Sociedad

«Para las personas racializadas el pasado no es un lugar al que queramos regresar»

Fotografía

Laurent Leger Adame
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07
junio
2021

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Laurent Leger Adame

«Es descorazonador ser consciente de que nuestros cuerpos negros pueden ser borrados ante la sola voluntad de un individuo que se crea con el poder de determinar nuestro destino». Una frase tan demoledora como llena de realidad resume a la perfección ‘Qué hace un negro como tú en un sitio como este’ (Península), el libro del periodista Moha Gerehou (Huesca, 1992) que titula con una pregunta tras la que se esconden numerosos casos de racismo en nuestro país. Pantalla de ordenador mediante, nos relata, como desgrana en su ensayo, su recorrido por el activismo antirracista en España –llegó a ser presidente de SOS Racismo Madrid–, y nos acerca a la realidad de miles de personas en España.


Empecemos por el principio: como tú mismo explicas al final del libro, Qué hace un negro como tú en un sitio como este recoge una serie de relatos autobiográficos que explican la historia de muchas personas racializadas. ¿Qué es ser racializado?

Me parece que es un concepto muy interesante, porque, si bien en Estados Unidos se utiliza ese people of color que, de hecho, cada vez está más cuestionado, racializado cubre un espectro más amplio. En su sentido más estricto se refiere a cualquiera: todas las personas somos racializadas. Aunque es verdad que en España ese significado ahora tiene que ver con quienes sufrimos el racismo. Evidentemente, nos habla de las personas negras, árabes o asiáticas, pero también incluye, por ejemplo, a la población gitana, que es blanca pero sufre discriminación racial. Y es un concepto que nos ayuda a hablar de todas esas personas que sufrimos las consecuencias del racismo y que lo entendemos como, por un lado, esa supremacía blanca y, por el otro, esa discriminación hacia las personas racializadas. En ese sentido, nos hace encontrar una palabra adecuada para describir una realidad para muchos.

Aseguras que «el síndrome del eterno extranjero» te «persigue y lo hará para siempre». ¿Cómo un niño de Huesca se siente extranjero en su propio país?

Desde el momento en el que nazco en Huesca, pero tengo un permiso de residencia de extranjeros. Estamos hablando de cómo las instituciones perpetúan esa exclusión, de que por mucho que haya nacido en Huesca, si mis padres no tenían en ese momento la nacionalidad, yo no podía tenerla. Porque la nacionalidad es hereditaria, no tiene que ver con uno mismo. Eso ya nos dice que vivimos en un sistema arcaico que no entiende la realidad actual. Además, existe una idea muy estereotipada de lo que es ser español en cuanto a la condición racial; esto es, ser blanco, y todo lo que no es blanco es extranjero. Por lo tanto, por mucho que haya nacido en Huesca, en cuanto la gente me ve, piensa que soy extranjero. De hecho, como cuento en el libro, a veces cuando voy a cenar con mi pareja, que es negra, nos hablan en inglés directamente, porque se creen que somos extranjeros. Y eso es algo que está muy arraigado en la sociedad española. Pero con nuestra presencia y nuestro activismo queremos romper esos moldes que nos vienen establecidos.

«Existe una idea muy estereotipada de lo que es ser español: todo lo que no es blanco es extranjero»

Creciste en la España de los 90, aquella donde prácticamente no había referentes negros y que se caracterizaba por los Baltasares pintados con betún. ¿Cómo explicar las implicaciones del blackface a aquellas personas que, aún hoy, siguen defendiéndolo?

Ahí se junta un componente que, desde luego, lastra el progreso ya no solo en este ámbito, sino en muchos: la tradición. El hecho de que el blackface se haya convertido, en algún punto de nuestra historia, en tradición, ha provocado que mucha gente tenga un apego extra. Si no fuera tal igual tendrían otra opinión sobre esta práctica, pero al ser tradición, lo toleran. Y es muy curioso porque incluso lo vemos con los pajes de Alcoy: miles de personas hacen un blackface masivo que está documentado y que tiene que ver con la gente negra –y la relación es muy evidente–. Sin embargo, cuando hace tres o cuatro años Afroféminas lo denuncia surge tal polémica que incluso Podemos –considerados de izquierdas– estaba a favor de esa tradición: en aquel momento pesaba más en la balanza esa tradición pegada a la blanquitud que la defensa de las personas racializadas y migrantes de la que tratan de hacer gala. El problema está en que el racismo ahí se junta con el elemento de la tradición, esa misma que, normalmente, a las personas racializadas y migrantes nos ha excluido y nos ha maltratado sistemáticamente. Pero tenemos que romper con ello.

