Opinión
La tercera España y la orfandad política
Lo más desolador de todo lo desolador que sucede en España es la brutalización de la política patria. Conviene preguntarse por qué los dirigentes políticos nos arrastran, desde sus respectivas trincheras, a la fractura social.
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Para quienes amamos la política democrática por lo que siempre tuvo de polícroma y caleidoscópica, compuesta de matices y de espacios fronterizos por los que da gusto transitar, apegada más al argumento racional que a la pedrada verbal y movida por una lógica competitiva que no resulte necesariamente destructiva, lo más desolador de todo lo desolador que sucede en España es la brutalización de la política patria.
Las fuerzas destituyentes, agrupadas en torno a las diversas versiones del nacionalpopulismo, van cubriendo sus objetivos. El primero es la suplantación del principio representativo por una supuesta democracia plebiscitaria que no conoce históricamente un caso de éxito; más bien ha demostrado ser una infalible puerta de entrada al despotismo y la fractura social.
El segundo es la polarización política no como resultado fatal de un desencuentro, sino como presupuesto estratégico de partida. En un sistema diseñado por sus fundadores para funcionar a través de los consensos, la confrontación binaria buscada y sostenida conduce indefectiblemente a la parálisis del país.
El tercero es la desvitalización de los órganos del sistema (empezando por los partidos políticos) y la mutación de los liderazgos democráticos a caudillismos populistas. Su correlato es el deterioro contumaz del principio de legalidad: vivimos en plena apoteosis del uso alternativo del derecho.
El resultado triunfal de la ofensiva es la prevalencia de lo identitario sobre lo comunitario y de lo centrífugo sobre lo centrípeto. Culpamos de ello al influjo de los extremos, pero son los partidos centrales quienes más colaboran en este juego siniestro. No solo aceptando que su poder depende de los extremistas de cada bloque, sino, además, comprando su mercancía ideológica.
«Hoy, unos y otros descartan articular una política que saque al país del atasco y preserve el Estado de derecho»
La deriva del PSOE hacia el populismo es mucho más visible que la (inexistente) de Podemos hacia la socialdemocracia, y su contagio del discurso disgregador del nacionalismo no se corresponde con una mínima aproximación de los nacionalistas hacia la idea de un Estado descentralizado, pero común. El partido de Sánchez se va pareciendo cada vez más a sus socios.
Al otro lado de la trinchera, el Partido Popular de Pablo Casado, tras concluir que no había espacio para tres en la derecha, tuvo que decidir a qué competidor debía exterminar y eligió a Ciudadanos. Ello conllevaba aceptar que este partido solo podrá gobernar en cohabitación con la extrema derecha. Pero también Sánchez fundamenta su plan en la convicción de que únicamente podrá mantenerse en el poder con el auxilio de la izquierda populista y de los nacionalismos radicales. Lo malo es que ambos tienen razón, aun prescindiendo de la razón.
El camino que unos y otros descartan de raíz es el que, a la vista de la situación de España, recomendaría cualquier observador con sentido común: articular una política de concertación nacional que saque al país de un atasco que ya dura dos lustros, que recupere la agenda reformista bloqueada y preserve a la vez el Estado de derecho y el sentimiento de comunidad.
«Vivimos en plena apoteosis del uso alternativo del derecho»
Ahora ya no se busca proteger a los débiles, sino «empoderar» a los diferentes. En una sociedad abierta, la diferencia (sea sexual, territorial, lingüística o de cualquier otra índole) merece protección, pero no puede convertirse en el motor de la historia ni en el desiderátum de una política progresista. Si cada persona y cada colectivo sienten que necesitan oponer su identidad diferencial a la de otros para merecer alguna atención, la comunidad política –llámenla nación o como prefieran– simplemente desaparece.
Santiago Carrillo encaminó al PCE y a su base social al juego de la democracia burguesa y Manuel Fraga condujo a la derecha franquista al territorio de la monarquía parlamentaria y constitucional. Eso es centrípeto. Ahora sucede lo contrario: los dirigentes de los partidos centrales arrastran a sus bases al universo extrasistema, donde todo se hace centrífugo y disolvente. Mientras tanto, la única ley que en España se cumple a rajatabla es la del embudo.
Desde la orfandad política y el exilio interior, los habitantes de esta tercera España en proceso de extinción nos preguntamos si las cuatro décadas que siguieron al 78 solo fueron un efímero paréntesis histórico y si ahora, simplemente, volvemos a lo de siempre. Y miramos a la Unión Europea como la única esperanza de redención.
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