Siglo XXI

«Son muchas las ideas de los noventa que han envejecido mal»

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Marta Valvidieso
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24
marzo
2022

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Marta Valvidieso

La década de los noventa trajo más canales de televisión, más Europa, más modernidad y, sobre todo, mucho más optimismo, pero ¿realmente cambió por completo el rumbo de nuestro futuro? En ‘La trampa del optimismo‘ (Debate), el periodista Ramón González Férriz (Granollers, 1977) aborda cómo esa década nos puede ayudar a entender el mundo actual, algo que la actualidad informativa de las últimas semanas ha hecho incluso más relevante.


En La trampa del optimismo analizas cómo la situación económica de los noventa creó una ilusión sobre el futuro cuando más bien estaba hipotecándolo. Para quienes éramos escolares entonces, creó también un desfase entre realidad y percepciones, ya que se nos prometió una vida adulta brillante que nunca ha llegado a pasar. ¿Son entonces los millennials y la gen-Z la víctima principal de ese optimismo desaforado?

La sensación que yo he tenido es que la generación que nació en esa época no ha conocido un momento en el que la sociedad occidental fuera, por lo general, optimista. Los que éramos jóvenes en los noventa llegamos aún a conocer ese optimismo. Creo que la generación que nació entonces o en el 2000, no. En un momento dado, algo parece que va a funcionar; 30 años después, en cambio, sabemos que no es así. Sí es verdad, sin embargo, que la gente nacida en los noventa o en los 2000 ha conocido un mundo muy poco optimista, con razones tanto subjetivas como objetivas como para no ver el futuro pensando que la historia es un proceso que siempre mejora.

¿Era muy difícil ver más allá de esa visión color rosa de las cosas?

Hay una cosa que es tremenda cuando miras la historia, y es que más allá de que puedas atribuir culpas a Tony Blair, a Helmut Kohl o a José María Aznar –eso me parece bien, tenemos el derecho y el deber de juzgar a los adultos que tienen responsabilidades–, hay algo menos vengativo y más interesante cuando miras a un pasado tan reciente. ¿Por qué existía la certidumbre de que determinadas ideas eran correctas y una receta para el éxito? Retrospectivamente nos parece absurdo y arrogante, pero no en los noventa. Creo que es algo que pasa en muchísimos momentos. Yo no creo que muchos de estos líderes hicieran esto para infligir daño; creo que se equivocaron. Esto puede ser poco vengativo, pero es igualmente dramático. Las élites se equivocan, y en los noventa buena parte de las élites occidentales previeron un futuro que resultó ser totalmente distinto.

«Fukuyama sugería que era imposible imaginar un sistema político que pudiera superar en eficacia a la democracia liberal»

Analizando por qué se equivocaron en los noventa, tendríamos que pensar qué papel jugaron tesis como la del fin de la historia de Fukuyama para tomar esas decisiones.

Pienso que la idea del fin de la historia se ha malinterpretado. Se ha simplificado como «se ha acabado el comunismo, ha ganado el capitalismo y se ha acabado la competición histórica por la hegemonía». Esto no es exactamente lo que sugería Fukuyama: decía más bien que habíamos llegado a un punto en el que era imposible imaginar un sistema político que pudiera superar en eficacia a la democracia liberal. Y en eso algunos de nosotros seguimos estando de acuerdo. En todo caso, sí hay ideas como el fin de la historia que se interpretaron en términos absolutamente triunfalistas. Pero los años noventa también son el momento en el que surge la World Wide Web y se generaliza el correo electrónico. En este sentido, otra idea equivocada es la de que internet nos transforma para bien, como herramienta que va a permitir una deliberación democrática mucho más eficaz que la democracia liberal representativa y como un sistema de intercambio de información horizontal. 30 años después, más bien tenemos la sensación de que internet ha podido hacer lo contrario. La esperanza en la tecnología, por tanto, fue otra de las ideas equivocadas; en ese momento hubo casi un redentorismo. Hay otra idea que a mí me toca muy de cerca, que es la de una tercera vía que cogiera lo mejor del socialismo democrático y lo mejor del capitalismo. Una suerte de síntesis ideológica con un gran elemento tecnocrático, lo que podría hacer desaparecer las fórmulas del populismo, la demagogia y la política extremista; también fue un error de cálculo, aunque algunos nos sintamos cercanos. Las ideas de los noventa han envejecido muy mal.

Una de las razones esenciales para el optimismo fue la caída del muro de Berlín y el final de la Europa de bloques. No obstante, a raíz de la guerra en Ucrania resulta inevitable cuestionar también esta situación. ¿Nos hemos dejado llevar por una ilusión?