¿Crees que vamos por el camino hacia romper con esa tradición racista?

Hay dos elementos que son importantes para conseguirlo. Por un lado, debemos mirar la historia, pero no con esa nostalgia de un tiempo pasado al que regresar, porque para las personas racializadas y migrantes no es un sitio al que al seguramente que queramos volver. Sin embargo, sí que tenemos que observar la historia para saber de dónde vienen estas dinámicas de discriminación que tenemos hoy. Por otro lado, tenemos que hacer lo posible por llevar a cabo un retrato justo de la realidad: uno de los grandes problemas a lo largo de la historia es que nunca se ha hecho un retrato justo de lo que estaba pasando en la realidad. Con el trabajo que estamos desarrollando, lo que estamos haciendo es poner en valor no solo las vidas de las personas negras, sino todo lo que hacemos, y además lo ponemos en un plano de igualdad. Porque cuando se cuenta la historia de África, parece que esta empieza cuando llegan los colonizadores blancos. Pero tenemos que ponerla en un plano de igualdad, con su autonomía, con su historia. Creo que por ese camino vamos.

«El silencio solo beneficia al racismo» es una reflexión que también comparte el feminismo o la lucha contra la LGTBIfobia y, aún así, muchas veces se calla ante determinados comentarios y actitudes. A veces por miedo, otras por cobardía, otras por no saber cómo actuar. ¿Cómo romper ese silencio?

Sobre todo, la clave está en generar una conciencia colectiva fuerte. Muchas de las situaciones en las que yo, por ejemplo, callaba, era porque estaba en una clara minoría, no tenía un apoyo dentro del grupo en el que si dijera «oye, eso es racista» me fueran a apoyar. Otras veces era por un desconocimiento de qué hacer en una situación así, y porque, en muchas ocasiones, difundir un mensaje racista está mucho mejor visto que decir que algo ha sido racista. Y para estas tres situaciones necesitamos una conciencia colectiva que (1) haga que el antirracismo sea mayoritario también, por ejemplo, en los grupos de amigos, (2) traduzca todo ese desconocimiento en conocimiento antirracista y que sepamos qué hacer ante cada situación de racismo y (3) desemboque en una mayoría de personas en sintonía antirracista. Colectivamente no podemos dejar pasar estas situaciones discriminatorias que pueden darse en un espacio de trabajo pero que van mucho más allá, como con las deportaciones que ocurren hacia nuestros vecinos migrantes. Y esa conciencia va cada vez a más.

«Difundir un mensaje racista a veces está mejor visto que decir que algo ha sido racista»

Escribes que tardaste «en adquirir una clara conciencia sobre el racismo, pero cuando llegó hizo saltar todo por los aires». ¿Cómo fue ese primer contacto, consciente, con el racismo?

No tengo un recuerdo claro, nítido, de «esa es la primera vez que sufrí racismo en mi vida». Porque sientes que lo vas viviendo, y ya está. Es verdad que, muchas veces, cuando pasa el tiempo, aprendes y sabes identificarlo, revisitas algunos momentos de tu vida y dices «en este caso fue una situación racista bastante evidente y yo probablemente ni me ni me di cuenta». Pero sí que es cierto que, para mí, la parada racista que sufrí en Ciudad Universitaria, en un entorno en el que no te lo esperas, un entorno universitario en el que estás a punto de ir a clase, donde todo el mundo está a su rollo: gente fumando porros, divirtiéndose, ligando… haciendo lo que se hace en un campus universitario. No te esperas que vengan dos agentes de policía y pidan la documentación a las dos únicas personas racializadas del lugar. Eso me generó una barrera: yo allí no era un estudiante más en el campus, era un negro en el campus. Es una sensación de exclusión enorme. Luego están las miradas de la gente pasando. Para mí ese fue el catalizador de decir «yo tengo que hacer algo, tengo que moverme porque esto es muy injusto, sé que es injusto, y no puede estar pasando». De todas las situaciones de racismo que viví ante las que a veces reaccioné con silencio, a veces no hice nada, otras veces lo hablé con amigos… pero fue en ese momento el que realmente me activó para decir «voy a hacer algo más allá de hablar con gente, voy a emprender alguna acción antirracista para cambiar» y hasta hoy.

