Siglo XXI

«Mientras rompamos fronteras en nombre de la democracia, bien rotas estarán»

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22
octubre
2021

Hablar con el Doctor en Ciencias Económicas y escritor Félix Ovejero (Barcelona, 1957) significa adentrarse en un maremágnum de serena reflexión en torno al nacionalismo, la naturaleza de la democracia y nuestra identidad moderna. En su último libro, ‘Separatismo y democracia’ (Página Indómita), regresa a la palestra literaria con el objetivo de abrir las puertas a un diálogo intelectual que aporte lucidez a una gran cuestión: ¿es posible la secesión en el seno democrático actual?


Sobre el impulso que le llevó a escribir su libro, ¿predominó la necesidad de plantear un análisis del secesionismo catalán o, quizá, el deseo de hacer una aportación más intelectual sobre el nacionalismo y el independentismo?

Creo que se había dado poco la batalla intelectual del secesionismo, en el sentido de que más bien parecía que existían unas razones justas, a pesar de los procedimientos extrapolíticos que está utilizando.Yo busco demostrar que hay una anatomía moral obscena, contraria, además, al principio que ellos siempre invocan: la democracia. Si uno se toma en serio la democracia entonces ha de combatir el secesionismo y que, si defiende el secesionismo, atenta contra la democracia. Intento refutarlo en sus mismos términos: si uno es partidario de la democracia no puede excluir a los conciudadanos o tener como proyecto político convertirlos en extranjeros. En ese sentido, es una disputa muy de fundamentos, una idea de democracia deliberativa me parece más razonable, como es el debate de ideas, que nos convierte en ciudadanos libres e iguales.

¿Cuál considera que es la naturaleza de los nacionalismos europeos y, en concreto, del catalán? ¿Los considera legítimos (y permisibles) en el contexto democrático que vivimos?

No creo que todos los nacionalismos sean iguales. Es decir, lo que podemos encontrar en los característicamente conservadores en Polonia o en Hungría es un nacionalismo reactivo de querer conservar cierto tipo de soberanía, cosa que aquí se produce precisamente en contra de una unidad de convivencia que ya tenemos y que es España. Lo extravagante o lo singular de nuestro secesionismo es que se trata de una minoría privilegiada que apela a argumentos finalmente etnicistas (porque dice «nosotros somos diferentes, y puesto que somos diferentes, no podemos redistribuir ni decidir con vosotros»), a una argumentación genuinamente reaccionaria, conservadora en el sentido de que quiere convertir a los ya conciudadanos en extranjeros porque son distintos a ti. El guión es sórdido moralmente, anti igualitario y, por lo demás, se sostiene en supuestos falsos porque realmente ni siquiera son distintos, porque si uno mira la composición demográfica de Barcelona es la misma que Madrid, por apellidos y por las pautas de comportamiento. De ahí que se quiera comenzar por construir una nación, la nación que se invoca, lo que es una paradoja: se admite que se apela a lo que no existe. Y, claro, entonces para construir la nación tienes que ser totalitario, establecer imposiciones de orden cultural y lingüístico para inventarte lo que no existe y que quieres invocar. En ese sentido, es un proyecto característicamente totalitario que se superpone a su contenido reaccionario.

«Lo del enfrentamiento entre dos nacionalismos es mercancía trucada»

Lo de la reacción nacionalista o el enfrentamiento entre dos nacionalismos es mercancía trucada. Yo creo que políticamente puede existir un componente en Vox, pero se trata de un nacionalismo que no plantea ningún tipo de incompatibilidad. No es como decir «es Francia contra Alemania y pelean». No, no. Al revés. Aunque sea reaccionario, en tanto apela a «esencias» e identidades, no es excluyente, no exige negarse la condición de catalán para afirmar la de español. Y por otra parte es que España, y sobre esto hay estudios empíricos que lo muestran, es uno de los países menos nacionalistas del mundo. No hay ni banderas públicas (miras Francia y en el último colegio hay un himno que aprenden, La Marsellesa, y hay una bandera nacional). Toda esta simbología no se produce, no hay un componente nacionalista, seguramente porque Franco nos vacunó razonablemente frente a ese tipo de nacionalismo. Sí que lo hay en segmentos de la población, pero encauzado políticamente, no.

