Opinión

El ‘boom’ del sermoneador

Nadie es bueno en términos absolutos. En el fondo de nuestro ser, somos animales perversos, sobre todo aquellos que tratan de destruir a sus semejantes en nombre de la moral pública.

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13
enero
2022

Dice Hegel que la historia opera dialécticamente a base de acciones y reacciones, de tesis, antítesis y síntesis. Y hay que decir que su teoría sirve para explicar numerosos fenómenos históricos y culturales. En el caso del neopuritanismo que hoy nos acecha, este parece manifestarse como reacción a tiempos pretéritos, más libres. El boom de la moralidad estricta y puritana entre la nueva pseudoizquierda identitaria –también prevalente entre modernos y gente supuestamente cool (si no eres vegano, eco-friendly, etc… No puedes ser hoy moderno)– tiene un origen netamente estadounidense; es decir, que proviene del país puritano por antonomasia donde prolifera el sermoneador televisivo y los políticos son considerados eunucos sin vida sexual.

¿Quiénes destruyeron las respectivas carreras profesionales de artistas como el cómico Lenny Bruce y el cantante Jim Morrison? Hordas ultraconservadoras que no admitían la disidencia en el discurso y que casi consiguieron meter a ambos en la cárcel: Bruce se suicidó antes de entrar y Morrison escapó a París (Francia ha carecido tradicionalmente de acuerdo de extradición con Estados Unidos), donde murió poco después a causa de sus excesos. Y, ¿quién ejerce hoy esa pulsión destructiva para derrocar a visibles ‘pecadores’ y ‘ovejas descarriadas’? Una ‘izquierda’ norteamericana asentada en el sermón y el castigo vicario. Y hay que decir también que el falso progresismo de esta nueva mojigatería de masas no es más que un disfraz, pues los impulsos canceladores que buscan castigar al pecador o infractor de la moral pública son aquellos que motivaron las cazas de brujas, la prohibición del alcohol en EEUU o el macartismo. Hablamos de un mismo perro con distinto collar.

«Los humanos siempre hemos vivido de cara a la galería, pero en la era de internet y las redes sociales muchísimo más»

La nueva izquierda jesuítica y moralizante ha caído en una trampa del poder al ser una manifestación del mismo. El boom de las políticas de la identidad y el pensamiento queer (tan interesado en identidades flotantes, líquidas y autodeterminadas) coincide, curiosamente, con la muerte del referente oro en la economía estadounidense, la hipertrofia de la economía financiera, el boom de la autoayuda y el narcisismo autorreferencial en el que solo importa la autoimagen o autorrepresentación. A medida que se desregula el mundo económico, se ha hiperregulado el discurso moral, para fijar de modo restrictivo un supuesto «bien» al que todos han de ajustarse, y al que, en el fondo, nadie se ajusta, ya sea en su fuero interno o de viva voz.

Como dijo Marx de las necesarias consecuencias de la economía capitalista: «Todo lo sólido se desvanece en el aire; todo lo sagrado es profano, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas». Lo sólido se está desvaneciendo, pues, en el aire (a causa del empuje capitalista), y cualquiera que crea en la biología, en lo material, en el mundo de lo objetivo es considerado un pecador, si no un criminal. Es necesario someterse a la moral dimanada desde la metrópolis global, Estados Unidos, o cada cual habrá de pagar las consecuencias.

Los humanos siempre hemos vivido de cara a la galería, pero en la era de internet y las redes sociales muchísimo más. Somos productos de consumo, marcas que nos vendemos a nosotros mismos en las redes. Y para ser aceptados, admirados o incluso venerados consumimos valores morales que nos hacen ser cool y encajar, haciéndolo vehementemente con la intención de que todos nos vean y comprendan lo buenos que somos. Y algunos bobos se creen transgresores por decir lo que dice todo el mundo: lo que dice la tele, el cine yanqui, los anuncios de televisión y las grandes campañas de márketing.

«Creer que uno es éticamente virtuoso es un sinsentido fruto de la más negra ignorancia»

No obstante, por mi propia experiencia sé que nadie es bueno en términos absolutos, ni mucho menos. En el fondo de nuestro ser somos animales perversos, sobre todo aquellos que tratan de castigar y destruir a sus semejantes en nombre de la moral pública (ese bicho hipócrita elaborado en base a blancos y negros, y sin sombras ni rangos de gris y otras coloraciones). Al vivir hoy completamente expuestos, queremos mostrarnos con nuestras mejores galas. Queremos gustar a los demás para gustarnos a nosotros mismos. Y el espectáculo está llegando a ser verdaderamente patético. Y la derecha, viendo que la ‘izquierda’ se ha apropiado de la moral pública, prohibiendo y condenando a diestro y siniestro, no quiere ser menos y hace de la judicatura, reino conservador por excelencia, un terreno para la condena en firme de discursos violentos –de un lado del espectro político, no del otro–.

Está bien tener convicciones morales y valores, incluso verbalizarlas con vehemencia puede ser algo noble a lo que todo el mundo tiene derecho. Lo que no es aceptable es tratar de censurar y destruir a otros por desencaminarse y aspirar, como el parásito, a interferir con la libertad de expresión y artística ajena desde el anonimato (y todo para quedar bien con los amigos y espectadores internautas).

Como puede corroborar cualquier persona mínimamente madura y autocrítica, nuestro mundo interior está compuesto de sentimientos, deseos, impulsos y rechazos moralmente cuestionables. De esto dan testimonio numerosos experimentos en psicología social, entre los que destacan los de Stanley Milgram, en Yale, y de Phillip Zimbardo en la Universidad de Stanford. En ambos experimentos, dadas unas circunstancias específicas, personas ‘respetables’ cometieron actos reprobables que en una situación ‘normal’ jamás habrían tenido lugar. De hecho, los que peor se portaron fueron los que más se dejaban influir por la opinión de la mayoría (llámese esta moral u opinión pública). Como ya dije en otra parte: creer que uno es éticamente virtuoso es, en el mejor de los casos, descabellado; en el peor de ellos, un sinsentido fruto de la más negra ignorancia.

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