Sociedad
Mentes borrascosas: ¿intelectual o fraude?
Aunque a veces se alcen como los faros de la sociedad, lo cierto es que su influencia muchas veces es mínima: es el ciudadano medio el que decide actuar, o no, respecto a sus ideas.
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Cuando al semiólogo y escritor Umberto Eco le preguntaron en los años ochenta qué significaba para él la palabra «intelectual», el italiano respondió con su habitual lucidez: «Para mí, un intelectual es alguien que produce nuevos conocimientos haciendo uso de su creatividad. Un campesino, cuando comprende que un nuevo tipo de injerto puede producir una nueva clase de manzanas, está desarrollando una actividad intelectual; un catedrático que se pasa la vida repitiendo una misma clase sobre Heidegger, en cambio, no tiene por qué ser un intelectual».
Eco fue precisamente durante toda su vida un intelectual casi en el sentido decimonónico de la palabra: capaz por igual de escribir novelas populares –aunque con gran calado filosófico– que lideraban la lista de los más vendidos, como El nombre de la rosa; cambiar la forma en que se analizaban los medios de comunicación y la cultura popular con un ensayo como Apocalípticos o integrados; e intervenir en el debate político de su país sin despeinarse. Todo, además, desde una cierta distancia crítica y descreída.
Pensar que los intelectuales «clásicos» han desaparecido es una idea tan común como actual. El escritor mexicano Jaime Muñoz Vargas explicaba hace no mucho su pudor a definirse como tal cuando así se lo sugieren. Vargas es periodista, editor y escritor; es una figura pública relativamente conocida en su país, por lo que no sería raro ponerle la etiqueta. A él, sin embargo, le parecía una palabra demasiado grande: otorgarse la etiqueta o colocársela a otro viene cargado de significados. El historiador francés Christophe Prochasson avisa de una paradoja en este sentido: el mismo uso de la palabra es una forma del intelectual de intentar definir la realidad.
Eco: «Un intelectual es alguien que produce nuevos conocimientos haciendo uso de su creatividad»
Prochasson, como la mayoría de historiadores de las ideas, sitúa el arranque del concepto tal y como lo entendemos ahora en 1898, con la carta de denuncia antisemita emitida por el novelista Émile Zola tras el ‘caso Dreyfus’ –el famoso J’accuse..!– y el apoyo de otros reputados nombres de la letras y la política del momento. De ahí nace esa idea del intelectual como figura capaz de influir en la opinión pública, como una autoridad lo suficientemente reconocida como para enfrentarse al poder si es necesario.
Con semejantes expectativas, es normal que habitualmente nos parezca que hoy en día no existe una figura equivalente a la de Émile Zola, Sartre o Foucault. Quizás, precisamente, porque exageramos su influencia: parece una enormidad comparar el debate televisado de 1971 entre Foucault y Chomsky acerca de la naturaleza humana con el de 2019 entre Jordan Peterson y Slavoj Zizek sobre felicidad, marxismo y capitalismo, pero lo cierto es que probablemente el segundo lo vio más gente, recibiendo una atención mediática similar a la de entonces.
Algo diferente es negar a alguno de los participantes la calidad de intelectual, como ocurre cuando pensamos que sus conocimientos son insuficientes. Eso es exactamente lo que hizo Benjamin Studebaker en la revista Current Affairs, que reprochó a Peterson su ignorancia en los temas que debatía y a Zizek no haber sido capaz de responderle de forma lo suficientemente contundente dada su supuesta superioridad. Si la expectativa era que Zizek o Peterson arrastrasen a las masas hacia el marxismo o el liberalismo respectivamente, el resultado es evidente: la frustración.
En nuestro país, el historiador Santos Juliá intentó explicarnos a nosotros mismos en su célebre Historias de las dos Españas, un ensayo detallado sobre las visiones enfrentadas del país desde la Guerra de la Independencia hasta la actual democracia. Lo mismo que otro intelectual al que tendemos a convertir en leyenda a la mínima: Miguel de Unamuno.
Es tras el ‘caso Dreyfus’ cuando nace la idea del intelectual como figura capaz de influir en la opinión pública
Una anécdota recogida por Juliá ilustra lo cambiante de su figura y la percepción con que es recibida. En 1924, Unamuno había pasado un tiempo «exiliado» en la isla de Fuerteventura por orden del dictador Miguel Primo de Rivera, al que había criticado a través de la prensa por destituir jueces a su antojo. Tras la caída del régimen en 1930, el viejo profesor era una estrella en la política española gracias a su aura de intelectual insobornable. El Ateneo de Madrid lo invitó entonces a dar una conferencia, pagándole el tren desde Salamanca. Unamuno acudió a Madrid pensando que se enfrentaba a la habitual reunión de señores apolillados cuando se encontró con que una multitud lo esperaba en Atocha, llevándolo prácticamente en volandas a la conferencia: su exilio lo había dotado de gran prestigio. La gente se acumulaba dentro y fuera del Ateneo entre profundas expectativas. Unamuno, sin embargo, no las cumpliría. El profesor dio una conferencia previsible, sin soflamas revolucionarias, que terminaría vaciando poco a poco el lugar por puro aburrimiento.
En el Siglo de las Luces, cuando era difícil que una columna de opinión cambiase el mundo, los campesinos franceses accedían a las ideas de Voltaire o Diderot a través de los calendarios de cosecha que incluían resúmenes ilustrados. El único de ellos que sabía leer recitaba entonces en voz alta aquellos provocadores resúmenes al resto. Quizás el equivalente moderno no sea un tuit de Elizabeth Duval, pero sí utilizar el término ‘España vacía’. La acción intelectual no cambia la forma de ver el mundo de golpe, como una inundación, sino más bien a través de una suerte de riego por goteo. De hecho, tan peligroso es sobrevalorar a los intelectuales como infravalorar al ciudadano medio. Un ejemplo de ello es la obra El queso y los gusanos, donde se demuestra con claridad que el molinero Menocchio, en el siglo XVI, había estado en contacto con las grandes ideas de su tiempo a pesar de ser casi analfabeto.
Ser o no ser (intelectual)
Es difícil negar la calidad de intelectuales a Unamuno, Foucault y otras figuras históricas similares, pero lo mismo ocurre con otros pensadores actuales: es imposible negar que los análisis y las ideas de personas como Thomas Piketty, Evgeny Morozov, Judith Butler o Byung-Chul Han cambian nuestra forma de ver el mundo (y, por tanto, nuestra forma de actuar en él) incluso aunque no sepamos quiénes son.
Reconocer al opuesto como un igual contra el que se pueden afilar los argumentos y, en última instancia, mejorarlos y producir algo nuevo, acaba siendo inevitablemente la tarea del intelectual creativo que deseaba Eco: figuras útiles que nos empujan a reflexionar hacia nuevas direcciones, pero no figuras que intenten pensar por nosotros. Se pueden considerar, como en esta misma revista explicó un filósofo, la parte del nosotros que piensa de forma colectiva, ayudándonos a expresar mejor nuestras ideas.
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