Desde los distintos gobiernos centrales, previamente el de Mariano Rajoy y actualmente el de Pedro Sánchez, se han realizado actuaciones con el fin de responder al procés desde una postura institucional. ¿Es eficaz el diálogo o tan sólo representa un apaciguamiento temporal, como en múltiples ocasiones ha sostenido usted con el PSC?

El nacionalismo es el problema que se presenta como solución al problema del que vive, y obviamente eso no se puede solucionar, es como el racista que dice que el problema es el negro y no es racismo. El dilema que te plantea es independencia o algo a cambio de la independencia, y ese algo a cambio de la independencia es un paso hacia la independencia: me tienes que dar algo, cada vez mayor grado de autogobierno, hasta que seamos independientes, y si no amenazo con romper las reglas del juego. Y si cedes, eso conduce a la independencia, pero eso es un juego de chantajes. ‘La bolsa o la vida’ no es un diálogo, eso rompe cualquier concepción de la democracia como una exposición de argumentos y razones. Por lo demás, la idea de que no se ha querido dialogar esta desmentida por una historia entera de cesiones de todos los gobiernos de España que no ha hecho más que cebar al independentismo. Por cierto, lo de la falta de disposición quedó refutada empíricamente, de un modo casi excepcional, cuando un día unos tipos de una radio llamaron aquí en Cataluña a Moncloa haciéndose pasar por Puigdemont, y Rajoy se puso al momento diciendo que por fin podían dialogar. No hay diálogo si se busca acabar con el territorio político común, lo que, de facto, supone quebrar el ideal de ciudadanía. Esta idea de que Cataluña es de los catalanes es absurda. Todo es de todos, no hay nada más comunista que el territorio político. Por eso, por ejemplo, es absurdo decir que Otegui es ciudadano «non grato». A mí me puede parecer un tipo despreciable, pero, por supuesto, como ciudadano español se puede mover donde quiera y ningún pueblo puede impedir el acceso o el paso, porque no somos dueños de él.

¿Tiene solución el procés, realmente?

La idea de que hay una identidad común o que hay una mirada común es insostenible. Primero porque, aunque la tuvieran, la lengua ampliamente mayoritaria y la lengua común de los catalanes es el español. En términos de lengua materna, el 55% de los catalanes tenemos como lengua materna el castellano o español, y el 32% el catalán. Si realmente nos preocupa la igualdad tendríamos que alentarla y no convertirla en una barrera. La idea de alentar el espíritu y la pluralidad y la mirada es falsa empíricamente en cuanto a lo que sabemos de las ciencias cognitivas: la tesis Sapir-Whorf de que compartir un lenguaje supone una mirada incomunicable con otros es sencillamente falso. Por otra parte, no podemos olvidar que cuando hacen uso de la comparación multiculturalista con los pueblos indígenas se olvidan de una importante diferencia: éstos son poblaciones compactas que en su unidad territorial son mayoría culturalmente, pero es que aquí, en Cataluña, son minoría, y por tanto te ves obligado a imponerla al conjunto de la población, que es la penalización que existe del español, muy superior, por supuesto, a la que existió durante el tardofranquismo con respecto al catalán. ¿Por qué? Porque tienes que construir una identidad que no existe.

«Si realmente nos preocupa la igualdad tendríamos que alentarla, no convertirla en una barrera»

