Opinión

Los hombres que seremos después de la pandemia

La experiencia física y emocional vivida durante el confinamiento ha limitado nuestras libertades personales y nos ha situado en un precipicio personal y político. Octavio Salazar desarrolla en ‘La vida en común’ (Galaxia Gutenberg) cómo reconstruirnos desde la igualdad, la vulnerabilidad y la interdependencia.

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16
marzo
2021

Si algo fuimos aprendiendo en las últimas décadas del siglo XX es que el mundo había dejado atrás el concepto tradicional de «frontera», salvo paradójicamente para tantas personas que buscan un futuro huyendo de la pobreza o de la guerra, y a las que con dramática frecuencia vemos morir en nuestras costas. Se acortaron distancias, nos fuimos acostumbrando a otras formas de comunicación, empezamos a viajar más y a perder esa noción tan limitada de espacio vital que tuvieron las generaciones anteriores.

La globalización era esto. Las posibilidades se ampliaron, pero también los riesgos, o mejor dicho, estos adquirieron también una dimensión global. Recordemos cómo recién estrenado el siglo, y tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos, el terrorismo se convirtió en uno de esos riesgos y miedos globales que condicionaron no solo la política internacional, sino también nuestras propias vidas. Aunque esa amenaza todavía no ha desaparecido, sí que es cierto que dos décadas después ha pasado a un lugar más secundario.

«La salvación de la planeta pasa irremediablemente por la igualdad»

Sufrimos los efectos, también globales, de la crisis financiera de 2008, de la que apenas empezábamos a levantar cabeza, cuando fue cobrando cada vez más presencia, al menos desde el punto de vista de la conciencia social, la amenaza que para nuestra supervivencia supone el cambio climático. Todo ello mientras los mecanismos tradicionales de representación política, las instituciones democráticas y las mismas estructuras de los Estados nación no han dejado de dar muestras de agotamiento. En medio de tanta amenaza, inseguridades y miedos, que son siempre un caldo de cultivo perfecto para el aprovechamiento populista por parte de los más espabilados, solo ha habido un movimiento, además del ecologismo, y en muchas ocasiones estrechamente ligado a él, que ha mostrado brío y compromiso renovado.

Me refiero al movimiento feminista, que con sus propuestas emancipadoras llenas de vigor en los últimos años, y también de manera global, nos ha insistido en que, en este mundo cada vez más asimétrico, siguen siendo las mujeres quienes sufren todavía una mayor discriminación estructural y generadora de violencias múltiples. De ahí que la salvación del planeta pase irremediablemente por la igualdad. Solo si le damos un giro a la política y a la economía, a los modelos de convivencia, a los patrones culturales, de acuerdo con las alternativas que nos ofrecen la vastísima teoría feminista y el activismo que le he dado cuerpo, conseguiremos disfrutar de unas democracias que sean dignas de tal nombre.

A pesar de toda esa experiencia acumulada en las últimas décadas, y quizás porque somos una especie muy desmemoriada, ha tenido que llegar el coronavirus para que realmente sintamos lo que es una amenaza global, que no distingue de países ni de clases sociales, aunque es evidente que las respuestas a ella difieren según los recursos de los que se disponga. Quizás nunca antes, al menos en lo que se refiere a las generaciones presentes, y si exceptuamos la pandemia del sida en las décadas de 1980 y 1990 (que, en todo caso, careció de la dimensión universal de la pandemia que ahora vivimos), habíamos llegado a percibir y a experimentar como ahora la fragilidad de nuestro cuerpo.

«El momento crítico que atravesamos pide a gritos un cambio de paradigma»

La pequeñez de nuestra especie, pese a todos sus logros de siglos en ámbitos como el científico o el cultural, frente a un virus capaz de paralizar nuestras vidas y de generar una crisis mundial sin precedentes. Además del miedo compartido, lo que nos ha unido como especie es justamente la conciencia de nuestra vulnerabilidad y la angustia ante las limitadas posibilidades de protegernos frente al peligro. Una vulnerabilidad ligada a nuestro cuerpo, que es el soporte de lo que somos y de lo que hacemos, y que, como bien saben las mujeres, ha sido y es incluso campo de batalla sobre el que marcan sus reglas los poderosos.

Una vulnerabilidad que, desde lo corporal, hemos visto extendida a toda una maquinaria, la del que en su momento entendimos como Estado social, tan maltratado en los últimos años, que se ha visto incapaz de atendernos correctamente. Una vulnerabilidad que se traduce en más desigualdades sociales y económicas que, como pasa en todas las crisis, afectarán a quienes de hecho partían de una peor posición. Porque no podemos perder de vista que la vulnerabilidad se asienta y se agrava sobre las opresiones que tienen carácter estructural, como lo es la que sufren las mujeres del planeta.

La crisis del coronavirus ha dejado al descubierto todas las miserias de un modelo social, político y económico que, pese a los avances igualitarios del siglo xx, sigue respondiendo a los dictados del orden patriarcal. Y ahora más que nunca se ha hecho visible que el sujeto de referencia sobre el que hemos construido nuestra cultura contemporánea, o sea, el hombre, ese ser educado para la omnipotencia y para la acción, el representante legítimo de la racionalidad ilustrada, es incapaz de sostener un futuro en el que estamos obligados a conjugar verbos como «cuidar» y a subrayar palabras como «emociones» o «sostenibilidad». El momento crítico que atravesamos nos pide a gritos un cambio de paradigma. Desde el punto de vista social y político, pero también, y como tarea urgentísima, desde el más personal e íntimo.


Este es un fragmento de ‘La vida en común: los hombres (que deberíamos ser) después del coronavirus’ (Galaxia Gutenberg), de Octavio Salazar.

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