Sociedad

Disponibles para estar dispuestos

En un momento en el que los algoritmos guían nuestras decisiones y la individualidad marca el rumbo de la sociedad, mirar al pasado puede ser una luz que ilumine el futuro. Así lo plantea Luis Alfonso Iglesias Huelga en ‘La ética del paseante y otras razones para la esperanza’ (Alfabeto), donde nos invita a transitar por la memoria para observar con pausa todo lo que nos rodea.

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10
agosto
2020

Más de cien años después estamos instalados, como afirma el filósofo Byung-Chul Han, en la sociedad del cansancio en la que la hiperactividad se sustenta sobre, precisamente, esa fatiga de la actividad racional. Y al igual que el dogma del calvinismo había modelado una forma de comportamiento social que divinizaba el trabajo y el beneficio ad maoirem dei gloriam, en nuestra actualidad virtual hemos pasado por una reconversión del «mileurista» que lo transporta de villano a héroe a la misma velocidad que se desarrolla la información. El resultado del paso «de la antena al cable» de todo lo que nos hacía indignos transformándolo en una suerte de externalización de la indignidad ha tenido su paroxismo en el convencimiento de Han de que el abuso de uno mismo es más eficiente que el ajeno porque va unido a la idea de la libertad, falsa y falsaria libertad, evidentemente. Buscando fuera de nosotros resulta más fácil parecerse, no a quien queremos ser, sino a quien quieren que seamos. 

Creemos que la mano que mueve el cabrestante que desplaza nuestra vida es la propia, simplemente porque aparece reflejada en la pantalla elevando un dedo de victoria. Con un «Me gusta» pensamos que cambiamos algo cuando en realidad estamos sometiéndonos a la respuesta que la pregunta conlleva. Ser hombre masa en sentido orteguiano es decir lo que se oye y hacer lo que se dice. Y en ese aspecto las respuestas «Me gusta/No me gusta» nos comprometen a una superficialidad solo sustentada en la utilidad. Y no debemos confundir el sentido de algo con su utilidad porque, por seguir con Ortega, cuando la verdad se identifica con la utilidad eso es exactamente la mentira. 

Por tanto, hemos pasado de la mano oculta de Adam Smith que mueve la economía de manera aleatoria (si bien dando las bofetadas siempre en la misma cara) al desbocado dedo que satisface nuestros instintos básicos de respuesta. Hipercomunicados digitalmente, no solo el medio es el mensaje, el medio ya somos nosotros, es decir, el emisor y receptor unidos para siempre en una vorágine tan repetitiva que recuerda a una versión virtual del mito de Sísifo. Si Albert Camus vio en Sísifo una metáfora del alienado hombre moderno, ese al que el hombre rebelde debe gritarle: «¡No!», el Sísifo actual es el hombre que se acuesta con su terminal acomodado en la mesita de noche esperando las nuevas tareas de la mañana que sonarán nada más activarlo. 

«Vivir debe ir más allá de la pura disponibilidad: incluso estar fuera de cobertura suena como una expresión de rebeldía que constantemente se nos reprocha»

Es por eso que algunos expertos prefieren denominar «economía de plataforma» al fenómeno llamado «economía colaborativa». De nuevo, un término de contenido amable esconde una sociedad ultraliberal cuyo paradigma económico traslada a la Red la actividad de los bienes y servicios de sus ciudadanos con el fin de evitar el pago de costes adicionales. Pero en esta novedosa sociedad de coste marginal cero toma cuerpo la vieja expresión de que si algo es totalmente gratis el precio somos nosotros porque lo gratuito acarrea un modo de dominio sobre quien lo acepta. 

Internet es, en realidad, inmediatez en la consecución de nuestros deseos y en esa estructura psicológica de autosatisfacción automática no hay ni rastro acerca de cómo se construye y, sobre todo, a costa de quién se construye. En la satisfacción del deseo hay algo de exhibicionismo de poder que nos hace estar más interesados en poner en las redes sociales la pizza que el mensajero nos ha traído a casa que en preguntarnos por sus condiciones laborales. En cierto modo él también es un factor más del juego virtual en el que la visibilidad de nuestr

o bienestar se levanta sobre la llamada economía de los recados plagada de subordinados autónomos sin ninguna cobertura laboral. Deliveroo, Cabify o Uber en el transporte y la distribución o Airbnb en el sector hotelero aparecen como empresas colaboradoras cuando su aportación más significativa se plasma en la precariedad laboral de sus empleados y en el daño colateral que ejercen sobre las denominadas empresas tradicionales. 

Pero vivir debe ir más allá de la pura disponibilidad, incluso estar fuera de cobertura suena como una expresión de rebeldía que constantemente se nos reprocha. La ética del paseante no es ni material ni formal, no tiene que ver con el imperativo categórico ni precisa ser demostrada según el orden geométrico. Es una ética plena porque constituye la crítica del espíritu de un indefinible consumismo, ni siquiera aproximado a aquel que Sócrates criticaba cuando acudía al mercado de Atenas solamente para comprobar cuántas cosas había que no necesitaba. 

El espíritu del consumismo se exhibe casi de forma desopilante: índices sin mano, clase media sin clase, prima sin parentesco, salario mínimo sin máximo, autónomos en estado de heteronomía, números rojos en blanco y negro, desahuciados sin verbo ahuciar, divisa sin mirada, clientes sin protección, capital sin cabeza, cláusula sin puerta, agencia sin hacer o préstamo sin territorio. Y unos tipos de interés sin nombre deambulando por los pasadizos invisibles del mercado. Tampoco la mencionada economía colaborativa parece escapar de este estado de cosas. En la película El club de los poetas muertos, el alumno Todd Anderson afirma en presencia del profesor John Keating que «la verdad es como una manta que siempre te deja los pies fríos. La estiras, la extiendes, pero nunca es suficiente. La sacudes, le das patadas, pero no llega a cubrirte. Y desde que llegamos llorando hasta que nos vamos muriendo, solo nos cubre la cara mientras gemimos, lloramos y gritamos». Todd explota cuando contra su voluntad debe salir a la palestra para responder a las preguntas del profesor delante de todos los compañeros de clase, pero en ese instante se da cuenta de que es mejor hacer hablar que hacerse oír, al comprender que aspirar a la verdad, aunque pueda ser un imposible, es más interesante que creerse en ella.

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