En el nacionalismo se parte de una paradoja, y es que busca construir una identidad, pero si la construye es que no existe. Entonces, ¿qué se invoca? ¿Se invoca una identidad, que es lo que se desea construir? Pero si lo quiere construir es que no hay nación, y si no hay nación, se hunde el guión nacionalista. Y respecto a las soluciones, desconfío del Estado de las Autonomías, que aparecía supuestamente para solucionar el problema. En realidad, lo ha ahondado, recreando problemas que no existían y que permiten establecer barreras y problemas de comunicación entre de los ciudadanos. Tú no puedes venir a trabajar aquí ni acceder a un montón de posiciones laborales, porque sencillamente no eres competente en la lengua, un factor de discriminación arbitrario. Esa situación encapsula y crea mercados de votos cautivos. Simplemente, los que estamos aquí podemos participar en dos ligas, en la liga nacional y en la nuestra, y en cambio el resto de los españoles no pueden venir aquí. Esto tiene consecuencias de ineficiencia, porque no tendremos los mejores médicos, sino aquellos que pasen la criba de la lengua. Invocamos argumentos de «comunidades históricas» como si las demás llegasen de Marte. Aquí todos tenemos biografía, y de hecho compartida. Este sistema de incentivos, inseparable del nuestro actual sistema autonómico, es el que ha contribuido a alentar el problema. Creo que, precisamente, tendríamos que alterar nuevos diseños institucionales, incentivos, por ejemplo, a través de la Ley Electoral, a través de diseños que obliguen a obtener resultados en un mínimo de comunidades autónomas para acceder a la primera Cámara. Después de todo, se trata defender el interés general, y como es una democracia, pues se pacta un programa que comprometa a gente de todas las comunidades, y si no se sale en un mínimo de comunidades autónomas, no juegas lo que no cabe es que nos respondas en otras partes de España, pero puedas condicionar su vida como bisagra, por utilizar esa fea palabra.

En su libro trae de vuelta a nuestro tiempo la siguiente cuestión: ¿Todo vale en democracia a fin de conseguir el poder? Si queremos aspirar a los ideales de igualdad y justicia social, ¿cabe moderar el impacto de la palabra y volver a la revisión crítica de la ciudadanía a la hora de tomar decisiones políticas?

La democracia, la versión que a mí me parece más atractiva, tiene cierta paradoja porque sí se especifican completamente todas las condiciones del buen debate democrático, que la opinión de todos sea igual, que el poder económico no se pueda traducir en poder político, etc. Queda poco por debatir en la democracia. Las precondiciones son ya un resultado. En mis textos he sostenido que la renta básica es importante porque permite a los ciudadanos decir que «no»,  entonces no están sometidos a poderes arbitrarios y disponen de una autonomía a la hora de formar sus propios juicios; si se van estableciendo una serie de requisitos para que el debate democrático sea bueno —y esos serían los que se fijan en La Constitución— al final tienes una democracia muy militante, que anticipa el resultado del debate y complica las revisiones de derecho por parte del «demos», el depositario último de la legitimidad. Ahora bien, lo que no se puede es, por una parte, aceptar el juego de los chantajes, esto es, excluir la deliberación según principios del interés general y, por otra parte, negarse a una democracia militante. Si jugamos en serio al debate democrático no hay ideas sagradas, cierto, pero entonces hay que tomarse en serio que todos tenemos que dar por buenas decisiones avaladas por razones.

¿Es la sociedad lo suficientemente madura como para defender el «bien común», fundamental, como insiste, a la hora de construir democracias prósperas?

Los resultados empíricos que tenemos muestran que las sociedades son bastante infantiles: el votante es miope, vota atendiendo a lo último que ha sucedido, no piensa a largo plazo. No debemos sorprendernos porque  forma parte del diseño. Los padres fundadores de Estados Unidos justificaban la democracia representativa en que los votantes no tienen por qué preocuparse por el interés general, y pueden ser mezquinos y desinformados; por eso han de elegir a los más excelentes de entre ellos, que son aquellos que sí tienen preocupación por el interés general. El gran problema de la democracia es si pueden elegir a los mejores quienes no saben y están desinteresados de la causa pública. El reto es conseguir un diseño institucional que mantenga los principios democráticos. Ahora bien, la manera en que cristalizan históricamente, eso ya sería otra cosa. Por ejemplo, pensemos la opción de utilizar mecanismos de representación a través del sorteo, el sorteo en vez de elecciones entre partidos. La democracia de competencia entre partidos tiene serios problemas, encanalla el debate porque la gente se siente obligada a enfrentarse al otro, sólo pueden participar quienes tienen muchos recursos (los costes de entrada en el marcado político son altos, no cualquiera puede ofrecer sus ideas), entre otros. Además, con el sorteo se produciría una representación acorde con la composición de la población sin la necesidad de cupos de mujeres o minorías porque sería aleatorio, y si es aleatorio debe haber una proporción comparable. En Cataluña, sin ir más lejos, sería muy saludable: si se observa la composición de apellidos en el Parlamento no se parece nada a la composición exterior: la población son Martínez o Pérez y hablan en español, y en el Parlamento hablar en español es casi una ofensa.