Una idea histórica que debemos tener en cuenta es que la brecha entre Europa Oriental y Europa Occidental no es generada por el comunismo. Es algo que existe previamente, aunque es difícil trazar líneas rectas. Ya existían rasgos que permitían ver que estábamos ante países con idiosincrasias distintas. Dicho esto, cuando cae el muro de Berlín, en Occidente las élites están satisfechas, creen que es la demostración de la superioridad de la democracia frente al comunismo. Es cierto, pero se crea un consenso que con el tiempo se ha demostrado que es arrogante. Nosotros vamos a ir a Polonia, a Hungría, a Rumanía, a Bulgaria y en cierta manera, aunque no tan distinta, a Rusia, y vamos a decir: si tú haces lo mismo que nosotros te va a ir igual de bien que a nosotros. Lo que hemos visto es que estas reglas –que, insisto, sigo pensando que son las correctas– se interpretaron muchas veces en el este como una forma de arrogancia brutal, casi como una forma de colonialismo: vinieron unos señores, nos dijeron que teníamos que asumir sus reglas, las asumimos y ahora tenemos un gran resentimiento nacional hacia lo que sentimos que en realidad no representa nuestros valores.

«Cuando cae el muro de Berlín se crea un consenso que con el tiempo se ha demostrado arrogante»

Uno de los grandes hitos –o mitos– de la década de los noventa fue la idea de que España ya era un país moderno, que ya «pertenecía» a Europa. 

En términos históricos, hacía muchas generaciones que quienes tenían una visión más modernizadora de España pensaban que eso pasaba ineludiblemente por integrarse en las instituciones europeas. Esto es algo que se pensaba desde mucho antes del franquismo, cuando no existían las instituciones europeas como tal. Por supuesto, también se pensaba entre quienes hicieron la Transición. Yo sitúo en la firma del Tratado de Maastricht el momento en el que España dice: ahora sí, definitivamente formamos parte de un club muy pequeño. Creo que toda la tarea que hizo España para poner en orden su economía y así cumplir con las reglas de Maastricht –entiendo que no fue fácil, que fue doloroso, y que pasó por unas reconversiones industriales brutales– se puede criticar, pero en última instancia fue lo correcto. Esto lo perciben sobre todo las élites políticas, económicas y culturales, algo que luego tiene una traducción casi inmediata en la Exposición Universal de Sevilla y las Olimpiadas de Barcelona. Era como si fueran la muestra de que España ya era definitivamente no solo un país moderno e integrado que cumplía con las reglas, sino que ya podía pasar a explicarle al mundo en general lo bien que organizaba grandes eventos. Es en esos años cuando se empieza a tomar conciencia de haber llegado a un destino en la modernidad europea; de explicarle al mundo que estamos aquí y que lo hemos conseguido. Todos los mitos sobre la España oscura se terminan entonces porque somos un país europeo, moderno y eficiente.

Siempre se tiende a singularizar a España como una excepción dentro de Europa. ¿Realmente somos tan diferentes de los otros países europeos?

Hay una discusión académica de historiadores en este sentido pero, honestamente, no sé cuál es la respuesta. En la actualidad, no hay diferencias sustanciales entre la cultura y la política españolas y la del resto de Europa, lo que no significa que sean totalmente homologables. El mayor conflicto político que hemos tenido en España en la última década ha sido el procés de Cataluña. En el resto de Europa no hay nacionalismos regionales tan potentes y con tanta capacidad desestabilizadora, lo que es una salvedad importante, como por supuesto lo fue el terrorismo de ETA, pero, sin ser tajante al 100%, pienso que España es un país europeo normal y corriente. Tenemos fenómenos políticos muy parecidos a los que suceden en Europa. España luchó durante mucho tiempo por ser europea en lo bueno y ahora nos parecemos a Europa también en lo malo, lo que incluye la aparición de populismos y movimientos autoritarios. Sí, es verdad, somos un poco más pobres y tenemos problemas como los nacionalismos, pero ya no existe la sensación de que Europa es un destino. Somos plenamente europeos: vas a Alemania o a Francia y, más allá de las barreras idiomáticas, nuestras vidas y nuestros referentes son parecidos. Creo que hay una integración muy real y poco cuestionada.

Esta búsqueda de la modernidad, ¿ha hecho que se aplazasen o difuminasen temas de debate político y moral que tendríamos que haber tratado ya entonces? Sigue candente, por ejemplo, la cuestión de la memoria histórica.