En el libro cuentas la historia de tus padres, cómo migraron desde su Gambia natal en avión como hacen la mayoría de las personas migrantes. Si en 2019, según el INE, alrededor del 4% de la inmigración llegó por vías irregulares, ¿por qué crees que los medios siguen reforzando la idea de que son mayoría con palabras como «asalto a la valla», «invasión» o «alud»? 

Los medios de comunicación tenemos una responsabilidad absoluta, pero hay varios factores que influyen. Uno de ellos se cruza con lo político: es ese lenguaje que habla de las fronteras, la seguridad, de la política migratoria, etc. Y viene de muchísimo antes de que la extrema derecha tuviera representación parlamentaria como tiene ahora: esa retórica de la protección de fronteras siempre ha existido. Y, normalmente, ha ido dirigida a las excolonias o a los países del sur global, nunca a Reino Unido, Francia o Portugal. Y, evidentemente, cuando constantemente las únicas imágenes que estamos viendo sobre migración van sobre una parte de nuestra realidad –de la realidad de las vidas negras–, ya sea porque se retratan las pateras o saltando la valla… Los únicos momentos en los que tal vez aparezcamos en los medios es cuando hay personas negras en situaciones de calle o muy pobres o que necesitan ayuda. Ese relato contribuye a que la gente incluso espere una determinada historia: cuando te preguntan cómo llegaron tus padres, esperan que les digas que lo hicieron en patera, que saltaron la valla, que fue una historia terrible y aún así salieron adelante. Pero la realidad es que vinieron en avión en un momento en el que era algo más fácil tener visados y, aún así, fue bastante complicado. Por eso los medios de comunicación tenemos que ampliar la visión que damos. La solución no pasa por no contar eso que está ocurriendo, porque pasa, es noticia y hay que contarlo, pero hay que ampliar el foco y mostrar la realidad completa, no solo una parte.

Hace poco veíamos cómo diputados de Ceuta de distintos signos políticos alzaban su voz contra los comentarios racistas de un parlamentario de Vox. Sin embargo, en la misma discusión el presidente Vivas hacía referencia a la crisis migratoria en Ceuta como «invasión que paró el presidente del Gobierno». ¿No es eso una contradicción?

Sin duda, y esa contradicción está muy presente en nuestra vida. Por eso es tan importante conectar todas las patas del racismo estructural, y hacer muy bien esa conexión. Porque, muchas veces, para mucha gente es normal: te puedes encontrar a personas que te dicen abiertamente que votan a Vox y que, sin embargo, al mismo tiempo, sus mejores amigos son racializados o migrantes. Y para ellos no existe esa contradicción. Es muy habitual. De hecho, hace unos días me lo contaba una amiga: un colega suyo decía abiertamente que vota a Vox y, sin embargo, una parte de sus amigos son de origen migrante o personas racializadas. Esas contradicciones están en nuestra sociedad, pero lo importante es –y muchas veces lo damos por hecho– hacer clara esa conexión para que nos demos cuenta de la contradicción. Al igual que, por ejemplo, se trata de hacer desde el feminismo cuando se dice que hay una conexión entre los piropos groseros contra las mujeres y, en el lado más extremos, los asesinatos machistas: hay un hilo que une estas dos realidades. Con el racismo, sin embargo, la gente es consciente sobre todo de las cosas muy graves –el racismo se entiende como las agresiones al grito de «negro de mierda» o casos como el de apartheid en Sudáfrica o Adolf Hitler en la Alemania nazi–, pero del resto no. Tenemos que conseguir hacer que se entienda el racismo estructural como algo muy amplio y que está relacionado con cosas que se ven, muchas veces, como normales. Y cuando estemos ahí, en ese punto, casos como el de Ceuta, esas contradicciones, serán cada vez menos habituales.

«Si no existiera el acrónimo MENA, si se hablara de niños o adolescente, costaría más decir barbaridades»

Parece que en España sigue costando hablar de raza cuando se debate sobre desigualdades o discriminación. ¿Por qué crees que ocurre?

Hay una cosa que dice mucho el fotógrafo Rubén H. Bermúdez: hablar de racismo es violento. Y lo es porque la concepción de racismo que tenemos en nuestra sociedad tiene que ver con el apartheid en Sudáfrica, con el nazismo y con la esclavitud en Estados Unidos, que son algunas de sus máximas expresiones –algunas, porque de ese relato se suele escapar que Leopoldo II, por ejemplo, llegó al Congo y se cargó a millones de congoleños–. Por eso, cuando hablamos de racismo a mucha gente enseguida le vienen a la mente esos casos extremos y dicen que lo que pasa aquí, en España, no tiene nada que ver. Tenemos que bajar las conversaciones de racismo a tierra y, de hecho, uno de los ejercicios que quería hacer con este libro era conectar las cosas cotidianas de un chaval negro en Huesca con ese racismo estructural: es una historia que no tiene mucho glamour, pero que, sin embargo, nos conecta con ese problema profundo, tan complejo muchas veces. Porque el hecho de que una señora diga que no te quiere alquilar el piso por ser negro está muy conectado con una discriminación estructural que es real, y es ahí a donde tenemos que ir: a ese racismo, para poder hacer un antirracismo también desde lo cotidiano.

