¿Cooperar o competir?
Concebimos la competencia y la cooperación como antagonistas y, sin embargo, ambas actitudes podrían estar más relacionadas entre sí de lo que parece.
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Durante el siglo XIX, la guerra se manifestaba incesante. Era la época del gran esplendor de la ciencia, y Faraday acababa de unificar dos disciplinas que cambiarían para siempre nuestra manera de relacionarnos en el mundo: había dado origen al electromagnetismo. La burguesía, que comenzaba a ocupar los palacios y los tronos de los antiguos aristócratas, acogía con los brazos abiertos toda aquella ciencia –y todo aquel pensamiento– que fuese aprovechable; al fin y al cabo, fue en parte a merced de sus talonarios como se desarrolló la investigación y la ingeniería. No obstante, la burguesía, que justificaba su existencia en la competición, necesitaba algo más: oponiéndose al inmovilismo de la antigua aristocracia, la burguesía debía alcanzar algo que trascendiera a la propia filosofía, libertina y problemática por su compromiso con la verdad.
En medio de un mundo en recomposición, el trabajo de Charles Darwin acerca del origen de las especies encajó de forma perfecta en una sociedad basada en la promesa del trabajo duro, la riqueza y la meritocracia del triunfador. A partir de entonces, multitud de teóricos surgirían subrayando la obviedad que parecía subyacer tras estas ideas: si se es rico, es porque se es mejor. Competir, por tanto, parecía agitar los sentidos y dotar de brío, cuando no de justificación, el ejercicio del trabajo. Frente a esta idea, múltiples intelectuales y hombres de ciencia se rebelaron: mientras unos apelaban a los clásicos, otros comenzaban a hacer hincapié en el desarrollo del marxismo y el anarquismo. Darwin, de hecho, tuvo un célebre competidor en la figura de Piotr Kropotkin, quien escribió dos tratados que lo catapultarían a la cárcel y a la fama: La conquista del pan y El apoyo mutuo. En este último, el científico ruso reinterpreta las observaciones sociales basadas en el trabajo del naturalista inglés: los animales, al igual que nosotros, cooperan; cuando nos comportamos empáticamente, progresamos.
Competencia y cooperación, ¿quién gana a quién?
La vehemencia de Kropotkin no era novedosa. En la Grecia clásica, las vicisitudes políticas atenienses dan origen a la democracia como un peculiar «gobierno del pueblo» que en realidad no es sino un gobierno de las élites: son aquellas las que podían permitirse formar parte de las asambleas. A merced de las posibilidades de este modelo surgió la sofística y, con ella, los «sabios» en cuanto educadores de unas clases altas que iban a ocuparse de los asuntos de la ciudad. Frente a ellos surgieron los filósofos, «amantes» del saber. Es aquí donde surge el primer dilema: si bien algunos sofistas defendían la competitividad a cualquier precio para lograr unos objetivos, los pensadores griegos se dieron cuenta de que la prosperidad emana justamente de la actitud contraria, que es la cooperación. Aristóteles la defiende en su concepto de «animal político»: son las constituciones, las leyes, los acuerdos y las cesiones mutuas –y no el pensamiento individualista– el que nos hace ser humanos. Llegaría a escribir en Política que una persona que no es sociable ha de ser bien una bestia o bien un ser superior que trasciende la naturaleza humana: salvo que se sea una suerte de deidad clásica –e incluso ellas necesitan relacionarse con cierta docilidad entre sí– la persona individualista pierde su naturaleza humana.
Los pensadores griegos se dieron cuenta de que la prosperidad emana no de la competición, sino de la cooperación
Aún hoy, el debate continúa. Durante la pandemia del coronavirus, el hecho de que múltiples países escogiesen políticas sanitarias divergentes y que distintos laboratorios trabajasen por su cuenta en una acelerada carrera por conseguir la vacuna contra la enfermedad se presentó como una actitud de buena salud para la sociedad. No obstante, los beneficios de la competitividad no parecen demasiado alentadores: mientras unos países se ven obligados a desechar cientos de miles de dosis –solo en España, en septiembre de 2021, se destruyeron 100.000–, otros siguen sin poder acceder a los inyectables necesarios para tratar a su población. Una situación que también es posible ver de un modo más violento en nuestros días, cuando los países europeos ni siquiera logran ponerse de acuerdo a la hora de gestionar una política migratoria común.