Estamos descubriendo que en algunas cuestiones sociales los problemas nos explotan cuando ya empieza a ser demasiado tarde para abordarlos. Por ejemplo, si en algún momento del pasado nos hubiésemos planteado reformar la monarquía, quizás en la última década no hubiese pasado lo que ha pasado. Quizás si en algún momento nos hubiésemos planteado en serio qué hacemos con los nacionalismos no habría surgido el procés. De modo que sí, es verdad. Respecto a la memoria histórica, yo tengo una percepción –y me pasa con el feminismo– de que hay cuestiones en las culturas nacionales que cada generación quiere enfrentar de nuevo. ¿Estaba cerrada la memoria histórica en los años noventa? No lo tengo muy claro, pero lo que sí sé es que cuando mi generación se hizo adulta –más o menos en los tiempos de la crisis financiera– dijimos: ahora queremos ver nosotros esa cuestión. Todas las generaciones quieren enfrentarse a esos problemas de nuevo a su manera y desde un nuevo lugar, ostentando posiciones desde el periodismo, la literatura y demás.

«Todas las generaciones quieren enfrentarse a los problemas a su manera y desde un nuevo lugar»

En su último libro, La ruptura, cuenta en primera persona cómo se polarizó el entorno mediático y académico en los últimos años. Dado que son experiencias de personas concretas, el proceso está muy vinculado a la suerte política de España entre 2018 y 2022. No obstante, ¿no deberíamos también tener en cuenta el contexto global a la hora de analizar esta situación?  

Lo que ha pasado en España está profundamente integrado en lo que ha ocurrido en el resto de Occidente, por supuesto. Tenemos que ver el inicio del procés en 2012 –que yo creo que es lo que desestabiliza todo– como una explosión más de los muchos populismos que aparecen en Europa a raíz de varias crisis seguidas. En 2014, Podemos entra en el Parlamento Europeo, pero al año siguiente Podemos y Ciudadanos entran en el Congreso de los Diputados y surge la crisis de los refugiados, de la que a veces nos olvidamos, pero que altera profundamente la política en Europa: es lo que hace que Alternativa por Alemania y Liga Norte se conviertan en partidos más relevantes. Posteriormente, durante el 2016 tiene lugar el Brexit y la llegada de Donald Trump al poder; en el 2017, a su vez, se organiza el referéndum de Cataluña. Todas estas cosas están enormemente implicadas. La pequeña historia de polarización que cuento en La ruptura es solo una pieza muy pequeña, un microejemplo de un proceso que ocurre en buena parte de Occidente. Me pareció muy divertido hacer el libro porque era algo muy particular –para poder explicarlo a un nivel macro– sobre gente que no estábamos ni mucho menos en el primer nivel.

Tras leerlo es inevitable pensar en la idea de la tercera España. ¿Nos encontramos nuevamente en uno de esos momentos en los que tiene un recorrido limitado o imposible?

Generalmente, las posiciones centristas o moderadas no triunfan políticamente en ninguna parte. De modo que incluso quienes nos sentimos cerca de posiciones centristas y liberales tenemos que asumirlo. A mí me preocupa mucho más que las otras dos Españas –aunque no me encanta la expresión– sean moderadas, liberales y se acerquen al centrismo. Creo que es lo más relevante, aún en momentos en los que la polarización forma parte de la democracia. No pasa nada: la democracia nunca ha sido como nos imaginamos, como una suerte de conversación elegante en la Grecia clásica. La pelea y la batalla forman parte del sistema democrático. Para mí, más que la tercera España, la clave es conseguir que la España de izquierdas y la de derechas tiendan a posiciones liberales y moderadas dentro de su oposición y su batalla por la victoria electoral. Entiendo que se puede entender La ruptura como el enésimo intento –ya te digo que condenado al fracaso– de reivindicar un centro liberal moderado que supere la división, pero esta es normal en democracia. La pelea está en que nos hablemos todos con todos y seamos capaces de llegar a grandes acuerdos de mínimos en cuestiones de Estado como las pensiones, las políticas europeas o la política energética. Para mí es más importante que existan las vías para entenderse que la existencia de una posición nítidamente centrista.

Quizás después de tantas décadas seguimos idealizando qué es la democracia, pensando que significa estar siempre de acuerdo. 

No, no. Los insultos forman parte de la democracia. Hasta un cierto tono de desprecio por el rival forma parte de la democracia. No hay que idealizarla: hay que entender la democracia como un mecanismo para solucionar problemas que es bastante eficiente y como una herramienta para asegurar la convivencia dentro de unos límites tolerables; no es una panacea o una utopía. Sí es verdad que últimamente funciona un poco menos, pero esto no tiene nada que ver con los mitos históricos, sino con que los parlamentos de medio mundo están más fragmentados, lo que hace más difícil llegar a acuerdos, y con unas redes sociales que han cambiado la manera en la que discutimos de política. Los políticos todavía se están adaptando a esto; los partidos políticos surgieron en un mundo muy distinto al que conocemos ahora. Todos los países ricos pasan unas turbulencias tremendas. Para mí, lo importante no es que El País y El Mundo tengan el mismo editorial; eso ni siquiera es bueno. Lo importante es que seamos capaces de seguir hablando y de seguir pactando una renovación del poder judicial o una política de pensiones. La gresca forma parte de la democracia.

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