Océanos sin ley: la última frontera salvaje
Los océanos están hechos de fronteras invisibles: sin una autoridad internacional clara, estas inmensas regiones albergan una criminalidad y una explotación desenfrenadas. Fruto de cinco años de investigación, el periodista Ian Urbina publica ‘Océanos sin ley: viajes a través de la última frontera salvaje’, editado por Capitan Swing.
Artículo
Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos).
COLABORA2021
Artículo
A unas cien millas náuticas de la costa de Tailandia, una treintena de niños y adultos camboyanos trabajan descalzos todo el día y parte de la noche en la cubierta de un pesquero de cerco. Olas de más de cuatro metros escalan los costados del barco y alcanzan a la tripulación por debajo de las rodillas. La espuma de mar y las tripas de pescado hacen de la superficie una pista de patinaje. Con el errático balanceo que provocan la marejada y el viento huracanado, moverse por la cubierta es una carrera de obstáculos entre aparejos afilados, cabestrantes en movimiento y redes apiladas de doscientos kilos.
Llueva o truene, los turnos son de entre dieciocho y veinte horas. Por la noche la tripulación cala sus redes cuando los pequeños peces plateados que persigue (fundamentalmente jureles y arenques) reflejan mejor la luz y son más fáciles de distinguir en aguas oscuras. Durante el día, con el sol alto en el cielo, las temperaturas ascienden hasta los treinta y ocho grados, pero el trabajo no se detiene. El agua potable está muy racionada. La mayoría de las estanterías están cuajadas de cucarachas. El baño es una plancha de madera de quita y pon sobre la cubierta. Por la noche, los insectos limpian los platos sin fregar de los chavales.
La sarnosa perra del barco apenas levanta la cabeza cuando las ratas, que se mueven por el pesquero como descuidadas ardillas urbanas, comen de su cuenco. Si no está pescando, la tripulación selecciona las capturas y remienda las redes, que tienen tendencia a romperse. Un chico, con la camiseta manchada de tripas de pescado, presume orgulloso de los dos dedos que le ha amputado una red que se enredó en una manivela. Las manos de estos pescadores, casi nunca del todo secas, tienen heridas abiertas, cortes causados por las escamas y abrasiones producidas por la fricción de las redes. Los muchachos se cosen ellos mismos los cortes más profundos. Las infecciones son constantes. A los capitanes nunca se les agota el suministro de anfetaminas, que ayudan a la tripulación a trabajar más horas, pero en rara ocasión embarcan antibióticos para las heridas infectadas. En barcos como este, los marineros a menudo reciben palizas por pequeñas transgresiones como ser demasiado lentos remendando una red o colocar por error un jurel en el cubo destinado a los arenques o al bacalao negro.
«Los pesqueros del mar de China, especialmente la flota tailandesa, son famosos por utilizar los denominados ‘esclavos del mar’»
La desobediencia es más un pecado capital que una falta. En 2009 la ONU llevó a cabo una investigación con cincuenta niños y hombres camboyanos vendidos a pesqueros tailandeses. Entrevistados por el personal de Naciones Unidas, veintinueve afirmaron haber visto a su capitán o a otros oficiales matar a un trabajador. Los niños y los hombres que suelen trabajar en estos barcos son invisibles para las autoridades porque en su mayoría son inmigrantes indocumentados. Enviados a regiones ignotas, están más allá de donde la sociedad podría ayudarles, habitualmente en los denominados «barcos fantasma»: embarcaciones no registradas que el Gobierno tailandés se muestra incapaz de controlar. Lo más común es que no hablen la lengua de sus capitanes tailandeses, no sepan nadar y, provenientes de aldeas del interior, no hayan visto el mar antes de este, su primer encuentro con él.
La práctica totalidad de la tripulación que conocí en aquel viaje tenía una deuda que pagar, parte de su servidumbre contractual, un sistema «viaja ahora y paga más tarde» que requiere trabajar para devolver el dinero que a menudo tuvieron que pedir prestado para entrar de forma ilegal en otro país. Uno de los chicos camboyanos se dirigió a mí y, avanzada nuestra conversación, intentó explicar en un pobre inglés lo elusiva que la deuda se hacía una vez que partían del puerto. Señalando su propia sombra y moviéndose como si intentara atraparla, decía: «No poder coger».
Este es un espacio brutal. Pasé cinco semanas en el invierno de 2014 intentado visitarlo. Los pesqueros del mar de China, especialmente la flota tailandesa, son famosos desde hace años por utilizar los denominados esclavos del mar, en su mayoría migrantes obligados por las deudas o mediante coerción a dejar tierra firme. Los peores de estos barcos son los de gran altura, muchos de los cuales faenan a cientos de kilómetros de la costa y a veces no regresan a puerto en más de un año, durante el que buques nodriza los proveen de suministros y trasladan las capturas a puerto. Ningún capitán se había prestado a llevarme con un fotógrafo hasta allí, a más de cien millas náuticas de la costa, a estos pesqueros de gran altura. Así pues, fuimos saltando de barco en barco –cuarenta millas en uno, cuarenta en el siguiente– para adentrarnos lo suficiente.
