Opinión

‘Lost in translation’

Las noticias falsas suben como la espuma mientras algunos países empiezan a crear ministerios contra la soledad.

Artículo

Ilustración

Carla Lucena
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14
febrero
2022

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Ilustración

Carla Lucena

En su best seller Sapiens, el profesor Yuval Noah Harari –que en su pose de provocador hace absurdas piruetas para evitar siquiera mencionar un proceso tan transformador como la Ilustración, no le vayan a confundir con un pensador convencional– defiende que el aumento del tamaño del cerebro supuso en realidad un lastre para la generación de homínidos que estrenaron la versión 2.0 de nuestra cavidad neuronal. Debido a este salto evolutivo, nuestros primos lejanos tuvieron que dedicar más tiempo y esfuerzo que sus antecesores a buscar alimentos, dado que un cerebro de mayor diámetro suponía también –como es lógico– un mayor consumo de energía (al parecer, nuestra masa gris consume el 25% de la energía cuando el cuerpo está en reposo, frente al 8% empleado por otros simios con menos capacidad neuronal). Así que, como un país que reduce su presupuesto de defensa para invertirlo en educación, los humanos desviamos entonces energía de los bíceps a las neuronas… y esto provocó que los músculos se atrofiaran. Vamos, que esto de la inteligencia no salía gratis. Si en la vida cada decisión es una renuncia, en la historia, cada evolución conlleva una destrucción. Un gorila no puede ganar en una discusión a un Homo sapiens, pero puede despedazarle como a un muñeco de trapo en cuestión de minutos. Esto no es relevante si estudias Ciencias Políticas o trabajas en una empresa del Ibex 35, pero parece algo a considerar para quien hace millones de años vivía en la sabana africana.

«Si en la vida cada decisión es una renuncia, en la historia, cada evolución conlleva una destrucción»

Y si a esos parientes lejanos que consiguieron enderezarse hasta llegar a ser bípedos les pesaba literalmente el cerebro, a nosotros, ciudadanos atribulados de nuestro tiempo (y algo encorvados de mirar las pantallas), nos pesa la batería del teléfono móvil o, más bien, toda esa información inabordable y las posibilidades ilimitadas que aguardan en ese espacio digital trazado por los ángulos de la nube, la tarjeta SIM y el escritorio del ordenador. Más allá de todo el progreso y de todas las facilidades que nos brinda la revolución digital (sin ir más lejos, hoy he tenido una consulta médica a través de Zoom), conviene detenerse en cómo, en manos de un simio, este poderoso artefacto transforma lo cotidiano. Disponemos a golpe de clic de todos los libros, pelis, series y discos que podemos desear, además de cientos o miles de contactos con quienes interactuar. Esto, por supuesto, resulta fascinante, además de utilísimo, como decíamos. Pero no es menos cierto que vivimos abrumados por el peso y la velocidad de toda esa información, a la gresca en esas olimpiadas del odio que cada día se celebran en Twitter o medio yonquis del qué harán y del qué dirán digital. Paradójicamente, en estos tiempos de conocimiento abierto y de burbujeo en Instagram, las noticias falsas han subido como la espuma mientras que algunos países han empezado a crear ministerios contra la soledad. Como sabemos, una de las tácticas más efectivas de desinformación siempre ha sido el bombardeo de información. Un método de lo más sencillo: aturdir al personal. Quizá por eso algunos trastornados andan por ahí quemando libros de Tintín en una especie de Fahrenheit 451 versión woke. Puede que dentro de no sé cuántos años nos hayamos adaptado a esta nueva revolución (o evolución) cognitiva. O puede que no. Quizá simplemente acabemos tirándole los trastos al sistema operativo como le pasa al protagonista de Her.

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