«El gran problema de la democracia es si pueden elegir a los mejores quienes no saben y están desinteresados de la causa pública»

Ese es el reto que tienen que hacer quienes se dediquen al diseño institucional. Tenemos que asumir la peor hipótesis y conseguir buenos resultados, como en la ciencia, donde los científicos están obligados al juego de la verdad, aunque a ellos lo que les interese sea viajar, ligar o hacerse ricos: saben que las reglas del juego hacen que se impongan los mejores argumentos con independencia de su propia motivación. En el mercado, en la versión de Adam Smith, los tipos compiten persiguiendo su propio beneficio, pero aún así tienes que ofrecer el mejor producto. Si en la democracia pudiéramos hacer que las motivaciones más o menos mezquinas de la gente sirvieran para honrar nobles principios de buenas decisiones y autogobierno tendríamos la solución a este problema.

Ante este escenario, ¿cabe la posibilidad de que llegue a perder vigencia el Estado-nación dentro de la Unión Europea? 

Ojalá. Secesionismo y democracia terminan con una reflexión sobre las fronteras como fuente de desigualdad. Un tipo tiene acceso (o no) al bienestar por razones tan arbitrarias como haber nacido a unos kilómetros a un lado o a otro. Mientras rompamos fronteras en nombre de la democracia, de la igualdad y de la justicia, bien rotas estarán. No obstante, hay secesiones que están justificadas. Si hay una minoría que es explotada sistemáticamente y está excluida de los derechos, y su voz no es atendida, no tiene por qué sentirse obligada a formar parte de la comunidad política. En ese sentido, la Unión Europea, en su mejor versión, sería una parcial realización del ideal que a mí me interesa, que es evitar cualquier prioridad de los «míos». Ahora bien, el problema de nuevo es el del diseño, y es que todavía el marco territorial-nacional es el que acaba decidiéndolo todo. Y en parte pasa como con las comunidades autónomas, que más que hablar de un conjunto de ciudadanos parece que hablen de un conjunto de tribus que tengan que ponerse de acuerdo, algo que ha pasado durante la pandemia: de pronto hemos visto que había una conferencia de presidentes, de Sanidad… Oigan, que si hemos hecho una comunidad de ciudadanos es para tener que evitar esta especie de juego fuera de la democracia donde se impone más la fuerza de negociación de cada uno que los argumentos. Pero el ideal que honramos me parece muy noble. Por cierto, para eso es importante entenderlos. En la Unión Europea hay 225 lenguas por lo que parece razonable que busquemos la lengua común, sea el inglés, sea la que sea, o al menos las mayoritarias. Cualquier comunidad democrática ha de fomentar lo que une para evitar la disgregación identitaria. En ese sentido, el nacionalismo hay que combatirlo si nos tomamos en serio esto. Y lo demás, todo eso de la «Europa de las regiones» es resolver con palabrería problemas que no podemos ignorar, que son reales.

Usted sostiene la existencia de un declive de las doctrinas de la izquierda. ¿En qué consiste este cambio de rumbo?