La carrera espacial entre Estados Unidos y la extinta Unión Soviética consiguió grandes logros, pero es imposible no preguntarse cuánto se hubiera conseguido mediante la cooperación. Más allá de la especulación, no obstante, el estudio de la historia parece clarividente: el colonialismo del siglo XIX y las dos guerras mundiales que marcaron el compás de la primera mitad del XX son el claro ejemplo de los estragos de la competitividad a cualquier precio.
Es por eso mismo por lo que la Unión Europea, en cuanto bloque de países desarrollados, se presenta como un ejemplo de prosperidad sin apenas precedentes: la suma de países ricos y poderosos da lugar a una moneda fuerte, una economía prometedora y unas desigualdades atenuadas. Basta comparar el modelo de vida en Estados Unidos y el que los europeos siguen poseyendo en el viejo continente: son estos últimos los que lideran con creces la clasificación de los países con una mayor calidad de vida. Solo el hecho de que todos los ciudadanos de la Unión Europea puedan asentarse, formarse, trabajar y adquirir la cultura local de una de sus regiones supone una revolución cultural y científica. Es por ello que, pese a la aparente desunión, Europa occidental sigue mostrándose como el faro cultural del mundo. Frente a la cooperación de los Estados miembro, ningún competidor parece estar saliendo victorioso frente a ella.
¿Es posible reconciliar la competitividad y la cooperación?
Ante la necesidad de sobrevivir, los seres vivos compiten cuando los recursos escasean, pero mientras tanto cooperan. Como ha podido comprobarse para sorpresa de los botánicos, plantas de una misma especie, e incluso entre distintos tipos de ellas, reaccionan ante la agresión de un insecto avisando químicamente a sus congéneres para que estos se protejan. Pero la existencia, al menos en nuestro caso, no se reduce a la amarga supervivencia. Los seres vivos buscamos algo más: comodidad, vínculo con aquello que nos rodea y plenitud en nuestra esencia. Como bien sostienen los expertos en psicología, ayudar a los demás y ser empáticos no solo mejora la vida de nuestro entorno, sino que nos hace más felices, facilitando el doble vínculo de sentirnos bien con nosotros mismos y de liberar neurotrasmisores que inducen un mayor estado, si no de felicidad, de confortabilidad. La competitividad permanente, en cambio, refleja en nuestra mente el peligro de agresión, y la alerta conduce a los signos de estrés, nada agradables para quien los padece.
Pese a la aparente desunión, Europa occidental sigue mostrándose como el faro cultural del mundo
Más allá de la medicina, la tradición antropológica sostiene como pilar de la civilización la cooperación ya desde el imaginado «buen salvaje» propuesto por Rousseau. De hecho, si trascendimos de ser seres solitarios y eminentemente competitivos a formar comunidades no fue únicamente por necesidad, sino por la existencia de otra clase de sentimientos. Por ejemplo, por la identificación con el sufrimiento, pese a no haberlo experimentado necesariamente.
La civilización surge y se desarrolla no tanto en la competitividad como en la cooperación. A veces las circunstancias naturales son muy presentistas, y la selección propuesta por Darwin, siendo cierta, no nos hace mejores. La diversidad, en cambio, necesita de unos y de otros para el apoyo mutuo, ya sea ético o invitado por las leyes; es esta la que nos hace resilientes ante la cambiante adversidad. En otras palabras: son el auxilio del prójimo, la ética de los cuidados, el sano debate de ideas y el respeto mutuo –y no sus contrarios– los que nos hacen sobrevivir en el tiempo; y ya no como individuos, sino como especie. Los humanos seremos aptos mientras sepamos ser solidarios y diversos entre nosotros. No hay que buscar ni el antagonismo ni la conjunción entre las actitudes competitivas y las cooperantes. La ciencia parece demostrar que se trata únicamente del enfoque que le demos a las circunstancias.
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