Siglo XXI

¿Podemos regular una inteligencia artificial invisible?

La inteligencia artificial, en ocasiones, es transparente: no la percibimos y, aunque parece no existir, condiciona nuestra vida. Así ocurre cuando, por ejemplo, las redes sociales nos recomiendan determinados contenidos.

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22
febrero
2022

La inteligencia artificial (IA) se ha convertido en algo cotidiano, mundano y ubicuo: ya no está situado «dentro» de la informática, sino que impregna cada aspecto de nuestra vida. Según Statista, las expectativas sitúan los ingresos del mercado de software de inteligencia artificial en todo el mundo alrededor de los 126 billones de dólares en 2025; todo esto, además, en un mercado donde domina el open source (o código abierto).

Si queremos regularla, no obstante, hay que poder definirla. ¿Podemos?

Para la mayor parte de los ciudadanos, la inteligencia artificial es un software capaz de resolver, de forma autónoma, problemas que van desde los más sencillos y comunes –por ejemplo, adquirir un par de zapatillas– hasta otros tan complejos como jugar al Go con la destreza de un maestro, realizar un diagnóstico clínico complejo o conducir un vehículo de forma óptima y segura tanto para los pasajeros como para los transeúntes.

Sin embargo, en muchos casos la inteligencia artificial se ha vuelto transparente: la hemos incorporado de tal manera a nuestra vida que ni siquiera notamos su existencia; se ha convertido en algo tan cotidiano y familiar como utilizar Google o aceptar una recomendación en Netflix. Ni sabemos que eso conlleva una intervención de la inteligencia artificial ni somos conscientes de que esos programas se nutren de los datos que se desprenden de nuestras interacciones con ellos. Muchas veces, por tanto, la inteligencia artificial es directamente invisible. Lo es en temas más bien neutros, como la gestión inteligente de los semáforos en muchas ciudades o la gestión de la energía en centros de datos, pero también en temas mucho menos neutrales, como los algoritmos que autorizan las transacciones de las tarjetas de crédito, los que admiten alumnos en las mejores universidades o aquellos seleccionan los posts que veremos –es decir, nuestro feed– en Instagram, Twitter, Facebook o YouTube.

La inteligencia artificial e ha convertido en algo tan cotidiano y familiar como aceptar una recomendación en Netflix

Encontramos útil pensar en la inteligencia artificial como un espectro de aplicaciones que van de las menos a las más avanzadas. En este sentido, la más avanzada es aquella con mayores capacidades predictivas y, por lo tanto, aquella cuyas aplicaciones son las que tienen más probabilidades de mostrar un cierto valor económico o social. La IA, además, se define por cómo aprende de forma autónoma de los datos que usa, así como por cómo actúa a partir de los mismos. Esto nos evita tener que entrar a estudiar y entender los detalles. La inmediatez de la economía de los datos no permite detenerse a pensar. Grosso modo, tanto la invisibilidad como la transparencia, así como la actitud de ignorancia querida, se transforman en grandes sumas en las cuentas de resultados de los gigantes tecnológicos.

Pero si nos detenemos un momento y pensamos en sus efectos y su impacto en el ciudadano medio –o en aquel que pertenece a un grupo vulnerable– quizás la realidad sea menos brillante; no es oro todo lo que reluce: la suma de la digitalización y la inteligencia artificial trae todo tipo de brechas sociales y económicas que, al parecer, nadie previó.

Hay también otra IA que parece no fallar nunca; una cuyas finalidades están apartadas del escrutinio público o de los focos mediáticos. Esta inteligencia artificial está dedicada a los aspectos financieros (fintech), orientándose cada vez más hacia la actividad en los mercados de valores y la detección de fraude y lavado de capitales; a la seguridad, como ocurre respecto a las instalaciones críticas o el seguimiento e identificación de personas; y a la industria militar, llamando particularmente la atención las armas autónomas (LAW) en todas sus dimensiones. Incluso también hay aplicaciones en temas de investigación biológica y farmacéutica, como ocurre por ejemplo con AlphaFold 2.

Esta inteligencia artificial es tan refinada que también produce ganancias sin fin lejos de escrutinio ciudadano. Pero cuando regulamos la IA podemos caer en el peligro de pensar en la que percibimos, o incluso en aquella transparente; no olvidemos, en cambio, que la invisible y la oculta también están allí. Quizás sean las que merezcan más nuestra atención.


Esteve Almirall es profesor de Operaciones, Innovación y Data Sciences de Esade.

Ulises Cortés es catedrático de Inteligencia Artificial en la Universidad Politécnica de Cataluña.

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