El español ha sido, tradicionalmente, un idioma cargado de expresiones racistas, homófobas y machistas. En tu libro recuerdas que estas «ayudan a perpetuar visiones y relatos perfectamente prescindibles». Hablas de cómo se ha usado –y sigue haciéndose– la palabra «negro» o «gitano» de manera despectiva. Algo que ahora está empezando a ocurrir también con «mena». ¿De qué manera deshumaniza a las personas este uso del lenguaje?

Adama Dieng [Asesor Especial sobre la Prevención del Genocidio de las Naciones Unidas y exsecretario del Tribunal Penal Internacional para Ruanda] explica que el primer paso es ese discurso de odio, esas palabras que tratan de deshumanizar al otro. El lenguaje es el primer paso para llegar a ese último punto, que no consiste en que de repente alguien diga «vamos a meter a gente en cámaras de gas» o «vamos a dejar que mueran personas sistemáticamente en el Mediterráneo». Detrás de todo eso hay un proceso que empieza, muchas veces, por el lenguaje, y lo estamos viendo con el caso de los menores migrantes: desde el momento en el que se habla de MENA se quita ese significado de menores, se pone la carga sobre que son extranjeros. Además, ha calado ese mensaje de que estamos hablando de chavales extranjeros y delincuentes. Y eso acaba construyendo otra realidad sobre la que, después, es más fácil justificar atrocidades. A mucha gente no se le caen los anillos cuando alguien escribe «es que a los MENA habría que» e inserte aquí su barbaridad. Probablemente, si no existiera ese acrónimo, si se estuviera hablando de niños o adolescentes, costaría más decir un «a estos niños habría que X». Pero en el momento en que pones la palabra MENA puedes decir una barbaridad y la gente lo va a pasar por alto. Tenemos que poner mucho énfasis en esa capacidad del lenguaje. Además, las lenguas son dinámicas. Hay algunas palabras que antes usábamos y ya no se utilizan y no ha pasado nada, la existencia sigue sin ningún problema. Tenemos que desacralizar el lenguaje y tratar de hacerlo mucho más abierto, justo y menos denigrante.

Pero hay quien asegura que ponerle límites al lenguaje es un paso más en la cultura de la cancelación. En tu libro hablas precisamente de esas personas que dicen que con el antirracismo ya no se puede decir nada. ¿Dónde está el límite del lenguaje? ¿Y del humor?

Soy muy partidario del uso del humor en cualquier aspecto de la vida, también en el activismo, y lo he hecho varias veces. Sí que creo que hay, por ejemplo, ahora mismo, –y puede aplicarse a otras reivindicaciones–, un campo abierto en cuanto a humor antirracista que alguna gente ha decidido directamente no explorar. Eso me llama mucho la atención, porque me parece muy reaccionario: tú has hecho toda la vida humor racista y te están diciendo «oye, ese humor es racista, pero tienes un campo abierto para hacer humor antirracista» y tú decides mantenerte en esa posición de «no, yo voy a seguir haciendo chistes de que si los gitanos roban». Pues vale. Muchas veces se confunde la crítica con la cancelación. Si tu chiste es malo, te lo van a decir. Además, las redes sociales te dan la oportunidad de que te lo digan. Si tu chiste es ofensivo, te dicen que es ofensivo y ya está. La cancelación va un paso más allá al que, por lo menos aquí en España, creo que no se ha llegado o muy poca gente lo ha hecho. La mayoría de los que, en algún momento, han tenido alguna polémica han seguido trabajando, y simplemente se han tenido que reconvertir un poco. Pero hay más: en el libro cito a Fred Hampton [activista antirracista estadounidense y presidente de las Panteras Negras de Illinois en los sesenta] cuando hablo de cómo la violencia, cuando se ejerce a través del Estado o de la burocracia, queda disimulada. Por ejemplo, las mujeres musulmanas con velo están absolutamente canceladas en el mundo laboral, pero no es algo explícito, nadie pone en las redes sociales «no vamos a contratar a mujeres musulmanas que lleven hijab» y, sin embargo, la cultura de cancelación que sufren es brutal, en cualquier espacio laboral o en los creados para expresarse. A veces entramos en esa lógica de la cultura de la cancelación en la que decimos «tú di lo que quieras, pero de lo que estamos hablando nosotros desde el antirracismo es algo mucho más profundo». Y esto se aplica tanto a temas raciales como de género. Porque, vamos a ver, en el sector del humor, cuántos humoristas señores hay desde hace décadas copando todos los espacios, entrevistas… y cuántas mujeres. Esa cultura de la cancelación, ¿por qué no se denuncia?