Cuando escribí Deriva reaccionaria de la izquierda, que tuvo cierta popularidad, tomé el Manifiesto Comunista y recordé lo que allí se defiende: la globalización, circunstancialmente el capitalismo, porque contribuye a barrer las sociedades tribales, las identidades; la crítica de la religión y defensa de la ciencia y del progreso. Ese ideario hoy es compartido por casi todo el mundo. Incluso por una derecha que siempre se resistió: el liberalismo clásico es un liberalismo antidemocrático –lo es conceptualmente, y teme que el demos, el conjunto de la ciudadanía, se convierta en tiranía de los abajo, de los más pobres–. El sufragio universal fue una conquista a la izquierda, por ejemplo. Todos esos proyectos son algo que estaba en el alma del Manifiesto Comunista y si se mira eran objetivos que ahora los compartimos todos, y la izquierda debería alegrarse de que la derecha no esté planteando la vuelta a otro mundo. Pues bien, la mayor resistencia a aquellas ideas procede de cierta izquierda. Por eso hablo de «izquierda reaccionaria», porque los valores del siglo XIX de la identidad, del origen, de preservar las tradiciones, defendían un pensamiento más conservador, ni siquiera el liberal, los defiende una parte de la izquierda reaccionaria. En España, la izquierda es la mayor responsable de que el discurso repugnantemente reaccionario del nacionalismo se haya extendido al conjunto, porque la izquierda lo como bueno. Y cuando ella bendice una causa, se convierte en mercancía aceptada por todos. Eso es responsabilidad de la izquierda, y si lo hubiera combatido, esto no hubiese durado ni dos días, porque no hay realidad detrás, ni hay injusticias, ni hay explotación, ni un rechazo a la identidad diferencias.

Dede el horizonte global, ¿nos dirigimos hacia formas más democráticas y plurales, o existe el riesgo de sucumbir a la tiranía, como demuestran los también múltiples movimientos políticos de génesis antidemocrática?

Cuesta mucho hacer consideraciones. Si se mira hace diez años, a largo plazo estaban las cosas que ha mostrado Pinker o los estudiosos de la democracia, y es que las mejoras se van extendiendo por el mundo. Los valores decentes, aunque sea hipócritamente, se honran. Es lo que invocamos todos. Pero también es cierto que nos encontramos cada vez con retos globales de mayor magnitud, con poderes no sometidos a control democrático que regulan buena parte de nuestras vidas. Pensemos en Facebook o Twitter… ¿Cómo pueden decir ellos, que no son instituciones públicas sometidas a control democrático, de qué se puede discutir? Por otra parte, nos enfrentamos a retos globales como los movimientos demográficos de poblaciones, peligros tecno-nucleares, virus… Estos requieren también soluciones globales, porque ya no valen las soluciones locales. Por eso, cuando en un ayuntamiento dicen «nosotros somos contrarios a la energía nuclear» eso es un brindis al sol: es irrelevante porque hay que tener poder real, autogobierno. Frente a esos retos necesitamos que tengan poderes efectivos. Además, sabemos que tenemos una ciudadanía miope que no está dispuesta a interesarse por los asuntos de las generaciones futuras. Eso es muy complicado porque no hay modo de cuadrar esa ecuación entre un juego profundamente democrático y votantes que quieren ignorar los problemas. Recordemos el debate entre Solbes y Pizarro, el que decía que iba a venir la crisis económica y perdió porque el votante no quiere oír malas noticias. Para ganar hay que ocultar y luego se verá lo que venga. Está comprobado empíricamente por los estudios. También nos hemos encontrado el caso de China, una sociedad autoritaria ante la que nuestros guiones se desmontan al valorarla. ¿Eso es comunismo? Pues el comunismo funciona en economía, ciencia, a la hora de responder a retos colectivos. Otros nos dicen que es capitalismo, que allí se imponen la propiedad privada y el mercado. Entonces, el capitalismo no es garantía de libertad. Sea lo que sea, a la hora de encarar unos ciertos retos puede ser más eficaz. Lo que pasa, como en la vida de casi cualquiera, es que tenemos que asumir retos, como preservar nuestros valores, que son el aprecio a la libertad, a la responsabilidad y al autogobierno, y a su vez ser capaces de encarar retos de una magnitud global. Ahí hay muchas cosas sobre las que pensar, pero desde luego lo que sí me preocupa es que esos poderes no sometidos a un control democrático y donde las instituciones estatales no tienen ya ningún poder. Quizá hay dilemas que nos vamos a encontrar en los que nuestras instituciones se han demostrado obsoletas. El reto es ver si podemos preservar los principios.

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