«Más de 56 millones de personas trabajan en todo el mundo en pesqueros, y otras 1,6 millones en cargueros y petroleros»
Mientras observaba a los camboyanos cantar, como un grupo de presos encadenados, para asegurar la sincronización al halar las redes, recordé una incongruencia a la que me he enfrentado una y otra vez a lo largo de años de investigación periodística en alta mar: a pesar de su embriagadora belleza, el océano es también un lugar distópico, escenario de oscuras crueldades. El imperio de la ley –a menudo tan sólido en tierra, reforzado y clarificado por siglos de cuidadoso bruñido del léxico, reñidas fronteras jurisdiccionales y fuertes regímenes de aplicación– es maleable en el mar, si es que existe siquiera. Hay más contradicciones. Ahora que tenemos un conocimiento exponencialmente mayor del mundo que nos rodea, con tanta información en la yema de los dedos y apenas a un gesto o un clic de distancia, lo que sabemos sobre los océanos es escandalosamente poco. La mitad de la población del mundo vive hoy a menos de ciento cincuenta kilómetros del mar; las navieras transportan en torno al 90 por ciento de las mercancías del planeta. Más de 56 millones de personas trabajan en todo el mundo en pesqueros y otras 1,6 millones en cargueros, petroleros y otros tipos de buques mercantes. Y, sin embargo, el periodismo es en este campo una rareza, excepto por la noticia ocasional sobre piratas somalíes o vertidos masivos de petróleo.
Para la mayoría de nosotros, el mar es solo un lugar que sobrevolamos, un amplio lienzo de azules oscuros o más claros. Aunque puede parecer enorme y todopoderoso, es vulnerable y frágil, en parte porque las amenazas ambientales llegan lejos, trascendiendo las fronteras arbitrarias que los cartógrafos han trazado sobre los océanos a lo largo de los siglos. Como un coro disonante de fondo, estas paradojas me obsesionaron durante mis viajes, que se extendieron a lo largo de cuarenta meses, 400.000 kilómetros, ochenta y cinco vuelos, cuarenta ciudades, todos los continentes y más de 12.000 millas náuticas a lo largo de los cinco océanos y otros veinte mares. Los viajes me ofrecieron las historias de este libro, un compendio de narrativas sobre este espacio indómito. Mi objetivo no era solo informar de la suerte de los esclavos del mar, sino también dar vida al elenco completo de personajes que surcan los océanos. Entre ellos hay ecologistas justicieros, ladrones de barcos hundidos, mercenarios marítimos, balleneros insolentes, agentes de recuperación de bienes, abortistas marinos, vertedores clandestinos de petróleo, elusivos pescadores furtivos, marineros abandonados y polizones a la deriva. Desde que era joven, el mar me ha encandilado, pero hasta un invierno brutalmente frío en Chicago no tomé las riendas de mi fascinación.
«Las aguas internacionales están despejadas de burocracias, lo que ha dado pie a todo tipo de actividades sin regular»
Después de cinco años dedicado a un programa de doctorado en historia y antropología en la Universidad de Chicago, decidí dejar para otro momento la tesis y volar a Singapur para un trabajo temporal de marinero de cubierta y antropólogo residente en un buque de investigación llamado Heraclitus. Durante tres meses, los que pasé allí, la nave no abandonó el puerto por problemas burocráticos y yo dediqué el tiempo a conocer a las tripulaciones de otros barcos amarrados cerca. Esta experiencia anclado en Singapur fue mi primer contacto real con los marinos mercantes y los pescadores de gran altura; aquellos días quedé cautivado por lo que parecía una tribu errante. Estos trabajadores son prácticamente invisibles para quien lleva una vida sin acceso al mar. Tienen su propia jerga, su etiqueta, supersticiones, jerarquía social, códigos de disciplina y, por las historias que me contaron, su abanico particular de delitos y una tradición de impunidad. El suyo es también un mundo en el que los saberes tradicionales tienen tanta fuerza como la ley. Lo que quedó especialmente claro en estas conversaciones es que desplazar mercancías por mar es mucho más barato que por aire, en parte porque las aguas internacionales están despejadas de burocracias nacionales y no se ven limitadas por normas. Este hecho ha dado pie a todo tipo de actividades sin regular, desde el fraude tributario al almacenamiento de armas.
A fin de cuentas, hay un motivo por el que el Gobierno estadounidense, por ejemplo, eligió las aguas internacionales para desmantelar el arsenal de armas químicas de Siria, para algunos de los encarcelamientos e interrogatorios relacionados con el terrorismo o para deshacerse del cadáver de Osama bin Laden. En paralelo, las industrias pesquera y mercante son tanto víctimas del desgobierno mar adentro como beneficiaras y responsables de él. Nunca terminé la tesis. En lugar de eso, empecé a trabajar en 2003 en The New York Times y, durante la siguiente década, mientras aprendía a ser periodista, propuse de manera ocasional y sin éxito la idea de hacer una serie de reportajes sobre este mundo alejado de tierra firme. Utilicé toda comparación persuasiva que fui capaz de concebir. Como si fuese un alegórico bufé libre, el mar ofrece oportunidades inestimables, argumentaba.
Desde una perspectiva periodística, dos tercios del planeta son nieve virgen, insistía, porque pocos periodistas o ninguno lo están analizando en profundidad. En 2014 Rebecca Corbett, mi editora de aquella época, aceptó la propuesta y, al hacerla suya, me animó sabiamente a centrarme más en las personas que en los peces, profundizando sobre todo en las cuestiones laborales y de derechos humanos, pues los asuntos ambientales emergerían también con ese enfoque. El primer reportaje de la serie The Outlaw Ocean lo publicó The New York Times en julio de 2015; otra decena de textos aparecieron en 2016. Pedí quince meses de permiso del periódico, a partir de enero de 2017, para seguir investigando en este libro.
Este es un fragmento del libro ‘Océanos sin ley’ (Capitan Swing), por Ian Urbina.
COMENTARIOS