«El antirracismo cuestiona la blanquitud, y eso en un país mayoritariamente blanco genera tensiones»

Otros defienden que se puede ser ofensivo a través del lenguaje sin proponérselo, pero que no es una cuestión estructural, ni cultural.

Una de las cosas de las que me gusta hablar es que lo que aprendemos es un conocimiento racista, machista, etc. Y eso es lo que hace que haya expresiones que hemos aprendido y que hemos normalizado tanto que, hasta que no tenemos ese conocimiento antirracista, no vemos lo racistas que son. Por eso no es un «no nos damos cuenta»: sí, te das cuenta, pero lo has interiorizado porque lo has aprendido, lo has normalizado y no has tenido ese conocimiento para poner en tensión ese concepto. Claro que tiene que ver con lo cultural, con lo estructural. Otra cosa es –y aquí el matiz es importante– que nosotros aspiramos a que ese conocimiento racista vaya desapareciendo frente al antirracista. Ahora bien, no te voy a culpar por ese uso del lenguaje una primera vez: si no sabías que era racista, ahora ya lo sabes. ¿Qué pasa a partir de ahí? Si aún así te quedas con ella por esa especie de nostalgia, tradición o porque toda la vida se ha dicho así –a pesar de que tienes ese otro conocimiento para comparar y decidir–, ahí ya estamos hablando de algo diferente. Porque tú, conscientemente, estás tratando de ir por ese camino racista. En ese caso, atente a las consecuencias, pero no pretendas que se pase por alto o se diga «bueno, es que ha venido dado así». Tú tienes ese conocimiento y si decides ir por ese camino no pretendas que la gente no diga nada.

Correos lanzaba a finales de mayo una nueva campaña que pretendía visibilizar el racismo en nuestro país, pero que acabó inundando las redes de controversia. ¿Qué pensaste al verla? ¿Por qué crees que muchos de los esfuerzos por acabar con el racismo acaban teniendo un efecto contrario?

Evidentemente creo que Correos no quería hacer una campaña racista. Si su objetivo era hacer una campaña antirracista, les creo. Pero se ha demostrado la importancia de que las personas racializadas estemos en los distintos espacios y que, además, la perspectiva antirracista se trabaje de manera transversal. Porque no es una cuestión de decir «voy a hacer algo antirracista porque se me ha ocurrido»: el antirracismo se tiene que trabajar, es un conocimiento que tiene que aplicarse también a los espacios publicitarios y de marketing. Ahora, a posteriori, cuando ves la campaña te das cuenta de que había una contradicción enorme: el hecho de decir que valoramos todas las vidas igual y, sin embargo, ponemos los valores de los sellos de manera desigual en función del color de piel. Y esa contradicción era insalvable. Cuando vi el vídeo en el que El Chojin explica la campaña y su participación en ella, entendí a dónde querían llegar y el porqué de esos precios. Su intención era que, al final, los sellos negros se utilizaran más y así visibilizar el racismo, y lo entiendo. A El Chojin lo conozco desde hace muchos años y es un tipo con una trayectoria antirracista intachable –cuando no teníamos referentes, él estaba allí; ha hecho muchísimo trabajo en escuelas e institutos– y sé que no se va a meter en una campaña racista porque sí. Si él hubiera visto algún elemento racista la hubiera parado. Pero esto nos demuestra que las personas racializadas tenemos que estar en los procesos de creación mucho más allá de ser la cara de una campaña: hay que estar en los equipos creativos y formar parte de todo el proceso. Y, sobre todo, las empresas, que cada vez se van a sumar más a este tipo de campañas, tienen que empezar a entender que tienen que ir acompañadas de medidas tangibles, si no siempre vamos a sospechar. Siempre se va a cuestionar si se hace porque la compañía realmente es antirracista o por colgarse la medalla. Sin embargo, si nosotros vemos que a la par hay medidas –«vamos a incorporar a más personas racializadas» o «hemos detectado que el 99% de nuestras plantillas están compuestas por personas blancas»–, entonces se está trabajando dentro. Ese es el siguiente nivel.

