión. Primero, porque resulta un mal análisis, o por lo menos uno muy rudimentario, en tanto que asume que la técnica discurre independiente al margen de lo humano, como una realidad artificial y espuria que viene a pervertir una supuesta esencia natural; segundo, porque como teoría crítica, como sociología de bolsillo, deja mucho que desear: basta con bajar a la calle para descubrir que la violencia inmobiliaria o la pobreza energética son fenómenos mucho más millennials que Pokémon Go o el shitposting.

La propuesta de Anne Helen Petersen de renombrar la «generación millennial» como la «generación quemada» apunta en la buena dirección: sin apartar la mirada de los cambios tecnológicos –el síndrome del burnout parece indisociable de las notificaciones de Gmail a las cuatro de la madrugada–, Petersen presta mucha más atención a cómo las dos grandes crisis económicas de 2000 y 2008, así como la reconfiguración de la economía mundial, han determinado nuestras posibilidades materiales y psicológicas. Y quizá deberíamos ir incluso más allá, pues reducir esta problemática a dos crisis puntuales, o a cambios recientes en la legislación laboral, nos puede hacer olvidar que se trata de una dinámica mucho más profunda.

En este sentido, Nick Srnicek acierta cuando caracteriza el «capitalismo de plataformas» como un fenómeno esencialmente socioeconómico: más que como actores culturales o políticos, debemos aprender a tener una visión de Facebook, Amazon, Google y demás empresas de Silicon Valley como actores económicos que siguen operando en un sistema de producción capitalista; es decir, como entes obligados a buscar «constantemente nuevos caminos para obtener ganancias, nuevos mercados, nuevas commodities y nuevos métodos de explotación». En consecuencia, si el progreso tecnológico resulta fundamental para descifrar la esencia de lo millennial, no se debe a los filtros de Snapchat ni a los memes del grumpy cat, sino al hecho de que estos desarrollos nos permiten ser más eficientes y más productivos, y serlo durante más horas y con mayor flexibilidad.

Nick Srnicek acierta cuando caracteriza el «capitalismo de plataformas» como un fenómeno esencialmente socioeconómico

«El trabajo no se vuelve más fácil en galerías que son cada vez más profundas y están a mayor temperatura», concluía F. G. Jünger en 1944, refiriéndose a los avances técnicos en el mundo de la minería. Hoy sus palabras podrían aplicarse sin problemas a la constatación de cómo las ya-no-tan-nuevas tecnologías han expandido los límites de nuestras obligaciones laborales hasta hacerlas penetrar en todas las esferas de nuestra existencia. Lejos de reducirse con cada avance tecnológico, las horas de trabajo y de disponibilidad han aumentado grotescamente hasta el punto que hablar de ser «empresarios de nosotros mismos» ya no es un recurso narrativo, como sí lo era en 1979 cuando Michel Foucault utilizó esta imagen por primera vez para hablar del avance del neoliberalismo.

Basta con mirar el móvil para confirmar que la expresión ha dejado de ser una figura retórica. Mientras escribo estas líneas –o justo porque las escribo desde el procesador de textos de Google–, la publicidad smart de Instagram ha empezado a bombardearme con varios anuncios de aplicaciones para mejorar mi rendimiento. La primera aplicación me ofrece un monitoreo completo de mis hábitos con cálculos estadísticos sobre mi evolución diaria, alarmas para gestionar los horarios y un registro de los días en los que sí he cumplido los objetivos marcados. Es curioso ver lo que la empresa anunciante considera parte de mi vida «productiva»: los hábitos predeterminados por la app recopilan acciones tales como meditar, pasear al perro, hacer ejercicio, comer sano o tomar la medicación. Un segundo anuncio me anima a descargarme una aplicación para leer libros en menos de 15 minutos –en realidad es un agregador de resúmenes– que, además, se promueve como una herramienta para mejorar la empleabilidad: «El 80 % de la gente financieramente exitosa lee al menos 30 minutos al día», «El CEO promedio lee al menos 60 libros al año» o «Los usuarios […] leen las ideas clave de más de seis libros por semana» son algunos de los mensajes que aparecen en el anuncio.

En este contexto, es fácil repetir eso de que «ya vivimos en Black Mirror» y contentarnos así con una explicación fatalista y simple sobre cómo las nuevas tecnologías son las causantes de casi todos los males de nuestra generación. Sin embargo, si dejo de mirar Instagram y me acerco a la biblioteca pública más cercana, me encuentro con  una marea de libros como estos: Vivir low cost, que nos anima a optimizar nuestra existencia bajo la filosofía del consumo eficiente; Marketing de pareja. Las mejores técnicas de marketing para convertir tu relación en un producto estrella, cuyo título es lo bastante explícito como para que no haga falta añadir nada más, o cualquier otro libro de autoayuda que ofrezca métodos para administrar y racionalizar la vida en su totalidad: Coaching para el éxito. Conviértete en el entrenador de tu vida personal y profesional; Productividad personal en una semana; Sé más eficaz. 52 claves para mejorar tu productividad en la vida y en el trabajo o Gestiona mejor tu vida. Claves y hábitos para ser más productivo y eficaz.

Debemos explorar cómo la ética posfordista del trabajo ha legitimado como deseables todos estos discursos

El problema, por supuesto, no está en los libros ni en las aplicaciones: si los encontramos en las bibliotecas y en nuestros teléfonos, es porque nos convienen, nos ayudan, nos orientan. Son herramientas que funcionan, y debemos preguntarnos: ¿por qué? No basta con decir que la gente es tonta, que se deja engañar o que el marketing crea falsas necesidades. Estamos, por el contrario, frente a una narrativa cultural hegemónica que se expresa a través de síntomas muy distintos. Y para poder responder a la pregunta, debemos explorar cómo la ética posfordista del trabajo ha legitimado como deseables todos estos discursos que nos animan a comportarnos como diminutas start-ups unipersonales. Ève Chiapello y Luc Boltanski llamaron «nuevo espíritu del capitalismo» a esta ideología de autoexplotación –que podría resumirse en el lema «love what you do, do what you love»– y fecharon su expansión global en la década de 1970. ¿Y qué entienden por «espíritu del capitalismo»? Pues todos aquellos discursos culturales que renuevan nuestro compromiso y justifican nuestro comportamiento bajo el capitalismo.

Por lo tanto, hablar de la fatiga como la figura fundamental de nuestro tiempo, y en especial como una condición millennial, supone explorar cómo se conjugan estos discursos tardocapitalistas en un contexto trabajocéntrico de creciente precariedad, con el objetivo de ver que las consecuencias de su hegemonía global –el agotamiento y la depresión– son codificadas como las carencias morales –debilidad, holgazanería, hipersensibilidad– de toda una generación.


Este es un fragmento de ‘No seas tú mismo‘ (Paidós), por Eudald Espluga.

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