Allí donde nace la muerte
La etimología trata de entender la metamorfosis lingüística a lo largo de los siglos. Algunas expresiones utilizadas en la actualidad, por ejemplo, surgieron con la intención de describir algo totalmente distinto. Es el caso de la muerte: ¿cómo hablábamos de ella hace siglos?
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Todo fluye, todo cambia, nada permanece. Ni siquiera el lenguaje: con el paso del tiempo, los humanos incorporamos palabras nuevas a nuestras conversaciones, modificamos las que ya existían o incluso nos olvidamos de algunas de ellas para siempre. La etimología es la encargada de rebuscar entre los cajones del desuso verbal, pero también es uno de los campos de estudio en los que el filósofo Heidegger buscó el origen del ser. El alemán le otorgaba una gran importancia. Decía, de hecho, que la esencia de las palabras podía mostrar el verdadero sentido de nuestro entorno con mucha más certeza que los significados contemporáneos, que estaban lleno de ambigüedades. No sería el único: muchos otros pensadores prefirieron –y prefieren– no celebrar la evolución de los idiomas.
El desarrollo lingüístico, no obstante, es uno de los protagonistas imprescindibles de nuestro desarrollo como especie. Los hábitos comunicativos son la evidencia de nuestra capacidad cognitiva: la comparación entre usos y significados, por ejemplo, nos permite comprender con mayor profundidad las transiciones históricas y las revoluciones culturales. Así, gracias a la etimología tenemos una mejor comprensión del ser humano y de la vida, pero también de la muerte.
¿Puede hablar un «difunto»?
En la antigua Roma se podía hablar con los difuntos sin tener poderes sobrenaturales, ya que «difunto» tenia otra acepción, siendo originario del latín deffunctus; es decir, ‘de-‘ (prefijo que indica separación) y ‘-functus’ (cumplir).
El término romano para ‘difunto’ no estaba relacionado con la muerte: significaba «el que ha cumplido una tarea»
Defunctus, por tanto, significaba «el que ha cumplido una tarea»: no solo no estaba vinculado a la muerte, sino que se usaba como un término para describir a aquella persona que había realizado cualquier obligación pendiente. En este sentido, incluso se describía con este término también a las personas jubiladas. Al fin y al cabo, tras muchos años de servicio, estos habían conseguido finalizar su obligación ciudadana.
Sería la Iglesia la que empezaría a utilizar este término poco a poco como un eufemismo para los fallecidos, ya que se acercaba al sentido mortuorio con una mayor suavidad.
¿Dónde nace la muerte del «cadáver»?
Las malas lenguas apuntan que «cadáver» proviene del latín caro data vermibus (en castellano, «carne dada a gusanos»). Aparentemente, el concepto podría parecer acertado, pero la asociación es falsa. De hecho, pocos romanos enterraban a sus muertos como lo hacemos en el presente, de cuerpo entero; en realidad, lo que enterraban eran sus cenizas.
«Cadáver» apuntaba hacia el recién fallecido o, lo que es lo mismo, hacia aquel que ya no podía sostenerse en pie. Es lo que refleja su raíz: «cadáver» nació del verbo caer, en latín cadere. Algo similar ocurría con aquel que, si bien se mantenía en pie, lo hacía de forma poco firme; es decir, infirme o, como decimos hoy, enfermo. En definitiva, si hubiéramos visitado un cementerio siglos antes de Cristo no habríamos encontrado ni difuntos ni cadáveres. Lo peor de todo es que ni siquiera los habríamos encontrado: los cementerios tampoco eran cementerios.
¿«Cementerio», hogar de muertos?
El lugar donde enterraban a los muertos era la necrópolis: un coemeterium en la antigua Roma –koimeterion en Grecia– era un simple dormitorio o, en su defecto, un lugar donde acostarse a descansar. ¿Cómo llegó a tomar el significado del presente? De nuevo, se trata de una metáfora del cristianismo: como la muerte no era el final, sino una parte del proceso del hombre, la Iglesia sostenía que al morir se nos enterraba para dormir y así poder resucitar posteriormente. El auge de la religión cristiana, por supuesto, expandiría el concepto hasta expulsar las necrópolis de nuestros diálogos cotidianos.
La etimología refleja la maleabilidad de las lenguas, y si bien puede suponer una gran ventaja (al menos a priori) para la evolución intelectual, también puede constituir un obstáculo para disciplinas como la filosofía analítica, a la que le encantaría crear un sistema de comunicación perfectamente lógico, neutral, inquebrantable y libre de ambigüedades, o sea, todo lo contrario de lo que es ahora. Toda una tragedia, podríamos decir, pero si nos leyera un griego antiguo nos lo reprocharía inmediatamente: «tragedia» significaba originalmente «canción de la cabra» (de ‘tragos-‘, o cabra; y ‘-oide’, u oda).
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