El año pasado, el Black Lives Matter provocaba concentraciones multitudinarias en medio mundo, incluido España. Parecía despertar una conciencia antirracista que, sin embargo, parece un susurro cuando se habla de CIES, CETIS, devoluciones en caliente, menores no acompañados o actuaciones policiales racistas. ¿Hasta qué punto la sociedad española está abriendo los ojos ante la realidad del racismo dentro de nuestras fronteras?

Otra vez, la clave está en el conocimiento antirracista que tenemos. Nuestro conocimiento del racismo y de lo que se hace en cuanto a antirracismo en Estados Unidos es muy superior por la hegemonía cultural que tiene ese país. Estamos inundados de películas, series, libros y todo tipo de información que nos dicen que la historia del racismo en Estados Unidos es muy fuerte. La mayoría de la gente sabe quién es Martin Luther King, Malcom X, Rosa Parks o Angela Davis, y eso se debe a años de esfuerzo en promocionar el conocimiento antirracista que se ha venido haciendo desde allí, que ha trascendido sus fronteras y nos llega a España constantemente. Aquí, por ejemplo, la mayoría de los libros de racismo que se han editado son traducciones de textos estadounidenses que hemos leído y con los que hemos crecido. Precisamente, aprovechando esa ola del Black Lives Matter en Estados Unidos, se hizo una labor muy importante desde las distintas organizaciones antirracistas españolas, se dijo «en Estados Unidos pasa esto, pero aquí pasa esto otro». Y el conocimiento antirracista siempre suma. Ahora bien, tenemos que hacerlo cotidiano, localizado en España, ver cómo el racismo se manifiesta aquí. Por eso trataba en el libro de hacer algo tan amplio como hablar desde las paradas con perfil racial hasta las relaciones de amor pasando por el lenguaje y el acceso a la vivienda enfocado en la realidad española. Tenemos que entender que el racismo en España es real, nos atraviesa a mucha gente, cada vez más, y que lo tenemos que localizar, sin dejar de hablar de Estados Unidos, pero empezando a decir que no necesitamos que ocurra una desgracia allí para hablar de racismo aquí.

«La campaña de Correos demuestra que faltan personas racializadas en los procesos de creación»

Al final de tu libro aseguras que «ser antirracista a veces genera incomodidad y se ve como violento porque se enfrenta al status quo». En una época marcada por la eclosión de los movimientos sociales, ¿por qué crees que molesta el antirracismo?

Supongo que, aquí en España, es un movimiento que tal vez haya llegado un poco más tarde que otros. Quizá no haya tenido el mismo espacio que otros. Al final es un movimiento que cuestiona la blanquitud, y cuestionar la blanquitud en un país mayoritariamente blanco va a generar tensiones. Por otra parte, cualquier movimiento de justicia social tiene reacción u oposición. Con el feminismo estamos viendo también la matraca de ‘las feminazis’; con el movimiento LGTBi más de lo mismo. Esas reticencias van a estar siempre ahí, y con el antirracismo va a ocurrir exactamente igual. Pero creo que precisamente en el momento en que somos capaces de entender que nuestro movimiento de justicia social tiene conexión con el resto de movimientos y que estamos confrontando al mismo status quo, desde distintos puntos, podremos dar el siguiente paso. Es complicado, evidentemente, porque hay resistencias también dentro de los movimientos sociales, pero sí que es la vía más rápida para que se produzca el cambio.

Para acabar, te devuelvo una pregunta de la escritora de ghanesa Ama Ata Aidoo que lanzas en tu libro: ¿Dónde estaría el mundo occidental sin África?

Desde luego que no estaría en la posición de poder en la que está ahora, eso al cien por cien. Viviríamos en un mundo que sería más justo, más igualitario. No digo que viviéramos en un mundo de Yupi en el que todo estaría bien, seguiría habiendo conflictos, pero desde luego no estaríamos hablando de un continente al que se ha subdesarrollado y de otro que se ha aprovechado de ello. ¿Seguiríamos teniendo problemas? Por supuesto, pero no existiría una brecha tan grande como la que actual entre Europa y África. Porque la realidad del continente, del número de habitantes, de recursos, de talento… no está por debajo de la europea, ni mucho menos, pero la historia lo ha colocado así, con esta diferencia.

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