Sociedad

Cuando el placer precede a la pena (en el sexo)

A lo largo de su vida, cuatro de cada diez personas en el mundo experimentan una sensación de tristeza, rechazo y vergüenza tras tener un orgasmo. Más allá de lo puramente biológico, este fenómeno de ‘suciedad moral’, que en la actualidad definimos como disforia poscoital, hunde sus raíces en el sentido que la propia sociedad le otorga al sexo.

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19
abril
2022

El vínculo entre sexualidad y moralidad es complicado en una sociedad que ha relegado el placer a los rincones más recónditos e inaccesibles de la psique colectiva. En la Antigüedad, los filósofos como Aristóteles afirmaban que la mujer puede concebir sin experimentar el placer del coito y otros, como el turco Galeno, que la debilidad de cuerpo y espíritu puede ser un efecto esperable de las relaciones sexuales. Años más tarde, Sigmund Freud definió la melancolía –llamada ahora depresión– como una reacción secundaria a las relaciones sexuales. Así, a través de los siglos, las culturas y las disciplinas, estas tres figuras confluyeron en un mismo punto: incorporar el proverbio omne animal post coitum triste en sus teorías.

De anónima procedencia, este aforismo afirma que todo animal está triste después del acto sexual, tal vez haciendo referencia al periodo refractario o flacidez física y psicológica que experimentan algunas especies del reino animal tras él. Sin embargo, la Historia desvirtuó el proverbio asociándolo a la culpabilidad moral, una sensación inherentemente humana estudiada hasta la saciedad por el propio Freud.

Según el neurólogo austriaco, los humanos –especialmente las mujeres– estamos situados en el punto intermedio de una incansable lucha entre nuestra moralidad representada por el superyó, mientras que nuestros instintos quedan reflejados por el ello. De esta forma, las tensiones derivadas del conflicto son exteriorizadas como neurosis, desvirtuándose la sexualidad humana. En la actualidad, de hecho, seguimos relacionando el sexo con la culpa, pero recurrimos a un lenguaje menos estigmatizante y acientífico que el que utilizaba el padre del psicoanálisis en sus escritos.

Hablamos de la disforia poscoital, que es por consenso el término que describe la sensación de tristeza, rechazo y vergüenza que aparece tras el orgasmo; un fenómeno que afecta a 4 de cada 10 personas en algún momento de su vida. La gran incógnita para la ciencia es el origen de esta reacción psicológica.

El peso de la sociedad

Las teorías evolutivas encuentran un correlato biológico común a otras especies animales: los cambios hormonales súbitos posteriores al clímax. Durante el orgasmo, el cuerpo libera adrenalina, endorfinas y oxitocina, sustancias responsables de la sensación de euforia. Sin embargo, esta reacción en cadena dura escasos minutos, y con su caída llega la antítesis del placer, un suceso clave para la supervivencia: que un animal se apague sexualmente después de la cópula evita una erección que no puede fertilizar a la hembra.

Pero a pesar de que el hallazgo de la biología evolutiva se puede extrapolar a la conducta sexual humana, este no es suficiente para explicar la disforia. Hay otros factores que modulan la disforia poscoital y que se escapan de lo hormonal.

En primer lugar, la trayectoria psicosocial que arrastramos a lo largo de nuestra vida como si de una cicatriz inapreciable se tratase. La ciencia ha descubierto que las experiencias de abuso pueden alterar el desarrollo afectivo-sexual, produciendo secuelas latentes y, a menudo, crónicas. En otras palabras: una relación marcada por la violencia, independientemente de si ésta fue de índole sexual o no, tiene el potencial de alterar la percepción de la intimidad. El sexo pasa así a ser algo desagradable, una creencia que choca con las respuestas fisiológicas de placer y que tiende a manifestarse justo cuando éstas desaparecen. Tras el clímax llegan los recuerdos de la mano de la culpa. Pero ¿se puede experimentar disforia poscoital sin haber sido víctima de abusos? La respuesta no es solo afirmativa, sino que representa a la mayoría de los casos.

Aunque la sociedad abraza a la sexualidad en lo que respecta al ocio y la cultura, hasta hace poco el clima represor era evidente

Que no haya causa individualista para la disforia poscoital es un arma de doble filo. Si bien sentimos liberación al no contar con una experiencia traumática a nuestras espaldas, resulta muy frustrante desconocer el origen del malestar. Es esa eterna pregunta de «¿por qué me siento así?» la que conduce a una invalidación emocional y a un silencio que perpetúa la tristeza. Y ahí entran en juego las hipótesis colectivas.

Aunque la sociedad abraza a la sexualidad en lo que respecta a las redes sociales, el ocio y la cultura, no puede negarse que, hasta hace más bien poco, vivíamos en un clima represor en términos sexuales –algunos sectores poblacionales todavía se encuentran inmersos en él– donde hablar de sexo estaba prohibido, lo que generaba en los más jóvenes una asociación de que el placer era algo a ocultar, algo a vivir con vergüenza, algo malo en esencia.

Y es que inhibir una parte tan importante de nuestra vida como es la sexualidad genera daños colaterales. Tendemos a hablar de ellos como mitos que rodean al placer, pero lo cierto es que la represión moral se traduce en efectos completamente visibles en nuestra mente, en nuestro cuerpo y en nuestras relaciones. Muestra de ello son las diversas disfunciones sexuales que afectan a hombres y mujeres: trastornos orgásmicos, pérdida de la libido o dispareunia, entre otras. ¿Y qué pasa cuando sí hay placer, pero tras él llega la pena? Que la disforia se invisibiliza, se camufla con un velo de culpa añadida y se silencia con la esperanza de que el tiempo borre esa sensación de suciedad moral que hemos adquirido a lo largo de nuestra ontogenia.

Es normal sufrir y sentir placer de forma prácticamente simultánea, y aunque la disforia poscoital no sea ni mucho menos una patología, sí que es una evidencia más de las carencias de una sociedad que históricamente ha relegado el placer y la libertad a un segundo plano. Para superarla no basta con hablar de sexo sin tapujos; necesitamos visibilizar lo que sigue permaneciendo en las sombras: la tristeza, la vergüenza y la culpa, incluso cuando desconocemos el origen de este cóctel de emociones.

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